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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (42 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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Con sonrisa lacónica, Pardalzinho se quedó contemplando a Cenourinha mientras se alejaba. Comentó con Breno lo majo que era ese tío y cómo Miúdo y Cabelinho lo habían puteado. Cuando Cenourinha dobló la esquina, Pardalzinho continuó su camino. Se dirigía a casa de los Katanazaka a comer ñoquis, cuyos ingredientes había comprado él.

Al llegar, preguntó a Álvaro Katanazaka por el resto de la panda; en los últimos meses no se había separado de ellos. Juntos, solían desaparecer durante varios días para atiborrarse de cocaína o deambular por las ciudades de la Costa Verde hasta hartarse: iban a la playa, a las discotecas y a los cines y, de vez en cuando, paseaban por la Zona Sur. Cuando Pardalzinho estaba drogado, los muchachos se cercioraban de que su arma llevara el seguro puesto e incluso algunos comenzaron a ejercer de camellos para los puestos de Los Apês y de Allá Arriba. Pardalzinho les pedía que se ocupasen del camelleo como un favor. Los camelaba argumentando que, por ser blancos, la policía jamás los detendría. Los más audaces pronto se familiarizaron con los entresijos del negocio y hasta disparaban a los pies de los que les parecían sospechosos o delatores, caminando con ese bamboleo tan característico de los maleantes. Paulo Carneiro, el acompañante más asiduo de Pardalzinho en sus correrías, también se había convertido en su compañero en las partidas de naipes y se enorgullecía de haber aprendido todas las artimañas del juego en tan sólo una clase impartida por Camundongo Russo; este último, junto con Biscoitinho y Tim, también habían comenzado a salir con los jóvenes blancos, a vestirse como ellos, a imitar sus gustos. Hasta Miúdo se animó a ir a los bailes con ellos. En resumidas cuentas: Pardalzinho había propiciado un acercamiento de los muchachos blancos a los rufianes de Los Apês.

El movimiento en los puestos de venta de droga crecía a pasos agigantados; el consumo de cocaína aumentaba cada día. Tanto los drogatas de la favela como los de fuera, impulsados por el mono que los atenazaba, aparecían en el puesto con cadenas, alianzas, pulseras, televisores, relojes, revólveres, licuadoras, batidoras y todo tipo de electrodomésticos para cambiarlos por cocaína. Mundos cruzados que permitían intercambiarlo todo. Miúdo se había convertido en el único receptor de los botines de los ladrones de la zona y almacenaba en un baúl todas las piezas de oro que llegaban a sus manos a precio irrisorio. Cada día se integraba un nuevo rufián en su cuadrilla, y no por dinero, dado que los únicos que obtenían beneficios eran, además del propio Miúdo, Pardalzinho, Carlos Roberto y sus tres camellos, sino porque le tenían miedo, al igual que al resto de sus secuaces, y también por aumentar su prestigio y poder dominar a los pringados. Hasta los jóvenes blancos se dedicaron a tiranizar a quien se les antojaba. Eran amigos de Pardalzinho y, por consiguiente, de Miúdo. Se sentían respaldados. En Allá Arriba, los abusos se daban con más frecuencia porque Miúdo comenzó a despreciar a los que no procedían de la Macedo Sobrinho; estaba convencido de que los pobladores de la antigua favela eran los únicos dignos de consideración.

Hacía seis meses que Cabelinho Calmo estaba en la cárcel. Pese a la paliza que cinco policías de la Comisaría Trigésimo Segunda le propinaron, se resistió a firmar la autoría de los crímenes que querían achacarle. Mientras lo golpeaban, decía que sólo firmaría en presencia de un abogado, sabedor de que su hermano contrataría a uno que se encargara de su defensa en cuanto se enterase de que lo habían detenido. Y así fue. El abogado impidió que los policías cometiesen la barbaridad de obligar al maleante a comerse delitos que no había cometido y consiguió que sólo fuera procesado por tenencia de armas, la única prueba en su contra. Juzgado y condenado, cumpliría su pena en el presidio Milton Dias Moreira.

Pardalzinho devoró los ñoquis para ir a comprar ropa con el resto de la panda: había decidido que todos debían vestirse igual. En realidad, todo su afán se centraba en intentar parecerse cada vez más a los muchachos blancos. Irían a Botafogo porque sólo los pobres van de compras al centro de la ciudad. Después, entrarían en algún cine de Copacabana y cenarían en un restaurante de Gávea, donde planearían entre risas alguna acampada o una noche de bailoteo en el Dancin' Days; ahora lo que se llevaba era la música disco, y el rock había sido relegado casi al olvido; los medios de comunicación se habían entregado con denuedo a la difusión de esa nueva moda y todos tenían que seguida; de lo contrario, se quedarían desfasados, serían horteras, paletos, carcas o cualquier otro adjetivo de ese campo semántico.

Tras el almuerzo todos tomaron de postre un helado Kibon diluido en Fanta de naranja, que era la última moda. Únicamente tomaban esa marca de helados. De Raúl Seixas sólo había quedado el concepto de sociedad alternativa, una utopía alentada por el propio cantante en medio de tantos absurdos. El sueño de Pardalzinho era comprar un terreno donde hubiese agua corriente, tierra buena para el cultivo y pequeñas casas de madera para cada uno de los chicos de la pandilla. Y debía conseguirlo si quería vivir entre personas de rostros apacibles y dejar de convivir con la muerte. Porque sus amigos, por más que les gustase la marihuana tanto como a él, nunca pensaban en matar. Ése era su sueño: conseguir una chica guapa, vivir entre gente guapa y bailar en la discoteca hasta el final de su vida, pasándolo bien. No quería saber nada de esos criollos desdentados de rictus nervioso.

Miró a Camundongo Russo con cierto desdén cuando le comentó que los acompañaría a Botafogo. Consideró la posibilidad de decirle que no, pero se lo pensó dos veces: también era blanco, de pelo claro; sólo le faltaba el porte físico, pero lo conseguiría si fuese al gimnasio y practicase
surf
. No hablaba con mucha elegancia —soltaba demasiados vulgarismos y muchos tacos—, pero eso no tenía demasiada importancia: él también era malhablado. Se fueron de la casa de Katanazaka para ir a fumar marihuana en alguna ladera, fuera de la vigilancia policial, con el semblante una pizca serio y, cuando terminaron, se dirigieron a Botafogo con una alegría que no hubieran sabido explicar.

Miúdo quería hacer una fiesta mucho más sonada que las que celebraba el bichero China Cabera Branca en su zona de juego, que abarcaba el morro de São Carlos y el de Tijuca. Encargó muchos regalos, dulces caros y centenares de cajas de refrescos para animar a los muchachos. Es cierto que los bicheros fueron los pioneros en realizar todo tipo de inversión en las zonas aledañas, pero ahora que el negocio de la droga se encontraba plenamente establecido en las favelas y en los morros del Gran Río y la Baixada Fluminense, los traficantes llegaron a la conclusión de que también era necesario invertir en su propia zona. Si complacían a los niños, no sólo quedaban bien con san Cosme, Do Um y san Damián, sino también con los vecinos, que les advertían sobre la presencia policial y les hacían favores.

Todos los dulces serían de primera: la cocada, por ejemplo, la haría doña Lucia, una vieja negra que cocinaba como nadie. Pardalzinho estuvo de acuerdo en que financiaran la fiesta, con la condición de que ningún grandullón se colase entre los chicos. El que intentara colarse recibiría un tiro en el culo.

La fiesta tuvo lugar el 27 de septiembre en la plaza de Los Apês y con ella Miúdo y Pardalzinho se granjearon la admiración de los vecinos de los pisos que, envanecidos por el recuerdo de los festejos y por el cariño demostrado a sus hijos, los compensaron con creces.

En los días sucesivos, Miúdo y Pardalzinho tuvieron la impresión de que todos los vecinos los miraban con gratitud por los muchos beneficios que la pareja había reportado a la zona: no sólo habían erradicado de la favela los robos, los atracos y las violaciones, sino que ahora, además, hacían las delicias de los niños ofreciéndoles dulces. Aún permitían que apagaran globos y, en esos casos, el castigo recaía sobre el borracho. Muchos asiduos de las tabernas comenzaron a beber menos, para regocijo de sus mujeres.

El cantante Voz Poderosa quería conocer a Miúdo y a Pardalzinho. Zeca Compositor le había hablado de ellos. Estaba convencido de que, si los invitaba, mucha gente de la favela votaría por su samba en Portela y eso era lo que necesitaba para alzarse campeón.

Aquel año, Compositor no presentaría ninguna samba-enredo: lo apostaba todo a la samba de Voz Poderosa y Passarinho en Portela. Si ésta ganase, lo más seguro es que el disco que Voz Poderosa iba a lanzar a mediados de año fuera un éxito, y ya le había prometido dos temas a Compositor. Éste envió un chico a Los Apês para que comunicara a Pardalzinho y a Miúdo que un amigo suyo quería conocerlos.

Sabía lo que se hacía cuando comentó a Voz Poderosa la existencia de Pardalzinho y Miúdo. Los maleantes tarareaban sus canciones a todas horas y tenían todos sus discos. Tomó la precaución de advertir al recadero que no hablase del cantante: quería darles una sorpresa.

Un sábado por la mañana Miúdo llamó a Pardalzinho para que lo acompañara a la casa de Compositor, donde seguramente comerían rabo de buey, especialidad de doña Penha, la mujer de su amigo. Miúdo sentía gran respeto por Compositor, quien, además de componer, pintaba, dibujaba y participaba en los desfiles de carnaval. Él le había dado refugio en São Carlos cuando aún era un niño y le había presentado a sus amigos; incluso todavía le permitía entrar en los ensayos de la escuela de samba sin pagar. Lo único que no le gustaba del sambista era que no paraba de darle consejos, pero, al margen de eso, Compositor era un tipo agradable, siempre pedía a su mujer que preparase una buena comida para sus amigos y llevaba a Miúdo a los ensayos de las otras escuelas de samba y a los bares con música en vivo donde actuaba.

—¡Voz Poderooosa! ¡Joder, qué alegría! —exclamó Miúdo cuando vio al artista.

Voz Poderosa rió ante el entusiasmo del rufián y lo abrazó como quien abraza a un viejo amigo.

—Compositor habla muy bien de ti. He venido porque quería conocerte —dijo.

—¿Quieres probar algo bueno?

—¡Claro que sí, tío!

—Hierba, nieve… ¿Te gusta todo? Eh, Compositor, manda a un recadero para que traiga unas cuantas bolsitas de maria y papel para el colega. ¡Este es Pardalzinho, un buen amigo! Es mi compañero en el trabajo… ¡Dale la mano, Pardalzinho! ¿No es increíble? ¡Es Voz Poderosa, compadre! —dijo.

—Mirad: Compositor me dijo que aquí os quiere todo el mundo. Y nosotros tenemos una samba en Portela. La samba es buena, estamos Passarinho y yo… Y me gustaría saber si podríais conseguir un grupo entusiasta que apoye a nuestra samba, ¿comprendéis lo que quiero decir?

—¡Eso está hecho, hermano! Tranquilo, que no te fallaremos.

—Ya he hablado con Compositor. Voy a mandar tres autobuses, ¿vale? Hay entradas para todo el mundo…

—Canta la samba, anda, cántala.

Se quedaron conversando mientras doña Penha preparaba unos callos, su otra especialidad. Miúdo pidió a un chico que llamase a unos músicos para que tocasen mientras Voz Poderosa cantaba sus éxitos. La voz ronca del cantante alegró aquel día: entonó muchas sambas de amor, acompañado por los presentes, que se las sabían de memoria.

Los autobuses llegaron a Allá Arriba alrededor de las diez de un sábado de calor sofocante y se detuvieron cerca de la casa de Compositor. Miúdo, temiendo decepcionar a Voz Poderosa, ordenó desde temprano a la cuadrilla que anunciase en todos los rincones de la favela que había que ir a Portela en los autobuses y que quien no fuese tendría que vérselas con él. Además, invitaba a todo el mundo que se cruzaba en su camino. Su campaña superó todos las expectativas. Hubo un momento en que Miúdo tuvo que bajar del primer autobús, donde iban los maleantes, los chicos y la gente del vecindario, para impedir que destrozasen los otros dos autobuses. Se dedicó a repartir sopapos, tiros a los pies y puntapiés en el culo, sobre todo a los que venían de Allá Arriba.

Los autobuses no salieron hasta las doce, con batucada febril, porros encendidos y rayas de coca preparadas sobre billeteras. En Portela, Miúdo sólo pagaba por lo que pedía; ya había regalado maría y coca y no quería perder más dinero. Camundongo Russo y Biscoitinho, que habían dado un buen golpe en la Praga Seca, se encargaron de distribuir cerveza y güisqui entre los amigos y los muchachos del barrio.

Que la samba de Voz Poderosa no resultase vencedora no se debió a la falta de apoyo porque, además de la ayuda de la favela, el compositor contó con otras adhesiones, que no faltaron a ninguna de las eliminatorias y votaron por los versos de Portela.

—En fin, me han ganado, pero valió la pena el esfuerzo —dijo Voz Poderosa al maleante cuando se conoció el resultado final.

—¿Vas a salir a vender? —Sí.

—Hazme el favor de llevar esa carga a Tê, que esos vagos están todos durmiendo. Y si ves a Pardalzinho, dile que se pase por aquí —concluyó Miúdo.

Lourival, a regañadientes, cogió la bolsa de supermercado llena de saquitos de marihuana, la colgó del manillar de la bicicleta y comenzó a pedalear. Miúdo se quedó mirando al chico mientras se alejaba y, a gritos, le dijo que se quedase con cinco saquitos. Lourival hizo una seña de asentimiento con la mano y siguió por las calles principales con la leve certeza de que la policía no lo pararía, pues sabía que ese peligro sólo existía en las inmediaciones del puesto de venta. Rezaba para que todo saliese bien; así ganaría puntos ante Miúdo y Pardalzinho.

Pedaleaba despacio, fingiéndose tranquilo, por la Edgar Werneck. Entró en una de las calles principales sin ningún problema. Pero, al coger la Rua do Meio, casi se muere del susto al encontrarse con los policías Lincoln y Monstruinho. Su mente ideó un plan a marchas forzadas. Estaba demasiado arriba para dar media vuelta; la solución era seguir como si nada ocurriese, e incluso pasar lo más cerca posible de ellos para demostrar indiferencia. Pedaleó con más fuerza cuando tuvo la certeza de que los policías estaban ya distantes, dobló la primera callejuela después del Bonfim, cruzó la plaza de la cuadra Quince completamente aliviado, aminoró la marcha al entrar en otro callejón y llegó a Laminha.

—¿Qué hay, Tê?

La vieja se acercó a atisbar por un agujero secreto y se volvió hacia Pardalzinho, que en esos momentos se encontraba contando dinero en una de las habitaciones.

—Es uno de esos pijitos que andan contigo —le dijo.

—Dile que pase, dile que pase.

Lourival les contó con orgullo que había conseguido pasar inadvertido delante de los policías. Pardalzinho le dio una palmadita en la espalda y le dijo que siempre lo había considerado muy listo.

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