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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (4 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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Todos lo respetaban, jamás irían contra el primer bailarín de la escuela de samba
Académicos de Salgueiro
. Nunca levantarían la voz contra el delincuente más famoso de los morros cariocas. Hasta el Grande, el delincuente más peligroso de la ciudad de Río de Janeiro, le tenía consideración. Harían cualquier cosa que les pidiese Passistinha. Se quedaron allí bebiendo cerveza. A media tarde ya parecían viejos amigos: jugaron al billar, a los chinos, y cantaron una samba de partido alto:

En el morro, sí,

que es lugar de valentía.

Bebiendo cerveza,

fumando marihuana

y jugando una partida.

Familias de otras favelas de Rio llegaban al nuevo barrio. La ocasión de adquirir una casa propia y, en definitiva, de establecerse, funcionaba como un buen reclamo, pero la distancia y la precariedad de las condiciones ofrecidas llevaban a muchos a reconsiderar la decisión. Si los obreros, por una parte, tenían que despertarse de madrugada y caminar tres kilómetros para tomar el autobús en la plaza de la zona de la Freguesia, por otra, en cada niño que llegaba nacía una pasión previsible por el lugar: cuando no era el guayabal, eran los aguacates; cuando no era el bosque, eran los caserones embrujados; cuando no era el laguito, era el lago; cuando no era el río, era la laguna; cuando no era el pantano, era el mar de Barra da Tijuca.

Quien conociese bien Ciudad de Dios podía andar de un extremo al otro sin pasar por las calles principales. A Tutuca y a Inferninho les gustaba mostrar los revólveres a los policías que hacían la ronda y solían entrar por los callejones lanzando un tiro al aire. Los policías corrían tras ellos, pero siempre los perdían porque desconocían los recovecos del laberinto. A esas horas era muy frecuente el intercambio de tiros. Los delincuentes daban la vuelta y disparaban desde otro callejón, con lo que dejaban a los policías desconcertados. Eso lo hacían sólo cuando Cabeça de Nós Todo no estaba de servicio. Los demás días, era preferible no salir de casa, porque era astuto como el diablo y conocía bien el barrio.

En una zona del Otro Lado del Río se construyeron casas más pequeñas. Allí estaban los campos de Paúra y Baluarte, donde los equipos de fútbol organizaban campeonatos y torneos. En ese mismo lado, yendo por la derecha, quedaba el Nuevo Mundo, una zona antigua donde había una panadería que daba pan al fiado a los chicos para que lo vendiesen, de puerta en puerta, por el barrio. Eran esos chicos quienes despertaban a todos gritando: «¡Pan recién hecho, pan recién hecho!». Padê Lolo y Paulo Cachaba, los únicos adultos vendedores de pan, atravesaban las mañanas canturreando: «Yo soy el panadero de Copacabana, y he venido a vender pan a esta ciudad llena de lama». Ambos vendían pan hasta las once y se pasaban el resto del día borrachos.

Los lecheros también madrugaban, y pasaban golpeando el metal y anunciando leche fresca. Los vendedores de pollos sólo aparecían bien avanzada la mañana. Las amas de casa regaban las plantas, tenían agua en abundancia. Se había acabado aquello de echarse la lata de agua en la cabeza. Cuidaban sus huertas, sus jardines, bañaban con mangueras a los niños y a los perros.

La mayoría de los maleantes raramente circulaban de día, preferían la noche para jugar a las cartas, fumarse un porro, jugar al billar, cantar samba sincopada acompañándose con el sonido de una caja de cerillas, e incluso para charlar con los amigos. Sólo Tutuca, Inferninho, Martelo, Pelé y Pará se atrevían a salir de día para asaltar los camiones del gas, fumar marihuana en las esquinas, alzar cometas con los chicos y jugar a la pelota con los chavales del barrio. Los otros delincuentes preferían actuar en la Zona Sur, «la zona rica», donde atracaban a turistas, comerciantes y transeúntes con pinta de pijos.

En Allá Arriba, la vieja Tê había montado un puesto de venta de droga para atender a los pocos porreros del barrio. Madalena ya vendía marihuana en Allá Enfrente, pero con dificultad, por no tener un buen camello. No le alcanzaba para satisfacer a la demanda, aunque ésta fuese pequeña. En la Rua do Meio, Paulo da Bahia abrió un cafetín: el Bonfim. Permanecía abierto todas las noches, de lunes a lunes. Los malandrines jugaban a las cartas, fumaban marihuana, bebían cachaza con vermú y, a veces, esnifaban cocaína. Comían pescado frito, mollejas de gallina, torreznos, chorizos, salchichas, huevos cocidos, jiló a la vinagreta y caldito de frijoles preparados por la esposa de Paulo. El sonido del aparato de música incitaba a las parejas, que, de vez en cuando, arriesgaban pasos de danza en la acera.

En Allá Enfrente, el bar de
Batman
fue el lugar de encuentro de los primeros porreros del barrio. Allí se reunían para triturar la marihuana, y fumaban en el Lote, muy cerca de Ciudad de Dios, o en el bosque, o hasta en las calles, si veían una oportunidad. A Laranjinha, Acerola, Jaquinha, Manguinha y Verdes Olhos les gustaba de veras lumar en el Lote. Les encantaba andar por los cerritos, con árboles dispersos por todos lados, quedarse en el bosque contando y oyendo historias graciosas, arrancando frutas de los árboles. La policía no patrullaba el Lote, había pocas casas y muchos rincones para fumarse un porro.

A base de peleas, partidos de fútbol, bailes, viajes diarios en autobús, de la asistencia a los cultos religiosos y al colegio, surgió, ferviente, una nueva comunidad. Los grupos venidos de otras favelas se integraron en una nueva red social. Al principio, algunos grupos intentaron aislarse, pero en poco tiempo el vigor de los hechos dio nuevo rumbo a la vida cotidiana: nacieron los equipos de fútbol, la escuela de samba del barrio, los bloques carnavalescos… Todo concurría para que los habitantes de Ciudad de Dios se integrasen en el barrio, lo que posibilitó que se trabaran amistades y surgieran discordias y romances entre esas personas que había reunido el destino. Los adolescentes se servían de la mala fama de la favela en la que habían vivido para intimidar a los otros cuando se peleaban, o incluso cuando jugaban, cuando hacían volar cometas, cuando disputaban por una novia. Cuanto mayor era la peligrosidad de la favela de origen, más fácil resultaba imponer respeto, pero muy pronto se supo quiénes eran los julais, los malandrines, los vagabundos, los trabajadores, los delincuentes, los viciosos y los dignos de estima. Los menos afectos a la nueva sociedad fueron los delincuentes. Sólo se acercaron los que estuvieron alojados en el estadio Mario Filho con ocasión de las crecidas. Fue el caso de Tutuca, Inferninho, Martelo y de los que pasaron juntos un tiempo en chirona.

Ninguna favela se trasladó en bloque al vecindario. La distribución aleatoria de la población entre Ciudad de Dios, Villa Kennedy y Santa Alianza, los otros dos barrios creados en la Zona Oeste para atender a las víctimas de las crecidas, acabó mutilando familias y rompiendo antiguos lazos de amistad. Muchas de ellas se negaron a trasladarse a Ciudad de Dios porque, en su opinión, quedaba muy lejos. Pero los favelados de Ilha das Dragas y del Parque Proletario de Gávea fueron en masa a poblar Los Apês, donde se adaptaron sin mayores problemas.

Los sábados había baile en el club, donde se reunían delincuentes y porreros, pilinguis y jóvenes del barrio. Los grupos musicales tocaban canciones de Jorge Ben, Lincoln Olivetti, Wilson Simonal y otros. La junta directiva del club promovía el mejor equipo de fútbol de Jacarepaguá, ofrecía polenta a la bahiana,
feijoada
los domingos para los socios y organizaba concursos, excursiones y torneos de fútbol-sala. Para el baile del sábado, la junta preparaba gran cantidad de botellas de cachaza con limón, con leche condensada o licor de cacao. Compraban cerveza y canapés para vender durante el baile, el acontecimiento social más importante de esa época, a pesar de que gran parte de los habitantes de Ciudad de Dios no iba, porque la mayoría consideraba que allí no pasaba nada bueno.

Un sábado, Inferninho llegó deprisa al baile en busca de Martelo. Tenía que darle una buena noticia. A Tutuca le había ido muy bien en un robo, allá por Añil. Había conseguido dos cadenas de oro, un par de alianzas, un revólver calibre 38, tres pantalones Lee y una chaqueta de cuero. Inferninho entró en el baile sin pagar: recorrió todo el salón, fue al bar, al cuarto de baño, y no encontró a su compañero. Le pareció extraño. Cleide lo había visto allí. Ya estaba saliendo cuando se encontró con Passistinha:

—¿Qué hay, Passistinha? ¿Has visto a Martelo por ahí?

—Se ha ido a casa, lo están buscando. Hay un detective, un tal Belcebu, que está preguntando a todo el mundo si os conoce, ¿entiendes, colega? Lo han buscado en Allá Enfrente, en Allá Arriba, en Allá Abajo, han estado aquí… Es por lo de los asaltos a los camiones en el barrio.

—¿Están de ronda o van en coche patrulla?

—En coche.

—¿Cuántos hay?

—Creo que tres.

Inferninho se rascó la cabeza; era evidente que le preocupaba la policía. Pensó en marcharse de allí, pero imaginó que los maderos no volverían al club. Decidió relajarse y le dijo a su amigo:

—¿Vamos a tomar una birra?

—¿Tomar una birra? ¡Un hombre no toma, un hombre bebe! —bromeó Passistinha.

Iban hacia el bar del club cuando entró el detective Belzebu, seguido de otros dos policías que arrastraban a Cleide llorando. Inferninho corrió hacia el centro del salón, tropezó con parejas que bailaban al son del Copa Sete y derribó sillas y mesas. Belzebu soltó a Cleide y salió en pos del delincuente. Passistinha caminó hacia el policía y le dio un empujón para frenarle; enseguida pidió disculpas diciendo que había sido sin querer, pero Belzebu intentó soltarle un mandoble. El malandrín esquivó el golpe sin mucho esfuerzo. Los otros policías entraron en la pelea, pero Passistinha, desde el suelo, le descargó una coz al detective Carláo con la pierna estirada, le puso la zancadilla al policía Careca y, con una mano, le golpeó en la pierna a Belzebu; después, sin apresurarse demasiado, salió, cruzó el puente del brazo derecho del río, entró en una callejuela y desapareció.

—Zumba, zumba, zumba, capoeira y tumba… ¿Te crees que esto es coser y cantar, hermano? —gritó riendo Lucia Maracaná, lo que irritó aún más al detective Belzebu.

Inferninho entró en los lavabos de las mujeres, subió a uno de los inodoros, trepó por el tabique que los separaba, rompió el techo de amianto a puñetazos y salió del club. Desde el tejado divisó a Cleide, que iba hacia arriba a todo correr. Inferninho fue detrás de la mujer de Martelo. Pasaron frente a la iglesia, llegaron a la casa del cura, giraron a la izquierda, a la derecha, de nuevo a la derecha, y se arrojaron a las aguas del río a la altura de Laminha. La vieja Tê los vio pasar y empezó a apagar las luces, a cerrar la puerta y las ventanas, pues supuso que la policía vendría detrás. Cleide e Inferninho alcanzaron el Otro Lado del Río, cruzaron dos caseríos, salieron de Ciudad de Dios, llegaron al Nuevo Mundo y se pararon para descansar en un solar.

En el club, el detective Belzebu echaba chispas. Disparó al aire en un intento de amedrentar a Lúcia Maracaná, que seguía riéndose en el salón.

—¿Quién es ese pendón que se está riendo?

—Pues yo. ¿Acaso está prohibido reírse?

—¡A ver tus documentos, criolla atrevida!

—¡Aquí están! —respondió Maracaná con el carné de identidad en la mano.

—Quiero el permiso de trabajo; si no, te meto en el calabozo y te llevo ante el comisario para que te ponga una multa por vagabunda.

—¿Vas a multar a una mujer? ¿Por qué no vas detrás del hombre que te dio la paliza?

Belzebu se abalanzó sobre Lucia, la agarró por el brazo izquierdo y la arrastró por el local. Lucia lo insultó, le asestó unos mordiscos, se tiró al suelo, pataleó y preguntó por qué se la llevaba detenida. Belzebu, sin responderle, se limitó a propinarle unas hostias antes de encerrarla en el coche patrulla. La música había cesado y la mayoría de los bailarines se había ido. El presidente del club se acercó al detective, que registraba a unos muchachos en el vestíbulo de entrada.

—¿Puede escucharme un momento?

Belzebu no contestó.

—Soy el presidente del club —continuó—. Tal vez pueda ayudarlo en algo.

—Muy bien, el problema es que ha habido unos asaltos en esta jurisdicción y el comisario me ha ordenado que me ocupe de esto, ¿comprende? Ya están patrullando incluso en Añil. Aquí no puede parar un camión de reparto sin que ellos se le tiren encima para atracarlo. Son un tal Tutuca, un tal Inferninho y un tal Martelo. Me han encargado que me ocupe de ellos. ¡Voy a detenerlos o a matarlos a todos!

—Pero aquí, en el baile, podría darnos un respiro, ¿no? A fin de cuentas, esto es un club como cualquier otro…

—Nada de eso, aquí sólo hay putones, maleantes y porreros. La gente como Dios manda no viene aquí.

—Sí que vienen, yo soy una persona como Dios manda y aquí estoy —interrumpió Vanderley, acercándose al detective—. Soy militar, no soy un porrero ni un vagabundo, me estoy divirtiendo y aparece usted pegando tiros, detiene a una mujer y arma una gresca…

—¿A qué unidad perteneces? —preguntó Belzebu.

—Soy de la brigada de paracaidistas del ejército brasileño y uno de los directores del club.

—¡Muy bien, pero no se te ocurra obstaculizar mi trabajo, que doy parte a tu comandante y te jodo!

—¡Tráteme con respeto, sin decir tacos! Estoy hablando con usted con buenos modos; no pretendo obstaculizar el trabajo de nadie, pero si se me antoja, no dejo que entre aquí ningún policía: ¡me pongo en la puerta uniformado y a ver quién se atreve a ponerme la mano encima!

—Oye, tío, ¿te crees que vas a estar en el ejército para siempre? ¿Crees que me dan miedo los militares? —se exaltó Belzebu.

—¡Yo soy militar y tú un pelagatos, chaval! ¡Puedo llegar a presidente y elegir a tu gobernador! —afirmó Vanderley.

—¡Y yo te cago a hostias!

—¡Con el pie me basta para amansarte, madero maricón!

—¡Basta ya! ¡Basta! —cortó el presidente del club—. Estamos aquí para conversar y encontrar una solución al problema. Quiero que esto sea un local respetable y familiar. Tal vez sería mejor que fuéramos al despacho para conversar sin discutir —concluyó.

Charlaron durante una hora. El presidente explicó al detective que la mayoría de los que acudían eran buena gente, trabajadores, y que el baile era su única forma de entretenimiento. El tenía muchas ganas de convertir aquel local en un club familiar; aseguró que tenía buenos directores, gente interesada en el fútbol de Jacarepaguá. Belzebu argumentó, todavía transmitiendo tensión, que no sabía quién era quién allí, y que por eso no podía entrar en el local con miramientos:

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