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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (5 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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—Si me presento aquí como una cría de colegio de monjas, en una de ésas viene cualquier tipo y me la da, ¿entiende? Todo el mundo tiene aquí cara de criminal, casi no hay blancos, en esta zona sólo hay criollos con mala catadura. ¡No se lo voy a poner fácil!

No se resolvía nada. De vez en cuando, Belzebu miraba a su alrededor, intentando mantenerse apoyado en la pared, revólver en mano. Hasta que otro director lanzó el argumento final:

—Usted puede venir aquí a ver si todo está en orden cuando quiera, incluso a la hora del baile. Pero sin pedir documentos ni detener a nadie. Puede andar por el club, oír música, tomarse un refresco, no hay ningún problema. Pero deje que el baile siga. ¿De acuerdo?

—¡En fin, ya veremos! —respondió Belzebu un poco más sosegado.

Al salir, liberó a Lúcia Maracaná.

En el Nuevo Mundo, Inferninho escuchaba a Cleide, quien le decía que Belzebu había derribado la puerta, había disparado a diestro y siniestro y había registrado toda la casa. Mientras escuchaba a Cleide, Inferninho observaba su cuerpo, que el vestido, húmedo por el agua del río, dejaba traslucir. Pensaba en disfrutar de aquellos labios rojos y carnosos, tenía ganas de agarrarla y hacerla gozar allí mismo, entre la luna llena y el bosque. Se la metería despacito, mientras le chupaba aquellos senos abultados, después subiría hacia la boca, deslizando la lengua mansamente por el cuello, y le lamería la espalda, los muslos, el culete, el coñito. Le metería la lengua en la oreja al tiempo que menearía las caderas con sacudidas acompasadas mientras ella le decía: «Canalla, qué gusto, cabrón». Y le daría por detrás, por delante, de lado, ella arriba, ella abajo. No quería en absoluto que Dios lo ayudase. «Seguro que ella gozaría un montón de una sola vez», pensó Inferninho. Pero no, no debía pensar en esas cosas. Cleide era la mujer de su amigo y, a fin de cuentas, ella ni siquiera se le había insinuado. Era un tipo responsable, que estaba pendiente de todo el mundo, y Martelo, un chaval estupendo. Pero si ella bajase la guardia un momento, ay, ¡él no dejaría pasar la oportunidad!

Era domingo de sol y de fiesta en Allá Arriba, tiempo de cometas que dan color al cielo del barrio, tiempo de colocar cristales dentro de las latas de leche y agitarlas hasta que se vuelvan polvo, mezclarlos con cola blanca, obtener el pegamento y embadurnar con él la cuerda de la cometa para así cortar la cuerda de otras. Ya estaba avanzada la mañana cuando Inferninho, Tutuca, Cleide y Martelo se encontraron en el Bonfim. Entre un trago y otro de cerveza, Tutuca cuenta cómo fue el robo:

—Ya os había dicho que hacía tiempo que le había echado el ojo a la casa.

—Es verdad —convino Inferninho.

—Entonces… —Bebió un trago largo y se pasó la lengua por los labios—. Primero pasé en bicicleta, vi que la casa estaba vacía. No había nadie en la calle y era temprano para que llegasen los currantes. Así que paré allí…

—¿Ibas armado? —preguntó Inferninho.

—No, no llevaba revólver. Entonces me puse a gritar: «¡Light!»
[7]
. Nadie apareció, así que rodeé la casa, forcé la ventana de la cocina y entré. Ésa sí que era una mansión, tío, había mogollón de cosas… Si hubiese estado con alguien más, le habríamos sacado partido a la cosa. Luego salí rapidito, cogí la bici y pedaleé con ganas hasta que salí de la Estrada de Jacarepaguá. ¿Y aquel follón en el baile?

—¡Joder! Si no hubiese sido por Passistinha, estaríamos en el talego recibiendo una paliza de la pasma… ¡Además iban de paisano, tío, ésos dan a lo bestia! —dijo Inferninho antes de contar lo que había sucedido en el baile.

Cuando dijo que había pasado la noche en el bosque con Cleide, le tembló la voz por haber pensado en aquellas tonterías, pero Martelo no reparó en nada. Cleide protestó por lo mal que lo había pasado, toda mojada, con aquellos mosquitos encima. Añadió que salieron de allí cuando estuvieron seguros de que la policía había dejado de buscarle.

Decidieron ir al bar de
Batman
a beber cerveza. Tutuca pagaría todo, tenía dinero suficiente para afrontar el gasto. Martelo no estuvo de acuerdo en ir a beber a Allá Enfrente, porque la policía ya conocía a Cleide y el robo era muy reciente aún:

—¡Veinticuatro horas aún es flagrante! —les alertó.

Decidieron quedarse en el Bonfim, en medio de todo el mundo. Para Tutuca, aquél era un día de fiesta. Lo de después había quedado en un susto. Lo único que le preocupaba era que la policía ya sabía dónde vivían Cleide y Martelo. «Pero ¿cómo lo supieron los polis? ¿Quién se chivó? Martelo tiene que dejar cuanto antes esa casa; la solución está en buscar otra en Allá Abajo, y rapidito», pensó Tutuca. Miró a su amigo, notó su preocupación y decidió no comentar el asunto. Los compañeros se divertían oyendo a Martinho da Vila, y comían mollejitas de gallina y bebían cerveza.

Allí donde el mercadillo comenzaba, Lúcia Maracaná y Vanderléia se paraban en los puestos más llenos. Vanderléia abría el bolso y echaba dentro los alimentos sin que los vendedores la viesen. Se dedicaba a eso los domingos y los miércoles. Lúcia no hacía como su madre, que iba cuando se acababa el mercadillo a recoger verduras y hortalizas del suelo, o les imploraba a los tenderos un poquito de esto y un poquito de aquello. Llenaron el bolso y se fueron a beber cerveza al Bonfim.

—Yo sé quién se chivó —dijo Lúcia Maracaná en cuanto se reunió con sus amigos.

—¿Quién ha sido, quién ha sido? —preguntó Martelo.

—Fue aquel borracho que sólo habla con los demás cuando está pasado de cachaza. ¡Vive muy cerca de tu casa, chaval!

—¿Quién, tía? —preguntó de nuevo Martelo.

—Uno que siempre lleva una camiseta roja, se pone gomina en el pelo y sólo toma batido de melocotón. Está siempre por aquí.

—¡Ah, sí, ya sé!… ¡Qué hijo de puta! Lo voy a reventar, ¿entiendes, tío?

—Eso es, reviéntalo. Los chivatos merecen morir. ¡Si me lo encuentro, yo mismo lo acribillaré! —afirmó Tutuca.

Pasaron la mañana en el Bonfim, entre cervezas y cachaza con vermú. Martelo sólo pensaba en mudarse. Esa idea lo obsesionaba. Belzebu y sus compinches habían dejado su casa patas arriba. Destrozaron algunos muebles, derribaron la nevera y revolvieron en los cajones y el armario. Sólo había quedado intacta la imagen de san Jorge.

—¡Oh, mi padre Ogún! —dijo Martelo cuando vio cómo había quedado su casa después de que Belzebu volviera al club con Cleide, para que ésta le señalase a su marido.

Siendo todavía un niño, Martelo se había prometido a sí mismo que no pasaría las necesidades que padecía con sus padres. Era el benjamín de una familia de seis hermanos y sólo él se había arriesgado a buscar otros recursos para mejorar su vida. Había logrado ocultar a su familia sus actos criminales. Alguna que otra vez conseguía trabajo como peón de albañil en las obras de Barra da Tijuca. Tenía callos en las manos, así podía mostrárselos a la policía cuando ésta lo abordaba. Era titular del equipo de fútbol del club, respetaba a todo el mundo y, siempre que podía, evitaba que sus compañeros molestasen a los habitantes del barrio. Conoció a Cleide en la época en que era paracaidista del ejército.

—¡Fue amor a primera vista! —decía Cleide cuando hablaba de su marido con las amigas.

Martelo nunca había matado a nadie, y tampoco se le pasaba por la cabeza esa posibilidad. Mala suerte si lo metían preso, pero sólo le quitaría la vida a alguien en defensa propia, para no morir él, a pesar de que sabía tirar bien. Era valiente en las fugas, bueno en la pelea, discreto, hablaba bien, y sus conocidos decían que no parecía un delincuente.

El lunes ardía entre las callejuelas. Barbantinho y Busca-Pé salieron del colegio más temprano porque faltó un profesor. Se quedaron jugando a la pelota con sus amigos en el Rala Coco. Habían hecho la portería con dos piedras para meter lo que llamaban «gol pequeño». Se quitaron el delantal y jugaron a la pelota hasta las once y media, hora del
Speed Racer
en la televisión.

Tutuca, Cleide y Martelo se marcharon a Cachoeirinha a pasar unos días en casa del compadre de Tutuca. Pensaban quedarse allí hasta que el ambiente se calmase.

Inferninho se despertó tarde, con la idea de asaltar el camión del gas. Se fue a Allá Abajo a proponer su plan a Pará y Pelé. El asalto quedó fijado para el día siguiente, porque ni Cabeça de Nós Todo ni Belzebu estarían de servicio. Saldrían desde el Ocio. Se quedaron juntos hasta el atardecer, compraron marihuana a Madalena, jugaron al billar y bebieron cerveza.

El martes, el sol pegaba fuerte. Inferninho, Pelé y Pará se encontraron a eso de las ocho en el Ocio. Esperaron el camión del gas cuarenta minutos.

—¡Parece que esos hijos de puta lo han adivinado! —se lamentó Inferninho al despedirse de Pará y Pelé para tomar rumbo hacia el bar de
Batman
.

En el
Batman
, Manguinha y Acerola se repartían lo que les quedaba de marihuana. Empezaban a estar sin blanca. Esperaban a que apareciese Laranjinha o Jaquinha para completar el reparto. El lechero golpeaba el metal, los panaderos voceaban: «¡Pan recién hecho, pan recién hecho!…». Las amas de casa regaban las plantas. Acerola había salido temprano de casa; había tomado café con su hermano menor y se había vestido como para ir al colegio, pero allí estaba, haciendo novillos, dispuesto a fumarse un porro y reír a gusto con la mañana.

—¿Qué hay, Inferninho? ¿Cómo va todo?

—No muy bien, ¿sabes, Acerola? No apareció el camión del gas… La cosa está jodida, ¿sabes? En el momento menos pensado, le meto un navajazo al primer julay que se cruce en mi camino, ¿me entiendes?

Manguinha intentó convencer a Inferninho de que fumase con ellos, pero fue en vano. Aunque Inferninho tenía hierba, no quería fumar en ese momento; pensó en regalar un canuto a los porreros pero, como le quedaba poca marihuana, desechó la idea. Buscaría a alguien o alguna tienda y cometería un atraco. Después de despedirse, subió por la calle de la farmacia. Acerola y Manguinha se quedaron allí a la espera de un compañero.

Al cruzar el brazo derecho del río, Inferninho avistó un pequeño tumulto.

—Marica, marica, marica…

—¡Métele un palo de escoba en el culo! —decía un muchacho blanco que no tenía dientes e iba sin camiseta.

Al principio, a Inferninho le pareció gracioso; sin embargo, cuando se percató de quién era el motivo de la chacota, tuvo ganas de ocultar su rostro en un lugar donde no lo viese nadie, hacer oídos sordos y seguir adelante; pero no pudo. Lanzó un tiro al aire en un instante de lucidez, pues de lo contrario habría disparado sobre la gente. Era Ari, y llevaba botas marrones, minifalda de napa negra, blusa de seda amarilla, peluca color fuego, grandes pendientes, anillos de plata, bolso azul en bandolera y un lunar gigantesco dibujado en la mejilla izquierda. Sí, era Ari, la Marilyn Monroe del morro de São Carlos, ese hijo de su madre que quería ser mujer. Parecía una escuela de samba atravesada en la avenida. Los dos se quedaron solos. Hubo incluso quien se atrevió a mirar desde la esquina, y esa vez Inferninho disparó para acertar, lo que no ocurrió.

—¿No te he dicho que no quería verte por aquí?

—Es que papá no para de beber, no come nada, cada dos por tres se pone enfermo. Mamá está nerviosa, sin dinero. Aquella chabola es horrible, cuando llueve se moja todo lo que hay dentro. Sabemos que es mucho mejor vivir aquí que allá. Mamá está cansada del trajín de cargar agua. Nosotros queremos que se venga a vivir aquí. He venido a avisarte y para preguntarte si tienes a alguien para comprarle medicinas para papá, porque yo ya estoy sin blanca. —Se ajustó la peluca y continuó—: Voy a tu casa a limpiarla un poco, porque mamá está pensando en venir esta misma semana.

—Tú no vas a venir, ¿verdad?

—¡No, Dios me libre!

—Deja que yo consiga una mujer para limpiar la casa, ¿vale? No quiero un marica en casa. Si fueses un hombre, aún, pero tú eres un mariconazo, un sinvergüenza, un putón, invertido, un muerdealmohadas…

Ari no se atrevió a replicarle. Se acordó de la vez en que intentó contradecirle y recibió un balazo en el pie. Inferninho le ordenó que sólo apareciese de madrugada para charlar, que entrase sin que nadie lo viese. Dio la espalda a su hermano, quería alejarse lo más rápido posible; caminaba sin rumbo, llegó a la orilla del río y cruzó el puente de la Cedae. Anduvo por el bosque hasta llegar a la orilla de la laguna, donde se quedó sentado el resto de la tarde. Encendió un canuto con los ojos fijos en el agua y el pensamiento en Ari.

Se acordaba de cuando Ari nació; todo el mundo diciendo que era varón… Y el desgraciado va y se hace marica. Recordó que, cuando Ari era pequeño, él lo llevaba a horcajadas sobre los hombros por los caminos del morro cuando iba a buscarlo al colegio o a comprar algo a los tendejones. Intentó que el benjamín jugase a la pelota, volase cometas y subiese a los árboles; pero no hubo manera: Ari, siempre flojo, no se acercaba a las chicas, se magullaba a cada rato y todo le daba miedo. Entonces comenzó a sospechar que su hermano era marica. En cuanto Ari empezó a salir de noche, acabó confirmándolo: varias personas lo vieron vestido de mujer en la Zona do Baixo Meretrício. En una ocasión, los vecinos de la Rua María Lacerda intentaron lincharlo porque lo vieron coqueteando con un marinero en un cafetín. Ahora Ari volvía a estar allí, con aquella cara de pendón. Sería muy jodido si ese mariconazo decidiese vivir en el barrio.

Ya eran las tres de la tarde de aquel martes sin nubes. Pedra da Panela, Pedra da Gávea y la sierra de Grajaú se veían nítidas, pero no más grandes que el dolor de tener un hermano invertido. Dio la última calada al porro y tiró la colilla a la laguna, aquel gigante tumbado que se llevaba su mirada como si él formara parte de su cuerpo, ese cuerpo de agua.

Inferninho volvió al barrio al anochecer. Tenía que enviar dinero a su madre; no podía decir que lo mandaría más tarde, porque no quería que Ari volviese a Ciudad de Dios; además, su padre estaba enfermo. El chico entró en la primera taberna que vio, no podía perder tiempo buscando un buen objetivo para robar.

—¡Todo el mundo quieto! ¡Vamos, a sacar todo si no queréis que me enfade! —ordenó, empuñando el revólver amartillado.

Los tres hombres que bebían cerveza no obedecieron de inmediato. Intentaron conversar con el atracador. Como no le hicieron caso al instante, Inferninho propinó un fuerte sopapo en la cara del que estaba más cerca y ordenó que dejaran lo que llevaban sobre la barra. Una vieja se aferró a un niño pidiendo, por la sangre de Cristo, que no causase ninguna desgracia. Inferninho recogió el dinero de la caja de la taberna y el de los clientes, así como los relojes y la cadena de oro del niño, y se retiró sin prisas. Caminó por la Rúa do Meio con el revólver en la mano derecha, observando cuanto se cruzaba a su paso: personas, tiendas y casas. En el camino, asaltó a la gente que le parecía acomodada y pegó un tiro a un muchacho que hizo ademán de reaccionar.

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