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Authors: Paulo Lins

Tags: #Drama, otros

Ciudad de Dios (9 page)

BOOK: Ciudad de Dios
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Inferninho se apresuró a volver a Ciudad de Dios. Quería ultimar los detalles del asalto al motel: quién iría delante, si atracarían sólo la oficina o si también desplumarían a los huéspedes, si era mejor conseguir un compañero más, cuándo irían a tantear el terreno, hacia dónde escaparían después de la operación…

Acerola y Verdes Olhos organizaron una colecta para que una de las madres de los porreros llevase el dinero al puesto de policía. Cabeça de Nós Todo había dicho que podían entregarle la pasta al sargento. Él soltaría a los drogatas. Ya habían reunido la mitad del dinero entre los amigos; les quedaba ir a la casa de Madalena a pedirle el resto, porque sus colegas le habían comprado a ella la grifa.

—Oye, ¿te acuerdas de aquellos tíos que ayer te compraron maría? Los pillaron. Cabeça de Nós Todo pide dos mil para liberarlos. Ya hemos conseguido mil, ¿comprendes? Si pudieses dejarnos lo que falta como adelanto…

—¿Qué tíos? Ayer vino mucha gente.

—Un blanco, llevaba unas bermudas azules y unas bambas. El otro…

—¡Ah, ya sé! Manguinha, el que vive en la Praga da Loura —recordó Madalena.

—¡Ese mismo!

—No irán a acusarme, ¿verdad?

—Si fuese cuestión de chivarse, ya lo habrían hecho, ¿entiendes? Les dieron leña desde la Praga dos Garimpeiros hasta la comisaría, y les siguieron dando hasta que llegó la madre de Manguinha —concluyó Acerola.

Madalena entregó el resto del dinero a los porreros después de advertirles de que, si estaban mintiendo, corrían el riesgo de amanecer con la boca llena de hormigas, porque a ella la protegían los delincuentes. Acerola y Laranjinha se rieron de buena gana. Jamás harían semejante cosa. Según sus normas, mentir en la zona donde vivían era una falta grave. Motivo de desprestigio y hasta de muerte, según los casos. Sabían que los delincuentes no los perdonarían; incluso Ercílio, hijo de la propia traficante, también andaba con pistola. No era miedo lo que sentían frente a los maleantes, pues si llevasen razón se enfrentarían a cualquiera de los de Ciudad de Dios. Esos muchachos sólo temían que les diesen la vara sin motivo, o perder prestigio, o amanecer enterrados en una zanja. Entregaron el dinero a la madre de Manguinha.

Inferninho se pasó el día entero en casa, al acecho. El ruido de un coche o un movimiento diferente del habitual lo llevaban a observar la calle por la rendija de la ventana con el arma amartillada. Pelé y Pará fueron al Otro Lado del Río a volar cometas con los chiquillos. Se quedaron por allí hasta el anochecer. Berenice salió temprano a conseguir dinero. Fue a robar a las señoras de los mercados ambulantes de la Zona Sur. Salió decidida a aceptar la propuesta de Inferninho. Quería tener hijos, formar una familia, ordenar su casa y tener un hombre a su lado. Sintió que él hablaba en serio, que quería realmente vivir con ella. Lo buscaría en cuanto regresase. Llegó a Leblon a eso de las ocho, y rezaba para que todo saliese bien; caminó por las calles llenas de animación sin fijarse en los que pasaban a su lado. Iba mucho más despacio que el viento cuando sintió el peso de una mano en su espalda.

—¿Qué hay? —dijo Berenice al volverse.

—¿Estás bien? —preguntó el amigo.

Berenice no perdió mucho tiempo con el taxista, un antiguo vecino en la favela del Esqueleto. Le explicó lo que iba a hacer. Él se ofreció para ayudarla en la escapada hasta Gávea.

Entró en el mercado con una navaja de afeitar escondida en la mano. Elegía los puestos más llenos para cortar los bolsos de las señoras y quitarles la cartera. Tuvo éxito en los tres hurtos. La primera víctima del robo sólo se dio cuenta de lo ocurrido cuando Berenice entraba en el taxi de su amigo para ir a almorzar a un barucho de Gávea.

—¡Todo el mundo quieto o disparo! —ordenó Inferninho a los dos ocupantes de un Opala aparcado en la plaza de Tacuara.

—¡Vayan saliendo despacio y con las manos en alto! —dijo Carlinho Pretinho, apuntando con la pistola a la pareja, que obedeció sin vacilar.

El viernes, Inho, Inferninho, Pelé y Pará habían ido a tantear el motel. Era un edificio de tres plantas, dos portones, garaje, parpadeantes luces de colores por todas partes, enanos de cerámica en la fuente del jardín y, en el ala derecha, la recepción, donde trabajaban la telefonista, el gerente, el recepcionista y dos guardias de seguridad. Fue lo único que alcanzaron a observar. Pero sabían que también habría cocineros, camareros, criadas, encargados de la limpieza y de la caja. Resolvieron que sería mejor llevar a un hombre más para el operativo.

Entrarían todos juntos en la recepción, inmovilizarían a los tipos sin mayor esfuerzo y después los encerrarían en un cuarto de baño o en una sala cualquiera. Recorrerían el edificio para reducir a los otros empleados y, finalmente, registrarían las habitaciones, suites y apartamentos. Si se presentaba la pasma, saldrían por detrás, donde se extendía un vasto matorral que limitaba con Ciudad de Dios. Tiros sólo para defenderse. Si todo salía bien, irían a Salgueiro, donde se quedarían veinticuatro horas para no dar la nota.

Se dieron varios apretones de manos, brindaron con varias rondas de cerveza y cachaza con vermú, compartieron un porro y esnifaron con un solo canutillo; en suma, celebraron la posibilidad de conseguir mucho dinero.

A Inho no le dejaron ir hasta el último momento: insistió tanto que sus amigos consintieron en que el chaval participase en una operación propia de hombres. Aun sabiendo que recibiría lo mismo que los demás sólo por haber contribuido al asalto, lo que de verdad le hacía feliz era poder acompañar a sus amigos. Carlinho Pretinho, por su parte, les agradeció que le invitaran al atraco.

—En momentos así, uno descubre quiénes son sus amigos. Hay algunos que, cuando intuyen que será un buen golpe, se la juegan solos… Pensaba echar un polvo con mi chica, pero iré con vosotros para que veáis que soy serio.

Inferninho se puso al volante del Opala. Advirtió a la pareja que, si los denunciaban, irían hasta el infierno a buscarlos. Añadió que dejarían el coche en Grajaú dentro de tres días. Pretendía así que la pareja, si acudía a la policía, dijera que los ladrones se habían ido a Grajaú. Cuando enfilaron la autovía Bandeirantes, Inferninho advirtió al grupo de que no matasen a nadie. Si alguien hacía amago de resistirse, bastaba con darle un culatazo en el tabique de la nariz para que el julay se durmiese en el acto.

Una noche de luna llena atravesaba el alba en la Bandeirantes; los demás iban agachados en el coche. Inferninho miraba todos los retrovisores del mundo. El elocuente silencio que se extendía más allá del ronquido del motor del coche lo impulsó a pedir a Carlinho Pretinho que comprobase las pipas, no le gustaba el silencio a esas horas. Se dirigió a Inho para insistirle en que su función consistía en quedarse fuera para controlar todos los movimientos; en caso de peligro, bastaba con que entrara en el motel, disparara al primer cristal que viese y saliera pitando.

Entraron por el portón de salida. En la recepción, solamente la telefonista dejaba que su cabeza fuese y viniese, balanceándose, por efecto de la somnolencia. La inmovilizaron sin mucho esfuerzo.

—¿Cuánta gente trabaja en esta mierda, hija de puta? —preguntó Inferninho a la telefonista, con el brazo izquierdo alrededor de su cuello y la mano apretando el revólver contra su cabeza.

—Doce —respondió con voz apagada.

—¿Cuántos tienen revólver?

—Los dos guardias de seguridad y el gerente.

—¿Hay más personal arriba?

—Tres criadas.

—¿En la cocina?

—Allí trabajan cuatro personas… Joven, por favor, no le quite la vida a nadie —suplicó la telefonista.

—¿Dónde están los guardias?

—Todo el mundo está en la cocina. Es la hora de la merienda.

—¡Si estás mintiendo, te volaré la cabeza de un tiro! Esas dos puertas, ¿qué son?

—El despacho y el aseo.

—Anda, enciérrala en el aseo —dijo Inferninho.

Después irrumpieron juntos en la cocina:

—¡Esto es un atraco!

Inferninho los tranquilizó advirtiendo que, si todos se portaban bien, no harían daño a nadie. Carlinho Pretinho quitó los revólveres a los guardias de seguridad y al gerente. El, Pelé y Pará amarraron a todos los empleados con hilo de nailon. Entre bofetadas y puntapiés lograron que se desmayasen y los metieron a todos en el cuarto de baño, donde no había ventanas. «Nunca nos lo habían puesto tan fácil», pensó Inferninho, pues hasta ese momento le había preocupado el tiempo que les llevaría dominarlos en caso de que estuviesen dispersos. Habían despejado la mitad del terreno de un plumazo.

Inferninho y Pretinho subieron a la segunda planta. Pelé y Pará se ocuparon de recoger en el despacho la recaudación del día y los objetos de valor, además de descolgar el teléfono, como había aconsejado Inferninho.

Fuera, a los ojos de Inho, la noche estaba inmóvil. Se sentía tranquilo, y además no solía dejarse vencer por los nervios. Incluso deseaba que se oyese un tiro en el interior del motel para aparecer como as de triunfo en la trama de aquel juego. Le gustaba atracar, alguna puñalada que la vida le había dado en su alma le había llenado de sed de venganza, quería matar sin demora a unos cuantos para hacerse famoso, para que lo respetasen como a Grande en la Macedo Sobrinho. Acariciaba el revólver como los labios acarician los términos de la más rigurosa premisa, aquélla capaz de reducir el silogismo a un enmudecimiento de los interlocutores. Era huraño, tenía un sexto sentido; disparaba con las dos manos. Cuando peleaba cuerpo a cuerpo, no tenía igual. Le gustaba aliviar penas ajenas mediante la risa, ya que su mente estaba libre de agobios. Era la desesperación de las tormentas condensadas en los iris de cada víctima, el dolor de la bala, el preludio de la muerte, el frío en la espalda, el hacedor del último suspiro, allí, en su humilde puesto de vigía, sintiéndose como un perro guardián.

Inferninho abrió la puerta de la 201 disfrazado de camarero. Había ordenado al gerente que le entregara los duplicados de las llaves, como planeara la noche anterior antes de dormirse. Decidía con rapidez y actuaba con calma, movido por el deseo de conseguir mucho dinero. Empezaba la buena racha. La pareja no advirtió que entraban los asaltantes. Inferninho propinó un culatazo al hombre y Carlinho Pretinho le tapó la boca a la mujer.

—No queremos hacer daño a nadie, pero si te haces la graciosa te enviamos al otro barrio, ¿te enteras? —dijo Pretinho con un temblor, debido no sólo a los nervios inevitables en un asalto, sino también a que era muy difícil contenerse frente a una mujer desnuda.

Amarraron a la pareja con sábanas y los metieron en el cuarto de baño; después los desvalijaron. Consiguieron doscientos cruzeiros, dos relojes y una cadena de oro, y hasta volvieron al cuarto de baño a por los pendientes de la mujer.

Entraron en la 202. La pareja estaba durmiendo. Una morena acostada con las piernas abiertas llenó los ojos de Carlinho Pretinho, que nunca había follado con una mujer tan apetecible. Inferninho no se permitía tales dispersiones. Quería ir lo más rápido posible. En el ángulo derecho de la cama vio una botella de güisqui medio vacía.

—¡Van a tardar en despertarse! —exclamó.

Ordenó a Pretinho que cerrase la puerta y empezara a moverse. De la billetera sacó doscientos dólares y algunos cruzeiros. Del bolso, sólo un talonario de cheques y cuarenta cruzeiros. Con toda facilidad sacó el anillo de oro del dedo de aquella mujer que no tenía ninguna marca en el cuerpo. Un tatuaje en el seno derecho realzaba su belleza. Carlinho Pretinho se mordió el labio inferior y suavemente dejó que una de sus manos se deslizase por la pierna. La mujer se mantuvo inmóvil. Inferninho lo regañó por señas. En el pasillo se encontraron con Pelé y Pará.

—¿Todo bien?

—Estupendo —respondieron Pelé y Pará.

—Ahora tenéis que hacer lo siguiente: dejadme lo que habéis trincado abajo, coged las llaves y subid al tercero a ver si queda algún empleado… Aquella hijaputa puede estar tramando algo contra nosotros… Después podéis ir a limpiar las habitaciones. ¡Disparad sólo para defenderos! —ordenó Inferninho con los ojos fijos en la puerta de la 203.

Entraron. La pareja oyó que la llave giraba en la puerta.

—Les traigo una bebida: invitación de la casa.

—¡Tendría que llamar antes! ¡No puede entrar así, sin avisar!

Inferninho, sin articular palabra, se colocó frente al hombre, quitó la toalla que cubría el revólver colocado sobre la bandeja y dijo en voz baja:

—¡Es un atraco, compadre!

La mujer lanzó un grito. Carlinho Pretinho le golpeó la nariz con la culata del revólver. El hombre intentó reaccionar, pero Inferninho le puso la zancadilla y con gestos rápidos le metió el cañón del revólver en la boca.

—¿Quieres morir, hijo de puta?

Luego le sacó el cañón de la boca y le dio dos culatazos para dejarlo sin sentido. Además de dinero y joyas, consiguieron un revólver calibre 32. Todo iba a las mil maravillas. Tenía que conservar la calma, ser más rápido y, para mantener la buena racha, pillar por sorpresa a las víctimas, incluso a las que estuviesen despiertas.

Pelé y Pará no encontraron a ningún empleado en la tercera planta. Nerviosos, miraban a todos lados con miedo a ser sorprendidos. Se paraban frente a una habitación, pero después juzgaban mejor irrumpir en otra. La indecisión consumía los segundos. Decidieron seguir el orden numérico. No sabían leer, pero contar sí, eso estaba chupado. Entraron en la 301. Pelé y Pará apuntaron a las narices y dieron varios culatazos. Mancharon de sangre la sábana sucia de esperma. Dos muertes desparramadas por la habitación.

Amarraron los cadáveres y los metieron en el cuarto de baño. Sacaron de la billetera del hombre el dinero destinado a pagar el taxi; en el bolso de la mujer no encontraron nada. Consideraron que era una buena pasta. Se olvidaron de quitarles las alianzas, el par de pendientes que llevaba ella y la cadena de oro del cuello del hombre. Cuando iban a entrar en la segunda habitación, recordaron que se habían dejado la puerta abierta y volvieron para cerrarla. No podían permitirse ningún descuido. Se metieron en la 302. Esta vez encontraron a la pareja durmiendo. Para mayor tranquilidad, decidieron romperles la nariz, pero no los mataron. Ataron a la pareja y, cuando se disponían a dejarlos limpios, oyeron un tiro y un cristal que se rompía. Saltaron por la ventana al mismo tiempo que Inferninho y Carlinho Pretinho. Y se alejaron juntos a mata caballo.

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