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Authors: Lucía Etxebarría

Tags: #Novela

Beatriz y los cuerpos celestes

BOOK: Beatriz y los cuerpos celestes
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Tres mujeres: Cat, lesbiana convencida; Mónica devorahombres compulsiva Y Beatriz, que considera que el amor no tiene género. Tres momentos de la vida de una mujer y dos ciudades, Edimburgo y Madrid, para una novela únicasobre el amor a los amigos, a la familia y a los amantes.

Lucía Etxebarria

Beatriz y los cuerpos celestes

ePUB v1.0

Mística
14.10.11

No me pidas que te deje ni que te dé la espalda
Iré donde tú vayas, me quedaré donde estés
Tu gente será la mía, tu Dios mi Dios
Y nada excepto la muerte podrá separarnos
Ruth a Naomí.
Ruth, 1; 16-17

¿Por qué fijaste tus ojos en mí, una extranjera?
Ruth, 2; 10

He aceptado la pureza como la peor de las perversiones
Marguerite Yourcenar

Una mujer no sabe que va a ser la protagonista de una historia de terror hasta que lo es.
Naomí Wolf

1. ÓRBITA CEMENTERIO

Yet come to me in my dreams that I may live
My very life again though cold and death;
Come back to me in my dreams, that I may give
Pulse for pulse, breath for breath: Speak low, lean low
As long ago, my love, how long ago.

CHRISTINA GEORGINA ROSETTI.
Echo.

—No entiendo por qué lees esa basura —le dije yo, enfurruñada, no porque censurase realmente sus gustos en materia de lectura sino porque quería llamar su atención. Era una de esas tantas tardes sucesivas que yo pasaba en su casa, tantas que Mónica ya no se sentía obligada a hacerme caso. Su cuarto era el mío, yo lo sabía, y podía hacer allí lo que me apeteciera. Eso sí, Mónica no pensaba darme conversación.

Alzó la vista, se colocó las gafas sobre el puente de la nariz, como si fuera una maestra, y me dirigió una mirada de divertida superioridad.

—No me seas fascista cultural, anda. ¿Qué pretendes? ¿Que me pase el día entero leyendo a Dostoievski o algo así? Anda, olvídame un ratito, por favor —dijo mi luminaria, aquella brillante morena cuya inteligencia alcanzaba proporciones cósmicas, y volvió a sepultar la cabeza en el libro.

Yo estaba acurrucada en una esquina de su cama, la cabeza apoyada sobre las rodillas, ocupada en no hacer nada, demasiado embebida en mi propio aburrimiento como para querer iniciar alguna actividad para combatirlo. La música de fondo, creo recordar, podría ser The Cure o cualquier cosa parecida. Algo muy siniestro, seguro, una canción atormentada en blanco y negro, interpretada por algún jovencito vestido de luto de la cabeza a los pies, el tipo de disco que a Mónica le gustaba escuchar en aquellas tardes inacabables.

Si pienso en Mónica y en su cuerpo celeste imagino enormes telescopios capaces de acercarnos a estrellas lejanísimas, galaxias que se expanden hasta el infinito, materia brillante, fuentes de luz y radiación, supernovas fulgurantes y asteroides en perpetua ignición que albergan en su interior inmensos hornos nucleares.

Hay materia que brilla en el universo, sí, esas estrellas que dan luz y calor, las gigantes rojas y las enanas amarillas; pero también hay materia oscura, agujeros negros, planetas enfriados, estrellas errantes, enanas marrones, lunas desiertas y órbitas cementerio.

Cuando estaba en su habitación, Mónica mantenía las cortinas echadas y las sombras proyectadas por los muebles oscilaban a la temblorosa luz de la lamparita de la mesilla de noche, como si improvisasen extrañas danzas al ritmo de aquella música gótica. El territorio de Mónica, huido del tiempo y del espacio merced a un muy particular túnel de relatividad que ella se había construido a fuerza de voluntad, se mantenía al margen de la rutina que presidía el resto de la casa. Hasta allí no llegaban la cantinela de quejas de su madre, ni el eterno tararear de la asistenta, ni las pueriles discusiones de sus hermanos.

—«A 36.000 kilómetros de la tierra —leyó ella— se halla una órbita geoestacionaria, fija a la atmósfera porque se mueve a la misma velocidad de la Tierra: la Órbita Cementerio, como se denomina a aquella a la que se envían los satélites cuando pierden su vida útil. Todos los satélites disponen de una energía de reserva, de forma que, si se presenta algún problema, este último remanente de combustible se aprovechará para enviarlos a esa órbita, donde quedarán fijos en el espacio sin necesidad de ningún motor que los mantenga en su sitio.» O sea, para entendernos, que los pobres satélites son como elefantes que van a morir a su necrópolis común. No deja de tener su lado poético, si lo piensas. Imagínate, Bea: unos cachivaches enormes cuya labor principal era la comunicación, mudos, aislados para siempre, rodeados de un ejército de cachivaches similares que tampoco podrán comunicarse nunca más. Alucinante, ¿no?

Piensa en eso ahora, Bea, tantos años después. Hace cuatro años que no ves a Mónica. Piensa en la soledad de los satélites, la soledad orbital. Abandonados por aquellos a los que una vez sirvieron. Olvidados y fríos. Rodeados del vacío más yermo y absoluto, en el silencio helado del universo helado, cubiertos de una capa de escarcha que no brilla, que no tiene siquiera ya luz que reflejar. Inmóviles y dignos en su glacial retiro, satélites difuntos, cadáveres exánimes de gélida chatarra, antiguallas que fueron monstruos de acero y hierro, que una vez transmitieron fechas, datos y cifras a los que concedían importancia crucial. Fechas datos y cifras que ahora nadie recuerda. Ni la fuerza del hierro escapa al desamparo. Ahora, incomunicados, herrumbrosos titanes que han perdido su fuerza, condenados a un mutismo eterno y oxidado, jalonan de morralla un sector desolado. Los cables y las tuercas se acabarán desintegrando, aunque quizá falten siglos para que ocurra eso. En cualquier caso, piensa, qué poco importa el tiempo en un paisaje ciego, donde cada minuto es exacto al siguiente, donde a cada segundo sucede otro segundo. Idéntico, inmutable, un segundo apagado para un tiempo marchito. Órbita cementerio. Soledad orbital.

A veces pienso, Mónica, donde quiera que estés, que a mí me ha pasado lo mismo. Que fui enviada al mundo con una misión: comunicarme con otros seres, intercambiar datos, transmitir. Y sin embargo, me he quedado sola, rodeada de otros seres que navegan desorientados a mi alrededor en esta atmósfera enrarecida por la indiferencia, la insensibilidad o la mera ineptitud, donde una nunca espera que la escuchen, y menos aún que la comprendan. A nuestro alrededor giran universos enteros, estrellas, soles, lunas, galaxias, aerolitos, grandes constelaciones, nubes de gas y polvo, sistemas planetarios, materia interestelar. Hasta basura espacial. Pero sobre todo, un silencio insondable que todo lo absorbe. Un vacío enorme y negro, una quietud indescifrable.Y aunque sé que no debería ser así, el caso es que me siento a millones de años luz de cualquier señal de vida, si la hay, que se desarrolle a mi alrededor. Siento que navego en la órbita cementerio.

2. LA CIUDAD EN RUINAS

El amor pertenece a sí mismo, sordo a las súplicas, inmutable ante la violencia. El amor no es cosa que se pueda negociar. El amor es lo único más fuerte que el deseo, la única razón justa para resistir a la tentación.

JEANETTE WINTERSON.
Escrito en el cuerpo

No intentes enterrar el dolor: se extenderá a través de la tierra, bajo tus pies; se filtrará en el agua que hayas de beber y te envenenará la sangre. Las heridas se cierran, pero siempre quedan cicatrices más o menos visibles que volverán a molestar cuando cambie el tiempo, recordándote en la piel su existencia, y con ella el golpe que las originó. Y el recuerdo del golpe afectará a decisiones futuras, creará miedos inútiles y tristezas arrastradas, y tú crecerás como una criatura apagada y cobarde. ¿Para qué intentar huir y dejar atrás la ciudad donde caíste? ¿Por la vana esperanza de que en otro lugar, en un clima más benigno, ya no te dolerán las cicatrices y beberás un agua más limpia? A tu alrededor se alzarán las mismas ruinas de tu vida, porque allá dónde vayas llevarás a la ciudad contigo. No hay tierra nueva ni mar nuevo, la vida que has malogrado malograda queda en cualquier parte del mundo. Tengo veintidós años, y hablo por boca de otros.

Estas mismas palabras que repito las he leído en libros. Algunos se escribieron hace mil años, otros se publicaron hace dos. Porque al fin y al cabo todo lo que se escribe acaba por ser una nota a pie de página de algo escrito antes. Existe un solo tema, la vida, y la vida es siempre la misma: una misma radiación impregna al universo entero y no está asociada a ningún objeto en particular. Todos nuestros actos, todos nuestros amores, son repeticiones de otros ya acaecidos y por eso siempre encontraremos en un libro la respuesta a alguna de nuestras preguntas. El problema radica en que no entenderemos nada de lo escrito en tanto no lo hayamos vivido de un modo u otro y me parece que yo ahora y sólo ahora empiezo a comprender frases leídas hace tiempo. Ahora comprendo que la ciudad me sigue, que camino siempre por las mismas calles, y que hace falta desenterrar la angustia para que no se pudra bajo mis pies. Por esta razón dejo una ciudad y regreso a otra, porque sé que en el fondo habito siempre la misma. Creí dejar atrás el sufrimiento y he comprendido que lo llevo conmigo, y ahora vuelvo a la misma ciudad que odiaba tanto.

Tengo veintidós años. Abandoné Madrid a los dieciocho por iniciativa de mi padre. Puesto que yo no tenía muy claro lo que quería hacer con mi vida, y teniendo en cuenta que las tensiones entre mi madre y yo comenzaban a hacerse insoportables, ¿no me vendría bien marcharme a estudiar inglés un año? Por una vez, una sola, me mostré de acuerdo con sus opiniones, porque yo también quería marcharme, quería dejar mi casa y perder por fin de vista a mi padre y a mi madre. Lo había estado deseando durante años y no iba a rechazar aquella oportunidad ahora que me la servían en bandeja.

Existían otras razones que mi padre ni siquiera sospechaba y que me impulsaban a poner tierra de por medio. Sentía a la ciudad como una jaula, malogrados los años que la habité. Había muchas cosas que mi padre no sabía sobre la vida que había llevado allí.

Aquella conversación precipitó la frenética búsqueda de un lugar en el que aparcarme. Nos servía cualquier universidad extranjera en la que me aceptaran, y la elegida resultó ser la de Edimburgo como podía haber sido cualquier otra. Después de muchas conferencias telefónicas internacionales y muchas peregrinaciones de embajada en embajada solicitando información, nos enteramos de que era la única cuya residencia de estudiantes todavía disponía de plazas libres a aquellas alturas de año. Previamente habíamos intentado encontrar un hueco para mí en muchos otros sitios, pero en todos nos dijeron que llamábamos demasiado tarde.

De modo que acabé en Edimburgo por casualidad. En la vida se me había pasado por la cabeza la idea de acabar estudiando en Escocia. Y así me van las cosas... A veces pienso que siempre he tomado las decisiones más importantes sin enterarme.

Llegué a Edimburgo pensando que, con mi mayoría de edad, la vida se aceleraría, que sería cada vez más rica e intensa. No sospechaba que estaba a un paso de llegar a punto muerto.

A la semana de aterrizar allí se me derrumbó sobre la cabeza la inmensidad de lo que había perdido, y creo que lloré tanto como las nubes de la ciudad que me acogió. Una ciudad armoniosa, de trazado medieval, de piedras mudas y tejados góticos, vigas de madera, puntales en los tejados y farolas en las calles de moderada agitación. Una ciudad que se ha extendido alrededor de su núcleo, mientras la parte antigua ha ido incorporando la nueva, asimilándola a la ya existente con una calma profunda.

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