Ciudad de los ángeles caídos (41 page)

BOOK: Ciudad de los ángeles caídos
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Apenas miró a la mujer que tenía a su lado, una mujer de pelo negro y rostro fino y cruel. La mirada de Clary se trasladó de inmediato al ataúd transparente situado sobre un pedestal de piedra. Era como si brillara desde dentro, como si estuviera iluminado por una luz interior lechosa. El agua en la que flotaba Jonathan no era seguramente agua, sino un líquido mucho menos natural. La Clary normal, pensó sin pasión, habría gritado al ver a su hermano, flotando inmóvil e inerte en lo que parecía el ataúd de cristal de Blancanieves. Pero la Clary paralizada y helada se limitó a quedarse mirándolo en un estado de sorpresa remoto y ausente.

«Labios rojos como la sangre; piel blanca como la nieve, cabello negro como el ébano.» Había algo de cierto en todo ello. Cuando conoció a Sebastian, tenía el pelo negro, pero ahora era blanco plateado y flotaba alrededor de su cabeza como una alga albina. El mismo color que el pelo de su padre. Del padre de los dos. Su piel era tan clara que parecía hecha de cristales luminosos. Pero sus labios carecían de color, igual que los párpados.

—Gracias, Jace —dijo la mujer a la que Jace había llamado Lilith—. Bien hecho, y muy rápido. Creí que iba a tener dificultades contigo al principio, pero por lo que veo me preocupé innecesariamente.

Clary se quedó mirándola. Aunque la mujer era una perfecta desconocida, su voz le sonaba de algo. Había oído aquella voz en alguna ocasión. Pero ¿dónde? Intentó separarse de Jace, pero él respondió agarrándola con más fuerza. El filo del cuchillo le besó la garganta. Casualidad, se dijo. Jace —incluso aquel Jace— nunca le haría daño.

—Tú —le dijo a Lilith siseando entre dientes—. ¿Qué le has hecho a Jace?

—Ha hablado la hija de Valentine. —La mujer de pelo oscuro sonrió—. ¿Simon? ¿Te gustaría explicárselo?

Daba la impresión de que Simon iba a vomitar de un momento a otro.

—No tengo ni idea. —Era como si estuviera ahogándose—. Creedme, vosotros dos sois lo último que esperaba ver aquí.

—Los Hermanos Silenciosos dijeron que el responsable de lo que estaba pasándole a Jace era un demonio —dijo Clary, y vio a Simon más perplejo que nunca. La mujer, sin embargo, se limitó a mirarla con unos ojos que parecían planos círculos de obsidiana—. Ese demonio eras tú, ¿verdad? Pero ¿por qué Jace? ¿Qué quieres de nosotros?

—¿«Nosotros»? —repitió Lilith con una risotada—. Como si tú tuvieras alguna importancia en todo esto, mi niña. ¿Por qué tú? Porque tú eres un medio para conseguir un fin. Porque necesitaba a estos dos chicos, y porque ambos te quieren. Porque Jace Herondale es la persona en quien más confías en este mundo. Y porque tú eres alguien a quien el vampiro diurno ama lo suficiente como para dar su vida a cambio. Tal vez a ti no pueda hacerte daño nadie —dijo, volviéndose hacia Simon—. Pero a ella sí. ¿Tan terco eres que te quedarás aquí sentado viendo cómo Jace le corta el cuello si no donas tu sangre?

Simon, que parecía un muerto, negó lentamente con la cabeza, pero antes de que le diera tiempo a replicar, habló Clary.

—¡No, Simon! No lo hagas, sea lo que sea esto. Jace no me hará daño.

Los ojos insondables de la mujer se volvieron hacia Jace. Sonrió.

—Córtale el cuello —dijo—. Sólo un poco.

Clary notó la tensión en los hombros de Jace, igual que se tensaban en el parque cuando le daba clases de combate. Sintió algo en el cuello, como un beso punzante, frío y caliente a la vez, y sintió acto seguido un hilillo cálido de líquido deslizándose hacia su clavícula. Simon abrió los ojos como platos.

La había cortado. Lo había hecho. Pensó en Jace, agazapado en cuclillas en el suelo de su habitación del Instituto, con el dolor reflejado en todos los poros de su cuerpo. «Sueño que entras en mi habitación. Y entonces te ataco. Te corto, o te ahogo o te clavo el cuchillo, y mueres, mirándome con tus preciosos ojos verdes mientras te desangras entre mis manos.»

No le había creído. En realidad no. Era Jace. Nunca le haría daño. Bajó la vista y vio la sangre impregnando el escote del vestido. Estaba manchado de rojo.

—Ya lo has visto —dijo la mujer—. Hace lo que yo le digo. No lo culpes por ello. Está por completo bajo mi poder. Llevo semanas metiéndome en su cabeza, observando sus sueños, conociendo sus miedos y sus ansias, sus sentimientos de culpa y sus deseos. Lo marqué en el transcurso de un sueño, y esa Marca le quema desde entonces... le quema su piel, le quema su alma. Ahora su alma está en mis manos, para moldearla o dirigirla según yo considere conveniente. Hará todo lo que yo le diga.

Clary recordó lo que habían dicho los Hermanos Silenciosos: «Siempre que nace un cazador de sombras, se lleva a cabo un ritual. Tanto los Hermanos Silenciosos como las Hermanas de Hierro realizan diversos hechizos de protección. Cuando Jace murió y fue resucitado, nació una segunda vez, pero sin protección ni rituales. Eso lo dejó abierto como una puerta sin llave: abierto a cualquier tipo de influencia demoníaca o malevolencia.»

«He sido yo la causante de esto —pensó Clary—. Fui yo quien lo devolvió a la vida y la que quise mantenerlo en secreto. Si le hubiésemos contado a alguien lo sucedido, tal vez se hubiera podido realizar el ritual a tiempo para que Lilith no lograra penetrar en su cabeza.» Se sentía enferma de odio hacia sí misma. A sus espaldas, Jace permanecía en silencio, quieto como una estatua, abrazándola y sujetando todavía el cuchillo junto a su cuello. Lo sintió pegado a su piel cuando respiró hondo para hablar, esforzándose en mantener la voz inalterable.

—Entiendo que controlas a Jace —dijo—. Pero no entiendo por qué. Estoy segura de que existen modos más fáciles de amenazarme.

Lilith suspiró como si el asunto estuviera empezando a resultarle tedioso.

—Te necesito —dijo, con un ademán exagerado de impaciencia— para conseguir que Simon haga lo que yo quiero que haga, que es darme su sangre. Y necesito a Jace no sólo porque necesitaba una manera de traerte hasta aquí, sino también como contrapeso. En la magia, todo debe mantener su equilibrio, Clarissa. —Señaló el burdo círculo pintado en negro sobre las baldosas, y después a Jace—. Él fue el primero. El primero en regresar, la primera alma recuperada para este mundo en nombre de la Luz. Por lo tanto, tiene que estar presente para que resucite con éxito al segundo, en nombre de la Oscuridad. ¿Lo entiendes ahora, niña tonta? Era necesario que estuvierais presentes todos. Jace para vivir. Jonathan para regresar. Y tú, hija de Valentine, para ser el catalizador de todo ello.

El volumen de la voz de la mujer demonio había descendido hasta convertirse en un cántico. Sorprendida, Clary recordó entonces dónde la había escuchado. Vio a su padre, en el interior de un pentagrama, una mujer de pelo negro con tentáculos en vez de ojos arrodillada a sus pies. La mujer decía: «El niño nacido con esta sangre excederá en poder a los demonios mayores de los abismos entre los mundos. Pero consumirá su humanidad, igual que el veneno consume la vida de la sangre».

—Lo sé —dijo Clary, con la boca entumecida—. Sé quién eres. Vi cómo te cortabas la muñeca y derramabas tu sangre en una copa para mi padre. El ángel Ithuriel me lo mostró en una visión.

La mirada de Simon corría de un lado a otro, entre Clary y la mujer, cuyos negros ojos dejaban entrever cierta sorpresa. Clary se imaginó que no era de las que se sorprendían fácilmente.

—Vi a mi padre convocarte. Sé cómo te llamó. «Mi señora de Edom.» Eres un demonio mayor. Tú le diste tu sangre para convertir a mi hermano en lo que es. Lo convertiste en una... en una cosa horrible. De no haber sido por ti...

—Sí. Todo eso es verdad. Le di mi sangre a Valentine Morgenstern, y él la inoculó a su bebé. Y éste es el resultado. —La mujer posó con delicadeza la mano, casi como una caricia, sobre la superficie acristalada del ataúd de Jonathan. En su rostro apareció una extraña sonrisa—. Podría casi decirse que, en cierto sentido, soy la madre de Jonathan.

—Ya te dije que esta dirección no significaba nada —dijo Alec.

Isabelle lo ignoró. En el instante en que habían cruzado las puertas del edificio, el colgante del rubí había palpitado, débilmente, igual que el latido de un corazón remoto. Aquello significaba presencia demoníaca. En otras circunstancias, habría esperado que su hermano intuyera la rareza del lugar igual que ella, pero Alec estaba demasiado hundido en su melancolía por Magnus como para poder concentrarse.

—Saca tu luz mágica —le dijo—. Me he dejado la mía en casa.

Le lanzó una mirada airada. En el vestíbulo estaba oscuro, lo bastante oscuro como para que un ser humano normal y corriente no viera nada. Tanto Maia como Jordan poseían la excelente visión nocturna de los seres lobo. Se encontraban en extremos opuestos de la estancia; Jordan, examinando el gigantesco mostrador de mármol y Maia, apoyada en la pared de enfrente, mirándose los anillos.

—Se supone que tienes que llevarla contigo a dondequiera que vayas —replicó Alec.

—¿Oh? ¿Y has traído tú tu sensor? —le espetó ella—. Me parece que no. Como mínimo, yo tengo esto. —Dio unos golpecitos a su colgante—. Y te digo que aquí hay algo. Algo demoníaco.

Jordan volvió de repente la cabeza.

—¿Dices que hay demonios aquí?

—No lo sé... Quizá sólo haya uno. Latió un instante y en seguida se detuvo —reconoció Isabelle—. Pero es una coincidencia demasiado grande para que esto sea simplemente una dirección equivocada. Tenemos que inspeccionar.

Una tenue luz la rodeó de repente. Levantó la vista y vio a Alec sujetando su luz mágica, su resplandor contenido entre los dedos. Proyectaba sombras extrañas sobre su cara, haciéndole parecer mayor de lo que en realidad era, con los ojos de un azul más oscuro.

—Vamos —dijo—. Inspeccionaremos las distintas plantas de una en una.

Avanzaron hacia el ascensor. Alec iba delante, y después avanzaban Isabelle, Jordan y Maia en fila. Las botas de Isabelle llevaban runas insonoras en las suelas, pero los tacones de Maia resonaban en el piso de mármol. Frunciendo el ceño, se detuvo para descalzarse y continuó caminando sin zapatos. Cuando Maia entró en el ascensor, Isabelle se dio cuenta de que llevaba un anillo de oro en el dedo gordo del pie izquierdo, engarzado con una piedra turquesa.

Jordan, bajando la vista, dijo sorprendido:

—Recuerdo este anillo. Te lo compré en...

—Calla —dijo Maia, pulsando el botón para que el ascensor se cerrara. Jordan se quedó en silencio y se cerraron las puertas.

Se pararon en todos los pisos. En su mayoría estaban aún en obras, no había luz y de los techos colgaban cables que parecían parras. Las ventanas estaban cerradas con tablones de contrachapado. Cortinas de polvo volaban como fantasmas a merced del viento. Isabelle no separaba la mano de su colgante, pero nada sucedió hasta que llegaron al décimo piso. Cuando se abrieron las puertas, sintió una vibración en el interior de la mano, como si guardara allí un pajarito y estuviera batiendo las alas.

Dijo en un susurro:

—Aquí hay algo.

Alec se limitó a asentir; Jordan abrió la boca para decir algo, pero Maia le dio un codazo, con fuerza. Isabelle adelantó a su hermano y salió al vestíbulo de los ascensores. El rubí palpitaba y vibraba contra su mano como un insecto angustiado.

A sus espaldas, Alec musitó:


Sandalphon
. —La luz destelló en torno a Isabelle, iluminando el vestíbulo. A diferencia de las plantas que habían visitado ya, aquélla se veía más acabada. A su alrededor había paredes de granito, y el suelo lucía negro y brillante. Un pasillo se extendía en los dos sentidos. Por un lado terminaba en una montaña de material de construcción y cables enredados. Por el otro, en una arcada. Más allá de esa arcada, un espacio negro atraía sus miradas.

Isabelle se volvió hacia sus compañeros. Alec había guardado su piedra de luz mágica y sujetaba en la mano un reluciente cuchillo serafín que iluminaba el interior del ascensor como una linterna. Jordan había sacado un cuchillo enorme de aspecto aterrador que portaba en la mano derecha. Maia daba la impresión de estar recogiéndose el pelo; pero cuando bajó las manos, tenía entre ellas una horquilla larga y de punta afilada. Le habían crecido las uñas y sus ojos tenían un brillo verdoso y salvaje.

—Seguidme —dijo Isabelle—. En silencio.

«Tap, tap», palpitaba el rubí sobre el pecho de Isabelle mientras avanzaba por el vestíbulo, como los golpecitos de un dedo insistente. No oía a los compañeros que la seguían, pero sabía dónde estaban por las sombras alargadas que proyectaban en las oscuras paredes de granito. Notaba la garganta tensa, igual que la sentía siempre antes de entrar en batalla. Era la parte que menos le gustaba, la anticipación antes de la liberación violenta. En una pelea, nada importaba excepto la pelea en sí misma; pero ahora debía luchar para mantener la mente concentrada en el asunto que tenía entre manos.

La arcada se elevaba por encima de ellos. Era de mármol tallado, curiosamente pasado de moda para un edificio tan moderno como aquél, sus laterales decorados con volutas. Isabelle miró por un breve momento hacia arriba al pasar por debajo y casi dio un grito. En la piedra había esculpida la cara de una sonriente gárgola que la miraba con lascivia. Le hizo una mueca y contempló el espacio en el que acababa de entrar.

Era inmenso, con techos altos, destinado a convertirse algún día en un gran apartamento tipo
loft
. Las paredes eran ventanales del suelo hasta el techo, con vistas sobre el East River y Queens a lo lejos, el anuncio de Coca-Cola reflejándose en rojo sangre y azul marino sobre las negras aguas. Las luces de los edificios vecinos brillaban en la noche como el espumillón en un árbol de Navidad. La estancia estaba oscura y llena de sombras extrañas y abultadas, separadas por intervalos regulares, cerca del suelo. Isabelle forzó la vista, perpleja. No se movían; parecían fragmentos de mobiliario cuadrado, robusto, pero ¿qué...?

—Alec —dijo en voz baja. El colgante se contorsionaba como si estuviera vivo, con su corazón de rubí angustiosamente caliente pegado a su piel.

Su hermano se plantó en un instante a su lado. Levantó su espada y la estancia se llenó de luz. Isabelle se llevó la mano a la boca.

—Oh, Dios mío —musitó—. Oh, por el Ángel, no.

—Tú no eres su madre. —La voz de Simon se quebró al pronunciar la frase; Lilith ni siquiera se volvió para mirarlo. Seguía con las manos sobre el ataúd de cristal. Sebastian flotaba en su interior, silencioso e ignorante de todo. Iba descalzo, se fijó Simon—. Tiene una madre. La madre de Clary. Clary es su hermana. Sebastian (Jonathan) no se sentiría muy satisfecho si le hicieses daño.

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