Clarissa Oakes, polizón a bordo (13 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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—La fórmula de preguntas y respuestas no es una manera de conversar civilizada.

—¡Oh, estoy totalmente de acuerdo! —exclamó ella—. Un preso es, sin duda, mucho más sensible a eso, pero, aparte de todo, siempre me han parecido odiosos los interrogatorios. Incluso personas que casualmente encontramos esperan que uno les cuente su vida.

—Eso es de muy mala educación, muy frecuente y extremadamente difícil de rechazar de forma cortés o sin ofender.

Los sentimientos que motivaron a Stephen a hablar eran más fuertes que los comunes, pues, debido a su condición de espía, responder o evadir incluso las preguntas más tontas podría despertar sospechas.

—Eso siempre me ha disgustado —dijo Clarissa después de una pausa en la que sonaron las seis campanadas y los serviolas, por todas partes de la fragata, gritaron: «¡Todo bien!»—. Cuando era una adolescente llegué a la conclusión de que a las preguntas impertinentes, que surgen del deseo de hablar o de la vulgar curiosidad, no se debía contestar con la verdad, así que solía decir lo que me pasaba por la cabeza. Pero no tengo palabras para expresar lo difícil que es mantener una mentira por tiempo indefinido, guardando la compostura, si esa mentira se ha convertido en algo importante y uno está obligado a seguir con ella. Uno pasa de una emergencia a otra, intentando recordar qué dijo antes, corriendo por el borde del precipicio, agotándose. Ahora me limito a contestar que ése es un tema del que prefiero no hablar. ¿Qué es ese ruido que se repite? No es posible que estén bombeando agua a esta hora de la noche.

—Responder podría juzgarse como amotinamiento, pero aquí y entre nosotros le diré que, por desgracia, ése es el capitán Aubrey.

—¡Dios mío! ¿Y no le pueden dar la vuelta? Seguramente está acostado boca arriba.

—Siempre se acuesta boca arriba. Su coy está hecho de tal manera que no puede acostarse de otra forma. Le he rogado muchas veces que lo mande hacer más profundo, que se lo alarguen y ensanchen, pero, como un reloj, repite que ha dormido en él desde que era niño y que le gustan las cosas a las que está acostumbrado. Le he dicho en vano que con los años se ha vuelto más alto y más ancho e incluso más grueso y que, como es natural, ha tenido que usar botas más grandes, ropa interior más grande…

Suspiró y se quedó silencioso. Y el silencio fue largo y agradable.

Desde la proa llegó la voz de Davidge, que estaba encargado de la guardia.

—¡Señor Oakes, suba corriendo a la cofa del trinquete con un par de marineros y compruebe cómo están las rabizas de barlovento.

Después que subieron, Davidge se volvió, anotó algo en la tablilla con los datos de navegación y luego fue hasta la popa.

—¿Todavía está aquí, doctor? —preguntó—. ¿No duerme nunca?

Habló en un tono que Stephen nunca le había oído usar, borracho o sobrio. Stephen no contestó, pero la señora Oakes dijo:

—Debería darle vergüenza, Davidge. Doctor, por favor, déme su brazo para bajar la escala. Me voy a mi cabina.

Cuando llegaron a la escala de toldilla se encontraron con el capitán Aubrey, que subía corriendo a la cubierta para ver qué pasaba en la cofa del trinquete, porque entre sueños había oído que estaban subiendo el primer motón. Pero pocas horas después permaneció indiferente al ruido atronador de la piedra arenisca al frotar la cubierta y continuó roncando y sonriendo como si tras sus párpados cerrados hubiera un agradable sueño.

Una mañana tras otra, ahora que habían dejado en paz las válvulas por las que entraba el agua limpia, también el capitán dormía en paz, recuperando las incontables horas que se pasaba en la cubierta por la noche (pues a pesar de que Jack Aubrey no estaba encargado de ninguna guardia, se podría decir que un tipo de capitán como él se encargaba de todas, sobre todo cuando hacía mal tiempo), preparándolo todo para resistir huracanes, evitar la costa a barlovento y los arrecifes que, sin duda, tenían delante, pero que no aparecían en las cartas marinas.

Durmió tranquilamente entre los ruidos que acompañaban la rutina diaria de la fragata a lo largo de su lento y tedioso avance hacia las islas Tonga por las cálidas aguas. No se levantaba por la mañana temprano para nadar, sino hasta que el sol estaba muy por encima del horizonte, y a veces pasada la hora del primer desayuno. Durmió mucho durante esos días. A menudo, después de comer, se tumbaba sobre la taquilla situada junto a la ventana de popa, y se pasaba en el coy casi toda la noche y soñaba mucho. Muchos de sus sueños eran eróticos y algunos muy característicos, porque en Nueva Gales del Sur había experimentado una gran frustración. Y veía a Clarissa no sólo en sueños, lo que no podía evitar, sino también mentalmente, con una frecuencia inadmisible, cuando estaba despierto, y eso sí podía y debía evitarlo. No era un moralista más rígido que la mayoría de los miembros de la Armada que tenían su edad y eran vivarachos, pero eso no era una cuestión de moralidad sino concerniente a la disciplina y a la forma apropiada de gobernar un barco de guerra. Ningún capitán podía convertir en un cornudo a un subordinado y conservar toda la autoridad.

Jack sabía eso muy bien. Había visto los efectos de ese impropio comportamiento en toda una tripulación, esa sociedad compleja y de delicado equilibrio. De todos modos, para él eran sagradas las mujeres de los marinos, excepto en la rara ocasión en que alguna diera muestras inequívocas de que no deseaba ser juzgada como tal, y, sin duda, la señora Oakes nunca había hecho nada así. Por tanto, ella era doblemente sagrada y no debía considerarla desde el punto de vista carnal; sin embargo, una y otra vez venía a su mente en imágenes obscenas y con palabras y gestos lascivos, por no hablar de su presencia en sus sueños, aún más obscenos.

Por consiguiente, Jack evitaba ir al alcázar cuando ella estaba sentada junto al coronamiento, a veces haciendo encaje de un modo que revelaba su falta de experiencia y otras, muchas más, hablando con los oficiales que iban a la popa a preguntarle cómo estaba. Así pues, no se enteró de muchas cosas que ocurrieron, como, por ejemplo, el nacimiento de la amistad íntima de Pullings y West con la señora Oakes. Ambos estaban muy desfigurados, Pullings debido a un sablazo que le habían dado en un lado de la cara y West a que había perdido la nariz porque se le había congelado al sur del cabo de Hornos; por eso eran tímidos con las mujeres, y a lo largo de cientos de millas se habían limitado a decirle: «Buenos días, señora» o «Hace calor, ¿verdad?» cuando no podían evitarlo, pero su amabilidad y su sencillez les había animado a hablarle. Poco a poco se acostumbraron a reunirse con ella y el doctor Maturin, que, con frecuencia, al mismo tiempo que estaba sentado a su lado miraba a su alrededor por si veía el albatros de Latham (que según los informes habitaba en aquellas latitudes), ahora que ya había terminado el laborioso proceso de descodificación de cartas y mensajes, y que en la enfermería había reaparecido la soñolencia típica de la navegación con buen tiempo y por aguas tranquilas y habían quedado atrás las fuentes de infección más comunes.

Como era natural, Jack tampoco pudo oír lo que Stephen le dijo a Davidge al día siguiente de que éste mandara a Oakes a la cofa del trinquete. Esa mañana Stephen no tomó el desayuno en la cabina, y cuando Killick oyó que iban a poner un cubierto para él en la cámara de oficiales, asintió con la cabeza satisfecho. Los dos marineros que estaban al timón y el encargado de las señales habían oído las palabras de Davidge y las habían propagado por toda la fragata.

West, que había tenido a su cargo la guardia de media, todavía estaba dormido, pero todos los demás oficiales se encontraban presentes cuando Stephen entró y saludó.

—Buenos días, caballeros.

—Buenos días, doctor —respondieron todos.

Stephen se sirvió una taza de lo que pasaba por café en la cámara de oficiales y dijo:

—Señor Davidge, ¿por qué fue anoche tan insolente como para preguntarme: «¿No duerme nunca?»

—Bueno, señor —dijo Davidge, ruborizándose—, siento que lo haya malinterpretado. Sólo quería hacer una broma, pero veo que me salió mal. Lo siento. Si quiere, puedo darle una satisfacción como guste la próxima vez que estemos en tierra.

—No, de ninguna manera. Sólo quiero asegurarme de que cuando usted me vea conversando con la señora Oakes en la toldilla, me dejará terminar la oración. Podría estar justo al final de un epigrama.

Mucho antes que los marineros determinaran la posición de la fragata midiendo la altura del sol a mediodía, casi todos sabían que el doctor había reprendido duramente al señor Davidge por haberle hablado rudamente la noche anterior en la guardia de prima, y también que le había arrastrado por el suelo de un lado al otro de la cámara de oficiales, le había golpeado con su bastón de caña de Indias con empuñadura de oro y le había hecho llorar lágrimas de sangre. En ese momento Jack supo con certeza que su querida
Surprise
estaba a punto de cruzar el trópico de Cáncer, pero no sabía que el cirujano había maltratado al segundo teniente.

Y no supo hasta varios días después que Martin estaba enseñando a la señora Oakes a tocar la viola. Stephen y él estaban preparándose para tocar un dueto de Clementi que les había seguido con perseverancia alrededor de medio mundo, oyeron un sonido estridente y él exclamó:

—¡Dios mío! He oído al pobre Martin desafinar muchas veces, pero nunca con las cuatro cuerdas a la vez.

—Me parece que esa es la señora Oakes —dijo Stephen—. Martin está intentando enseñarla a tocar la viola desde hace algún tiempo.

—No lo sabía. ¿Por qué no me lo dijiste?

—Porque no me lo preguntaste.

—¿Tiene talento?

—Ninguno en absoluto —respondió Stephen—. Por favor, no, repito,
no
trates de ocultar mi colofonia en el bolsillo de tus calzones.

Durante ese período el capitán Aubrey estuvo en una especie de retiro. Con ayuda de Adams, que era nominalmente un escribiente, pero, en realidad, también el contador de la fragata y un eficiente secretario, pudo revisar todos los papeles oficiales y buena parte del horrible montón de documentos legales. Además, pasó más tiempo del habitual escribiendo a Sophie. Empezó la hoja del martes (la cuarta) con un detallado plan para aumentar los bosques de Ashgrove Cottage desde el lado oeste de Fonthill Lane hasta el arroyo. Pondrían árboles maderables, luego un grupo de castaños, que eran muy buenos para hacer duelas de barriles, y al final un grupo de alisos, pero dejando un espacio desde donde tirar el anzuelo. Llevaba mucho tiempo madurando el plan, pero era ahora cuando tenía la tranquilidad y el tiempo libre necesarios para explicarlo. Le dedicó bastante atención al tema y escribió bastante sobre las virtudes del fresno, el haya, y el roble europeo, aseguró que serían el deleite de sus bisnietos e incluso hizo un dibujo bastante bueno del bosque en su esplendor. Luego hizo una pausa, durante la cual estuvo meditando y mordisqueando la pluma, pues tenía ese hábito desde niño y le parecía que el sabor a tinta favorecía la escritura. Sin embargo, como había ocurrido tantas veces en el pasado, la pluma, después de mordisqueada, quedó demasiado débil para hacer bien su labor y tuvo que arreglarla cortando los lados cuidadosamente con una navaja que guardaba para eso y afilando la punta en forma de ángulo recto con una tijera. La pluma trazó ahora una elegante clave de sol y Jack continuó escribiendo:

El inesperado matrimonio parece que marcha bien. Oakes está más serio y más atento a sus deberes que antes y le he nombrado ayudante de oficial de derrota, lo que será una ventaja para él en su nuevo destino. La señora Oakes se ha ganado la simpatía tanto de los marineros como de los oficiales. El pequeño Reade le tiene mucho aprecio (es hermoso ver lo amable que es ella con él y con las niñas) y Stephen y los otros oficiales se sientan tan frecuentemente con ella en el alcázar que el lugar parece una sala de estar. Por muy diversas razones, como las mediciones para Humboldt y los papeles oficiales, rara vez estoy allí, salvo si lo requiere el gobierno de la fragata, y no sé de qué hablan. Pero Tom habla mucho y se ríe de una manera que te asombraría, porque siempre ha tenido una actitud tímida cuando ha estado acompañado. Actualmente estoy bastante alejado de todo, como ocurre a menudo a los capitanes, pero noto que ella es muy popular entre los tripulantes, tanto que me sorprende que los oficiales no le hayan ofrecido aún un banquete para agasajar como es debido a una novia. Creo que tenían el propósito de hacer una hermosa fiesta por todo lo alto, haciendo una hecatombe con sus animales, pero las ovejas se murieron, las aves enfermaron de moquillo y no pudimos ir a buscar cerdos a Fidji porque los vientos eran desfavorables y nos obligaron a cambiar el rumbo a las islas Tonga. Es posible que sea madre antes que se siente a disfrutar del banquete, a menos que ellos se conformen con un simple pastel marinero acompañado de un cuerpo de perro y un niño hervido. Pero ella no está resentida y se sienta allí a hacer encaje y a escuchar sus historias, y su presencia contribuye a la alegría de la fragata. Y no sólo a la de los oficiales, pues los marineros, cuando bailan y cantan en el castillo por la noche, saltan más alto y cantan más melodiosamente porque saben que ella está allí. Sin duda, ella contribuye a la alegría de la fragata, pero quisiera que no contribuyera demasiado. Aquí entre nosotros te diré que me da miedo Stephen, que está con ella muy a menudo. No es que ella sea una belleza espectacular (no provocaría la quema de Troya), pero es muy bien parecida, rubia y de figura menuda y tiene la tez bastante pálida y los ojos grises. No tiene nada realmente extraordinario, pero lleva muy erguida la cabeza. Por otra parte, es alegre, afectuosa y tiene buenos modales (no es demasiado modesta ni presumida). Es una agradable compañía y representa un gran cambio en la tediosa rutina de los oficiales. Y, desde luego, es una mujer, tú ya me entiendes, es una mujer y la única que habrá a lo largo de cientos de millas. Me parece que te oigo decir: «Pero Stephen no está en peligro. Stephen piensa en cosas tan elevadas y filosóficas que no está en peligro». Eso es cierto. No conozco a nadie más sobrio y atemperado y con menos posibilidades de hacer el ridículo, sin embargo, esos sentimientos pueden invadir a cualquier hombre sin que se dé cuenta e incluso el más sabio puede descarriarse. Él mismo me dijo el otro día que San Agustín no siempre se mantenía ecuánime cuando estaba con mujeres jóvenes. Lamentaría mucho que le ocurriera eso.

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