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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

Clarissa Oakes, polizón a bordo (5 page)

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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—¿Cómo? ¿Y vamos a dejarla aquí?

—Ya me ha oído, señor. Coja el farol.

Silenciosamente inspeccionaron los pañoles de las velas, los almacenes del contramaestre, el condestable y el carpintero y el pañol donde se guardaba el alquitrán. Luego regresaron al aire libre, donde todos los marineros volvieron a quitarse el sombrero y cambiaron de expresión al ver el rostro del capitán grave y pálido.

—No vamos a celebrar la ceremonia religiosa, capitán Pullings —dijo—. En esta ocasión, los artículos del Código Naval bastarán.

La formación se rompió y los marineros avanzaron hacia la popa. Unos se alinearon a lo largo del alcázar hasta la escotilla de la escala de toldilla, otros se sentaron en bancos o taburetes o en las barras del cabrestante desmontadas y situadas entre dos cuencos para colocar las mechas o en las cabillas que rodeaban el palo mayor. En el costado de barlovento se colocaron sillas para el capitán y los oficiales; en el costado de sotavento, para los guardiamarinas y los suboficiales.

Delante del capitán había un mueble para colocar sables cubierto con una bandera y tenía encima el Código Naval. Y durante todo ese tiempo el sol brillaba desde el cielo despejado y el cálido viento atravesaba la cubierta desde la popa con la fuerza suficiente para hinchar la gran cantidad de velamen desplegado. El viento, la jarcia y los motones casi no hacían ruido y el agua apenas susurraba en los costados. La isla Norfolk, que subía y bajaba por la amura de babor con las largas y uniformes olas, estaba visiblemente más cerca. Nadie hablaba.

—¡Silencio de proa a popa! —gritó Pullings.

Después de un momento Jack se puso de pie, abrió las delgadas tapas que cubrían el Código Naval y comenzó a leer. Había treinta y seis artículos y diecinueve de los delitos que mencionaban estaban castigados con la muerte, a la que a veces se hacía referencia con las palabras «o cualquier otro castigo que el delito merezca por su naturaleza o su gravedad y que imponga el consejo de guerra». Los leyó cuidadosamente y con voz potente, y los artículos, que ya estaban llenos de hostilidad, tomaron un tono amenazador. Cuando terminó, el silencio era aún más profundo y estaba acompañado de mayor desasosiego.

Cerró las tapas despacio, miró muy serio hacia la proa y la popa y dijo:

—Capitán Pullings, vamos a arriar las sobrejuanetes y el foque volante. Cuando ya estén guardadas las velas, puede llamar a los marineros a comer.

Fue una comida silenciosa, sin casi ninguno de los habituales gritos o golpes de bandeja, con los que generalmente se recibían el pudín de sebo del domingo y el grog. Y mientras comían, Jack daba paseos por el alcázar como había hecho tan a menudo: dando diecisiete pasos hacia delante y diecisiete pasos hacia atrás y dando la vuelta en un cáncamo que, con el zapato, había puesto del color de la plata bruñida.

Obviamente, ahora las bromas que había oído a medias, las secretas alusiones al cansancio del señor Oakes, a su necesidad de tener una buena dieta y otras cosas estaban muy claras. Dio vueltas y vueltas en la cabeza a la situación y de vez en cuando una oleada de rabia interrumpía sus pensamientos, pero sintió que podía controlar perfectamente su ira cuando mandó buscar al guardiamarina.

—¿Y bien, Oakes, qué tiene usted que decir?

—No tengo nada que decir, señor —respondió Oakes, volviendo hacia un lado su rostro moteado—. Nada en absoluto. Y apelo a su clemencia. Sólo esperamos… sólo espero que nos aleje de ese horrible lugar. Ella era muy desgraciada.

—¿Debo entender que ella es una presidiaría?

—Sí, señor. Pero estoy seguro de que fue condenada injustamente.

—Sabe perfectamente bien que he devuelto a docenas, a veintenas de presos.

—Pero permitió a Padeen subir a bordo, señor —dijo Oakes, y juntó las manos en un estúpido e inútil intento de desdecir esas palabras, de borrarlas.

—Váyase a la proa. No voy a tomar una decisión ni a emprender ninguna acción hoy, porque es domingo, pero es mejor que prepare su baúl.

Cuando el joven se fue, Jack llamó con la campanilla a su repostero y le preguntó si los oficiales habían terminado de comer.

—No, señor —respondió Killick—. Y no creo que hayan llegado al postre todavía.

—Cuando hayanterminado, cuando hayan acabado por completo, fíjate, me gustaría hablar con el capitán Pullings. Presenta al capitán Pullings mis respetos y dile que quiero verle.

Revisó cuidadosamente las hojas que había hecho para Humboldt con las mediciones de ciertas magnitudes físicas como la temperatura y la salinidad del agua a varias profundidades, la presión barométrica o la temperatura del aire, operaciones para las que había empleado un termómetro con un bulbo sensible a elementos húmedos o secos. Era una serie de mediciones hechas a lo largo de más de la mitad del mundo y le producían cierta satisfacción. Por fin oyó los pasos de Pullings.

—Siéntate, Tom —dijo, haciendo un gesto con la mano para indicarle una silla—. He hablado con Oakes y la única explicación que pudo darme fue que ella era muy desgraciada. Luego el maldito estúpido me echó en cara el caso de Padeen.

—¿No lo sabía, señor?

—¡Por supuesto que no! ¿Y tú?

—Creo que lo sabían todos los tripulantes, pero no estaba seguro. Tampoco pregunté. Pensaba que la situación era tan delicada que a usted no le gustaría que le hablaran de ella ni de la posibilidad de regresar a Botany Bay.

—¿Pero tu deber como primer teniente no era decírmelo?

—Tal vez sí, señor. Y si me he equivocado, lo siento mucho. En un barco de guerra normal, con un gallardete real, infantes de marina, un oficial encargado de mantener el orden y varios cabos no podría haber evitado enterarme de manera oficial y, por tanto, mi deber hubiera sido informarle. Pero aquí, sin infantes de marina, sin un oficial encargado de mantener el orden y sin cabos hubiera tenido que escuchar detrás de la puerta para estar seguro. No, señor, nadie quería decírnoslo ni a mí ni a usted, porque así no lo sabríamos oficialmente hasta que fuera demasiado tarde, y usted no podría ser culpado de nada y podría seguir navegando hasta la isla de Pascua con la conciencia tranquila.

—Crees que es demasiado tarde, ¿verdad?

—La comida está lista, señor, por favor —dijo Killick desde la puerta de la cabina comedor.

—Tom, dejamos a esa destestable joven en la parte de estribor del sollado. Supongo que Oakes le habrá dado de comer, pero no puede quedarse allí todo el tiempo. Sería mejor que se quedara en la proa con las niñas hasta que decida qué hacer con ella.

Ese era uno de los pocos domingos en que no había invitados en la cabina porque el capitán estaba muy irritado, uno de los pocos domingos en que Maturin comió en la cámara de oficiales y Aubrey se quedó solo en medio de aquel esplendor. Eso era habitual para otros capitanes, pero raro para él, pues le gustaba ver sentados a su mesa a los oficiales y, sobre todo, al cirujano, aunque Stephen no podía considerarse un invitado, pues había compartido la cabina con él durante muchos años y hasta hacía poco había sido el dueño de la fragata.

Jack esperaba que Stephen fuera a tomar café, pero no le vio hasta esa noche, cuando llegó con la dosis de una nueva medicina y con un enema. Stephen y Martin se habían pasado las horas anteriores describiendo los ejemplares menos perdurables que habían recogido en su viaje por el bosque y escribiendo a sus esposas.

—Estoy metido en un berenjenal —dijo Jack—. ¡Menudo berenjenal!

La soledad y un profundo sueño durante la tarde habían incrementado su mal humor. A Stephen no le gustó el color de su cara.

—¿Qué pasa? —preguntó el médico.

—¿Que qué pasa? Que la fragata se ha convertido en un burdel. Oakes ha tenido escondida a una mujer en el sollado desde que salimos del puerto de Sidney. Todo el mundo lo sabía y me han engañado, a pesar de mi cargo.

—¡Ah, eso! Eso no tiene mucha importancia, amigo mío. Y en cuanto a que te han engañado, eso es una muestra del afecto de los tripulantes, pues querían evitar que estuvieras en una desagradable situación.

—¡Lo sabías y no me lo dijiste!

—¡Por supuesto que no! No podía contárselo a mi amigo Jack sin decírselo al mismo tiempo al capitán Aubrey, que encarna la autoridad. Y tienes que entender que no soy ni seré nunca un delator.

—Todo el mundo sabe cuánto detesto que haya mujeres a bordo porque traen peor suerte que los gatos y los curas. Pero aparte de eso, analizándolo de forma objetiva, la presencia de mujeres a bordo no trae nada bueno sino constantes problemas, como tú mismo viste en las islas Juan Fernández. Esa joven es detestable y desagradecida.

—¿La has visto?

—La vi en el sollado esta mañana, justo después de dejarte. ¿Y tú?

—Yo también. Fui a preguntarle a las niñas cómo estaban y a escucharlas decir de memoria un fragmento del catecismo y encontré a un guardiamarina con ellas, un guardiamarina que no conocía y que era muy apuesto. Entonces me di cuenta de que era una mujer y le rogué que tomara asiento. Cruzamos unas palabras y ella habló en tono humilde y cortés. Se llama Clarissa Harvill y, obviamente, es de buena familia y tiene una buena educación, lo que se dice una dama.

—A las damas no las mandan a Botany Bay

—¡Tonterías! Acuérdate de Louisa Wogan.

Jack pasó por alto el incuestionable asunto de Louisa Wogan y volvió a la carga:

—¡Un burdel! —gritó—. Lo próximo será que la cubierta inferior se llene de mujerzuelas de Portsmouth, en la mitad de las cabinas habrá una señorita y la disciplina estará por los suelos. Esto será como Sodoma y Gomorra.

—Querido Jack, si no supiera que es tu hígado el que te hace hablar así y no tu cabeza o, Dios no lo quiera, tu corazón, me apenarían esa injustificada irritación y ese tono grave, por no hablar del lanzamiento de un montón de primeras piedras del que deberías avergonzarte. Como tú mismo me dijiste hace mucho tiempo, la Armada es como una caja de resonancia y en ella las historias se repiten hasta la eternidad. Todos los tripulantes de la fragata saben perfectamente bien que, cuando tenías más o menos la edad de Oakes, te degradaron por esconder a una joven en esa misma parte del barco. Sin duda, te darás cuenta de que esa actitud de mojigato es al mismo tiempo absurda y hostil.

—Podrás decir lo que quieras, pero haré desembarcar a los dos en la isla Norfolk.

—Por favor, quítate los calzones e inclínate sobre ese baúl —dijo Stephen, lanzando un chorro del enema por la ventana abierta.

Poco después, desde esa posición moralmente ventajosa, continuó:

—Lo que más me sorprende de todo el asunto es que no adviertas el estado de ánimo de la tripulación, pero la verdad es que yo, como cirujano, estoy más cerca de ellos en muchos aspectos. Me parece que no sabes distinguir bien entre los rasgos distintivos de un barco de guerra y los de un barco corsario. En esta comunidad predomina un sentimiento democrático y es preciso un consenso. Diga lo que diga la ley, tú estás al mando de la
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que es un barco corsario, sólo por el respeto que te tiene la tripulación. Tu nombramiento no tiene importancia. Tu autoridad depende enteramente del respeto y el afecto que te tengan los tripulantes. Si les ordenas que dejen en una isla casi abandonada a un muchacho inmaduro y a una frágil jovencita y sigan navegando conmigo y con Padeen, vas a perder ambas cosas. Es posible que muchos de tus viejos seguidores de a bordo digan «Mi capitán, con razón o sin ella», pero no hay infantes de marina y no creo que prevalezca la idea de tus seguidores en esta comunidad, dado el modo en que piensa ahora y su inclinación a poner por encima de todo lo que es justo y correcto.

—¡Maldito seas, Stephen Maturin!

—¡Y maldito seas tú, Jack Aubrey! Tómate esta pócima media hora antes de acostarte y las pastillas si no puedes dormir, cosa que dudo.

CAPÍTULO 2

Como la mayoría de los médicos, Stephen Maturin había visto los efectos de la adicción, la arraigada adicción al alcohol y al opio; y como la mayoría de los médicos sabía por experiencia que cuando la víctima era privada de ellos sentía un deseo inmensamente fuerte y se volvía astuta y falsa. Por tanto, de muy mala gana incluyó en el botiquín un pequeño frasco cuadrado de láudano (tintura de opio preparada con vino). En otro tiempo el láudano llegaba a bordo en garrafas, y él y Padeen habían estado a punto de arruinar sus vidas por haberlo usado cuando estaban en tensión. Ahora, aunque estaba bastante seguro de sí mismo, no tenía la misma confianza en Padeen, y mantenía ese único frasco, camuflado y a veces con un emético añadido, en un cofre de hierro y lejos de los medicamentos corrientes.

En los barcos era necesario tener cierta cantidad, pues había casos en que sólo la tintura podía producir alivio. Aquel frasco cuadrado era el que contenía la cantidad más pequeña que todavía podía considerarse razonable, que Stephen, de acuerdo con su ética como médico, podía admitir.

—Es curioso que aunque un hombre sepa perfectamente bien que no debe engañar a sus amigos, no dude en hacerlo en asuntos relacionados con la medicina —dijo Stephen a Martin—. Administramos pócimas, píldoras y bolos de colores y sabores fuertes que son inoperantes físicamente para aprovecharnos de la creencia del paciente de que si toma un medicamento se tiene que sentir mejor, una creencia cuyos buenos resultados físicos hemos visto con frecuencia. En este caso administré la tintura en una dosis muy efectiva, treinta y cinco gotas, camuflada con una mezcla de asafétida y un poco de almizcle, y omití su nombre, pues el paciente siente horror por el opio. Al mismo tiempo, para contrarrestar la excitación que inicialmente acompaña la ingestión de narcóticos en quienes no están acostumbrados a ellos, le di cuatro píldoras de arcilla teñida de rosa para que se las tomara si no podía dormir. El paciente, tranquilizado por la idea de que tiene ese recurso, pasará los primeros diez minutos reflexionando plácidamente, haciendo caso omiso de la ligera excitación, y luego caerá en un sueño tan profundo como el de los siete durmientes o aún más. Creo que esa inmensa paz y la ausencia de disgusto e irritación permitirá a los órganos realizar sus funciones sin ningún impedimento y, además, responder a los colagogos eliminando los malos humores y restableciendo el anterior equilibrio.

Pero los siete durmientes no se habían criado desde sus primeros años oyendo la campana de un barco. Cuando sonó la segunda campanada en la guardia de alba, Jack Aubrey saltó de su coy cuando se movía hacia sotavento con el balanceo, y aturdido y medio ciego avanzó tambaleándose hasta la bomba de cangilones situada en el costado de estribor, donde los marineros se estaban agrupando. Ocupó su lugar, y su alta figura, con la camisa de dormir agitada por el cálido viento, se destacó en la penumbra.

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