Clarissa Oakes, polizón a bordo (27 page)

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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

BOOK: Clarissa Oakes, polizón a bordo
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—¿Y que pasará con la señora Oakes? —gritó alguien medio borracho desde babor.

—¡Apunte el nombre de ese hombre, señor West! —ordenó Jack.

Entonces todos los que estaban alrededor del carnicero se apartaron de él y le dejaron aislado.

—¡Que baje la tripulación de la falúa! —gritó Jack.

Pocos momentos después bajó por el costado ceremoniosamente y Stephen volvió a su carta.

Le vi en casa de los Holland durante la época de paz, cuando había acabado de llegar de la embajada en París. Cuando la puerta se abrió, lady Holland estaba diciendo con su voz metálica: «Adoro a ese Napoleón». Algunos parecieron turbarse, y durante unos momentos él permaneció allí en la sombra de la entrada con las manos cogidas y el rostro radiante y apacible como si hubiera tenido una visión, pero luego se recuperó y entró haciendo los comentarios habituales. Lady Holland corrió a su encuentro y dijo: «Qué noticias trae de París? Háblenos de la comida con el divino primer cónsul».

Ese hombre iba con Ledward y Wray a fiestas desenfrenadas, pero, a pesar de que fue al colegio con Ledward, no reconocía públicamente que le conocía, y tampoco a Wray. Pero lo que me convenció de que era él es que el nombre en clave que ellos le daban era Pillywinks, el mismo que encontramos tan a menudo en los comprometedores papeles de Wray.

Para conseguir que usted también se convenza, permítame hablarle de mi fuente: la dama que le voló la tapa de los sesos al señor Caley con una escopeta de dos cañones hace varios años. Y como usted recordará, nuestro colega Harry Essex consiguió que le conmutaran la sentencia por la extradición. Fue en Nueva Gales del Sur donde ella llegó a bordo.

Entonces hizo un breve relato del viaje, cómo se había interrumpido y cuál era su objetivo actual. Después contó detalladamente lo que había hablado con Clarissa durante la caminata y no pudo reprimirse de hablar sucintamente de los insectos que había recogido para sir Joseph. Luego contó con todos los detalles que pudo recordar su conversación con Clarissa acerca de Ledward, Wray y el hombre cojo, tanto la primera vez que hablaron de ellos como cuando iban de regreso a la playa, en la larga caminata que se extendió a causa de la ampolla. Pero no siempre le era fácil recordar el orden exacto, y para determinarlo miraba a veces por la ventana. La fragata estaba anclada con la popa frente a la playa, donde ahora había una fila de hogueras de gran luminosidad porque no había rayos de luna que interfirieran con ellas, y las llamas se elevaban hacia el cielo azul negruzco, sobre el núcleo incandescente y la blanca arena, y se dibujaban sobre un fondo verde oscuro. El ballenero se encontraba a la derecha, muy bien alumbrado. A lo largo de la playa se veían cuerpos jóvenes de piel morena bailando al ritmo de las canciones y del toque de tambores. Hacían una serie de perfectas evoluciones con tal precisión que hubieran avergonzado al cuerpo de la guardia real. Avance, retroceso y vuelta; vuelta, retroceso y avance; media vuelta y retroceso, entrecruzamiento simultáneo de las filas moviendo los brazos. En el centro, al otro lado de las hogueras, había colocado un tejado de hojas de palma temporal, bajo el cual estaba sentado el jefe junto con Jack, que estaba a su derecha, otros hombres importantes, a la derecha de los cuales se encontraban Clarissa y su esposo, luego Wainwright, y después el doctor Falconer, Reade, Martin y las niñas, que tenían colgados collares de flores y miraban todo con asombro y satisfacción. Todos bebían a sorbos
kava
, que les habían servido en cuencos de coco de un gran bol colocado frente al jefe.

Stephen, deslumbrado por las llamas, volvió a ocuparse de la carta en clave y tachó algunas líneas en que el orden era incorrecto. Aunque le parecía que no sería capaz de transmitir la sinceridad y el tono convincente de las palabras de Clarissa, pensaba que al menos el orden exacto, aunque ilógico, contribuiría a ello.

Cuando volvió a levantar la vista, se dio cuenta de que desde hacía un rato no oía canciones ni el toque de los tambores sino un confuso ruido parecido al que había en una corrida de toros: había una pelea de boxeo. Había oído hablar de ese deporte, pero, curiosamente, nunca había visto una pelea formal sino sólo a varios muchachos darse puñetazos en misiones anteriores o en riñas en los muelles. Pero esa parecía una batalla singular. Cogió su pequeño catalejo, que siempre tenía a mano, y la primera impresión que tenía se confirmó. Dos mujeres hermosas y vigorosas se daban fuertes y violentos golpes con los puños, que, a juzgar por los gritos de los espectadores, eran bien dados y bien recibidos. Clarissa se reía; las niñas estaban encantadas; algunos marineros y todos los isleños apoyaban con firmeza a una u otra. Pero cuando la pelea llegó al clímax, cuando ninguna de las dos cedía ni una pulgada, por ningún motivo aparente, el viejo jefe dio un golpe al bol de
kava
, un sirviente sopló una concha marina y la hermana del jefe intervino. Entonces las dos jóvenes retrocedieron y se alejaron, una de ellas frotándose la mejilla y la otra, el pecho. Los marineros que estaban disfrutando de la pelea expresaron a gritos su decepción, y casi inmediatamente después, de una punta a otra de la fila de hogueras, aparecieron cerdos y perros asados, pescado y aves de caza envueltos en hojas, boniatos, plátanos y fruta del árbol del pan.

Stephen oyó el suave sonido de su reloj de plata y mirando el montón de papeles que sin darse cuenta había escrito, exclamó:

—¡Santa María, madre de Dios, nunca podré reescribir en otra clave todo esto! Mis pobres ojos están llorosos y a punto de salirse.

Colocó la pantalla verde, se secó las lágrimas, se cambió las gafas y abrió el libro con la otra clave.

No volvió a levantar la vista hasta que fuertes gritos le sacaron de su mecánico trabajo. Vio tumbado bocabajo a Davies
el Torpe
y sentado encima a un isleño que le mantenía inmóvil retorciéndole el brazo como si fuera a partírselo. Aparentemente, Davies hizo alguna señal o dijo algo, porque el isleño le soltó, le ayudó a levantarse y le condujo amablemente adonde estaban sus amigos.

Otra vez volvió a dar la hora el reloj de Stephen, y mientras sonaba, se elevó el primer dispositivo.

—¡Ohhh! —gritaron todos los marineros y luego, cuando estalló el dispositivo, exclamaron:

—¡Ahhh!

El segundo dispositivo ascendió menos de un cuarto de página más tarde, luego se oyeron los gritos que solían acompañar a las maniobras navales y después llegaron las lanchas. Algunos marineros habían logrado emborracharse con el
kava
del jefe, pero la mayoría regresaron a bordo silenciosamente, y los hombres encargados de la guardia en el puerto les dieron la bienvenida en voz baja.

Cuando terminaron de contar todas sus ovejas, Jack se asomó a la cabina.

—¿Te interrumpo? —preguntó desde la puerta.

—De ninguna manera, amigo mío. Sólo estoy copiando algo. Permíteme terminar este grupo y me reuniré contigo.

Muchos años atrás, Jack, que no era tonto, se había dado cuenta de que Stephen era algo más que un cirujano naval, más que un consejero político a quien un capitán podía pedir consejo en asuntos relacionados con el extranjero. Y como la relación de Stephen con los servicios secretos era cada vez más evidente, no tenía nada de raro que escribiera en clave mensajes, algunos extraordinariamente largos.

Stephen terminó de copiar el grupo, puso un pequeño pisapapeles de plomo sobre él y dijo:

—Espero que hayas pasado una tarde agradable.

—Muy agradable, gracias. El jefe fue muy amable, extremadamente amable; nadie se escapó ni dijo groserías; y la única pelea fue un juego. Además, comimos como reyes. ¡Qué tortuga, Stephen! Sin embargo, creo que Bonden y Davies necesitarán tu atención por la mañana. Y Emily enfermó.

—¿Qué les pasó?

—Bonden boxeó con un isleño y tiene la nariz rota; a Davies le retorcieron fuertemente los miembros luchando; y a Emily le dijeron cómo se hacía el
kava.

—Ahora sabe más que yo.

—Pues ellos se sientan alrededor de un enorme bol a masticar las raíces de
kava
y después que las han masticado lo suficiente, la escupen dentro y repiten esto hasta que acumulan varios galones y luego los dejan fermentar. La idea la hizo vomitar, aunque también había comido gran cantidad de caña de azúcar y ya estaba pálida.

—Sobrevivirá.

—Voy a escribirle una carta a Sophie antes de acostarme. ¿Tienes algún mensaje que darle?

—Mucho cariño, naturalmente. Esperaba poder escribir a Diana, pero no creo que tenga tiempo más que para hacerle una breve nota.

—Entonces no te entretendré ni un momento más —dijo Jack, dirigiéndose a una mesa que estaba al otro lado de la amplia cabina.

Sus plumas arañaron los papeles mientras se oía el sonido amortiguado de unas campanadas tras otras. En un determinado momento, Stephen oyó que Jack se fue de puntillas a la cabina dormitorio y lentamente continuó reescribiendo en la segunda clave, una clave quizás impenetrable, el texto que había escrito en la primera clave.

Finalmente, cuando ya no podía soportar pasar los ojos de una página a otra, se quitó las gafas, se cubrió los ojos con las manos y se los apretó durante unos minutos. Cuando ya podía ver un centelleo en la oscuridad, oyó al contramaestre dar un pitido y decir:

—¡Todos los marineros a desamarrar la fragata! ¡Todos los marineros! ¡Arriba, arriba, dormilones!

Y cuando se quitó las manos de los ojos pudo ver las primeras luces del nuevo día en la playa.

Rápidamente escribió en clave las palabras siguientes:

No sé cómo podré lograr que ella regrese a Inglaterra con otra copia de esta carta, pero lo intentaré. ¿Puedo confiarle a usted su protección? Sé muy poco de leyes, pero, a pesar de que ahora está casada con un oficial de marina, me temo que la molestarán por haber vuelto antes de cumplir la condena. Ella nos ha dado una valiosa información, una de las más valiosas que ha llegado a nuestras manos, y podría darnos más si actuamos con suma discreción. Además, le tengo mucho afecto. Concederle inmunidad sería un acierto político y ella lo agradecería mucho. Por último amigo mío, quisiera que enviara la nota adjunta a mi esposa.

Desde hacía una hora se oían confusos gritos que no comprendía porque estaba concentrado, pero ahora, mientras ordenaba los papeles, distinguió un grito que venía de la proa:

—¡Leven el ancla!

La cabina ya estaba llena de luz. En ese momento el señor Adams llamó a la puerta.

—El capitán le presenta sus respetos, señor, y dice que si tiene algo para Sidney, debe terminar de prepararlo ahora. Tengo todavía sin cerrar su despacho, pero en cuanto el señor Wainwright nos ayude a salir, se lo llevará a la
Daisy.

—¿Quiere sujetar la beta de la serviola de una vez? —preguntó el capitán Aubrey con voz muy fuerte y clara, muy lejos de estar satisfecho—. ¿Está dormido?

El doctor Maturin y el señor Adams se miraron sorprendidos. Ambos habían oído muchas más de las órdenes que habitualmente se daban en la leva del ancla, y también más en voz más alta y en tono más irritado, pero ninguna con tanta severidad como aquella. Stephen, sacudiendo la última hoja, dijo:

—Esperaremos a que se seque la tinta y enseguida cerraremos todo junto.

Envolvieron todo, lo lacraron, lo ataron y volvieron a envolverlo. Oakes bajó para preguntarles si estaban listos y ellos contestaron:

—Dentro de cuatro minutos.

Cuando subieron a la cubierta vieron que el capitán Aubrey miraba su reloj, el señor Wainwright estaba junto al portalón y los tripulantes de su lancha miraban hacia arriba ansiosamente. Se apresuraron a decirse adiós y la lancha del ballenero zarpó. El velacho de la
Surprise
sehinchó, y mientras todos contenían la respiración, la fragata bordeó la parte más prominente del arrecife.

Stephen se quedó en la popa, observando cómo Annamooka empequeñecía y cómo, cuando ya era muy pequeña, describió una curva a un ritmo constante y llegó a situarse por el través cuando la fragata atravesó una línea claramente visible en el mar, una línea que separaba las aguas de color aguamarina de las de color azul oscuro y marcaba el límite de las corrientes y, además, el límite entre los vientos locales y el viento fijo del este-sureste. La fragata describió una larga curva, acompañada por tres rabihorcados que estaban mudando las plumas, hasta situarse con el viento por el través, y el capitán Aubrey, después de aumentar poco a poco el velamen hasta desplegar las juanetes, ordenó hacer rumbo norte-noreste cuarta al este y bajó a la cabina, dejando tras de sí un nervioso silencio.

Su desayuno ya estaba preparado, pero, a pesar de que la mesa estaba puesta para dos, su habitual compañero no estaba allí.

—Todavía está en la enfermería componiendo a Bonden y a Davies —dijo Killick—. Puedo ir a buscarle en un momento.

Jack negó con la cabeza, se sirvió una taza de café y dijo para sí: «¡Malditos marineros de agua dulce!»

En realidad, Stephen estaba preparando píldoras en el dispensario y escuchando a medias las explicaciones que Martin le daba por haberle dejado para irse con Falconer. Las explicaciones eran falsas, y como Martin notó que no le convencían, empezó a darle más detalles, lo que le hizo perder parte de su mérito, en opinión de Stephen. No era porque Stephen se opusiera a la falsedad en sí misma ni se ofendiera porque alguien usara hábilmente argumentos falsos, sino porque una de las mejores cualidades que Martin tenía era la sinceridad.

A la enfermería, donde Bonden y Davies descansaban lo más cómodamente posible después que la medicina había hecho lo poco que podía, llegaron algunos visitantes para contarles que tenían mucha suerte porque se habían salvado de la ira que había en la cubierta.

—No le he visto tan malhumorado desde que la fragata estaba frente a las Dry Tortugas y él regresó a bordo y vio que Babbington la había dejado situarse a una incorrecta distancia del ancla —dijo Plaice.

—Fue algo terrible —añadió Bonden con la voz de quien tiene un resfriado muy fuerte o la nariz recién partida—, algo terrible. Apretó por el cuello a Babbington hasta que casi lloró. Daba pena ver eso.

—Pero eso no fue nada —intervino Archer—. Aquello fue producto de la ignorancia y la imprudencia, fruto de la juventud, como dice la Biblia. Pero esto fue algo horrible y como consecuencia por poco no podemos aprovechar la marea. No me extrañaría que mandara azotar a toda la tripulación el lunes y que incluso el contramaestre tuviera que azotar a su ayudante.

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