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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (11 page)

BOOK: Clochemerle
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Entretanto, el cortejo se encaminaba hacia la plaza de Clochemerle, donde se había levantado un estrado. Los clochemerlinos, a quienes el desayuno compuesto de suculentos embutidos rociados con tragos copiosos, había puesto de buen humor, se congregaron alrededor de la tribuna. Aprovechando la esplendidez del tiempo, los hombres iban a cuerpo y, por primera vez aquel año, las mujeres exhibían considerables superficies de piel mate, más blanca por haber estado resguardada todo el invierno. La contemplación de los atrevidos escotes, los hombros turgentes, las axilas donde brillaban gotitas de rocío y los apretados muslos, cuyos contornos se adivinaban bajo las ropas ligeras, regocijaban todos los corazones. La gente estaba dispuesta a aplaudir a quienquiera que fuese, por el simple placer de hacer ruido y sentirse revivir. Celestiales coristas preludiaban, con alados arabescos y desafinados gorjeos, porque aún carecían de práctica, los majestuosos solos de la elocuencia oficial. El sol era el jefe de protocolo y lo regía todo a la buena de Dios.

Comenzó la tanda de discursos con unas palabras de bienvenida y de agradecimiento de Barthélemy Piéchut, pronunciadas con discreción y modestia, sin hacer la menor alusión a la pugna de partidos. Dijo lo estrictamente necesario y atribuyó el mérito de las mejoras de Clochemerle a la municipalidad entera, gran cuerpo indivisible que debía su existencia al sufragio libremente expresado de sus conciudadanos. Luego se apresuró a ceder la palabra a Bernard Samothrace, que había de recitar su poesía de bienvenida a Bourdillat. El poeta desenrolló su legajo y dio comienzo a su lectura con voz fuerte y entonación expresiva y acentuando las intenciones del texto:

¡Oh vos, gran Bourdillat, de muy humilde cuna,

con vuestras facultades e incansable trabajo

lograsteis la conquista de los altos poderes

y honrar habéis sabido de Clochemerle el nombre!

Vos, que cumplir supisteis vuestra misión, y gloria

a este pueblo al que ahora regresáis habéis dado,

vos, cuyo nombre inscrito ya en la Historia se encuentra

recibid el saludo de un corazón sincero.

Que a Bourdillat Frangois, Emmanuel Alexandre,

el más esplendoroso y amado de sus hijos

a quien siempre ha esperado Clochemerle, el pueblo

os dedica orgulloso, triunfante, emocionado.

Repantigado en su poltrona, Bourdillat escuchaba estos elogios moviendo de vez en cuando su cabeza gris, que mantenía inclinada sobre el pecho.

—Dígame, Barthélemy —preguntó a Piéchut—, ¿cómo llama usted a esta clase de versos?

Tafardel, que, sentado detrás, no se separaba un momento del alcalde, respondió sin ser interpelado:

—Alejandrinos, señor ministro.

—¿Alejandrinos? —dijo Bourdillat—. ¡Ah, qué delicadeza! Sabe ir por el mundo este muchacho. Muy bien, muy agradecido. Lee como un actor de la Comedia Francesa.

El ex ministro pensaba que habían escogido los alejandrinos a modo de delicada atención, porque él se llamaba Alejandro.

Una vez terminada la lectura de la poesía, y mientras los clochemerlistas aplaudían y gritaban "¡Viva Bourdillat!", Bernard Samothrace, después de haber arrollado y vuelto a atar el papel, lo ofreció al ex ministro, que abrazó estrechamente al poeta. Un par de dedos índice detuvieron en el borde de los párpados unas lágrimas de excelente efecto. Entonces se levantó Aristide Focart. Recientemente elegido, militaba en la extrema izquierda del partido. Le animaba la fogosidad de la juventud que tiene que ganarlo todo y el afán de las ambiciones insatisfechas. Para ascender más de prisa, quería licenciar a los viejos políticos que, sin otra apetencia que ir tirando, se resistían a que se procediera al menor cambio. En ciertos medios comenzaba a hablarse de Aristide Focart como de un hombre del mañana. El político se daba cuenta de ello y también de la necesidad de sazonar cada uno de sus discursos con frases agresivas destinadas a lisonjear la fanática clientela en la cual se apoyaba. En Clochemerle, a pesar del ambiente de concordia que reinaba, no se privó de pronunciar palabras que apuntaban a Bourdillat:

—Las generaciones se suceden como las olas que se estrellan contra los acantilados y que por su repetición, poco a poco los van royendo. No debemos cesar en nuestra arremetida contra los viejos errores, los egoísmos, los privilegios escandalosos, los abusos y las desigualdades que vuelven a surgir. Hombres de méritos probados pudieron ser en tiempos pasados buenos servidores de la República. Hoy se ven laureados, y esto es justo. Yo soy el primero en celebrarlo. Pero en Roma los cónsules, cuando se les ceñía la frente con el lauro del triunfo, entregaban el mando a los jóvenes generales más activos, y esta medida, acertada y noble, contribuía a la grandeza de la patria. La democracia no puede nunca mantenerse estática. Los antiguos regímenes han perecido por inercia y por cobarde complacencia hacia los corruptores. Republicanos, nosotros no caeremos en este error. Seremos fuertes. Avanzaremos hacia el porvenir con firmeza de ánimo, animados por la generosidad, la justicia y la audacia que nos inspira nuestro ideal de elevar la Humanidad a un grado de dignidad y de fraternidad cada vez más perfectas. Por esto, Alexandre Bourdillat, mi querido Bourdillat, a vos, con la frente nimbada de la gloria más pura bajo los arcos de triunfo levantados en este hermoso pueblo de Clochemerle, que es el vuestro —lo acaban de expresar en términos distinguidos—, a vos, que nos habéis mostrado el ejemplo y que estáis en el apogeo de una magnífica carrera, permitidme que os diga: "No tengáis inquietud alguna. Esta República que tanto habéis amado y a la que tan provechosamente habéis servido, conservará, con nuestro esfuerzo, su juventud, su esplendor y su belleza."

Esta magnífica tirada despertó el entusiasmo general. Al propio tiempo Alexandre Bourdillat dio la señal para los aplausos y exclamó, extendiendo las manos:

—¡Oh, bravo! ¡Muy bien, Focart!

Luego, cambiando la expresión, retrepado en su poltrona, dijo en voz baja al alcalde de Clochemerle, que estaba sentado a su izquierda:

—Ese Focart es un granuja, un sinvergüenza con todas las de la ley. Está tratando de desbancarme por todos los medios y de abrirse paso a codazos. ¡Y he sido yo quien he hecho de él un político; yo, que hace tres años inscribí en la lista a ese canalla! Llegará lejos, con sus dientes afilados. Y la República, créalo usted, le importa un bledo.

A Barthélemy Piéchut no le cupo la menor duda de que con más razón que los abrazos y los lauros que mutuamente se prodigaban aquellos caballeros, las palabras que acababan de pronunciarse revelaban bien a las claras la expresión de una sinceridad absoluta. De ello dedujo que, por una falta de información, había cometido una torpeza al invitar simultáneamente a Bourdillat y a Focart, a pesar de que este último pasaba a veces por discípulo del primero. Sin embargo, no desperdició la ocasión de informarse y de arrimar el ascua a su sardina.

—¿Tiene Focart influencia en el partido? —preguntó.

—¿Qué influencia quiere usted que tenga? No hace más que ruido y procura atraerse a los descontentos. Pero esto no cuenta.

—En suma, que no puede uno fiar en sus promesas…

Bourdillat, desconfiado y preocupado, se volvió a Piéchut.

—¿Le ha hecho alguna? ¿A propósito de qué?

—¡Oh, nada, cosillas sin importancia…! Pura casualidad… Así que será mejor no confiar mucho en él, ¿verdad?

—En absoluto, Barthélemy. Cuando necesite usted alguna cosa, diríjase directamente a mí.

—Eso he pensado siempre hacer, pero temía molestarle…

—¡Vamos, Barthélemy, por Dios, qué cosas dice usted! ¡Dos viejos amigos como nosotros! Conocí a tu padre, el viejo Piéchut. ¿Te acuerdas de tu padre…? Ya hablaremos de tus asuntos. Entre los dos lo arreglaremos todo.

Contando, pues, con el apoyo de Bourdillat, Piéchut no pensó en otra cosa que en asegurarse el de Focart, insinuándole las promesas que le había hecho Bourdillat y preguntándose si era en verdad hombre de palabra y poderoso en el seno del partido. Las cosas iban entrando por buen camino. Recordó las palabras del viejo Piéchut, su padre, que Bourdillat acababa de evocar: "Si necesitas un carricoche y te ofrecen una carretilla, escoge lo más fácil. Acepta la carretilla y cuando llegue el carricoche, tendrás las dos cosas." Carricoche o carretilla, Bourdillat o Focart, no era posible saber… "El buen sentido de los ancianos suele acertar", pensó Piéchut. Había alcanzado la edad en que, rechazada por los más jóvenes su propia sabiduría, seguía los consejos que antes había rechazado. Se daba cuenta de que el buen sentido no es cosa que cambie de una generación a otra, sino de una edad a otra, en el curso de las generaciones sucesivas.

Le llegó el turno a Bourdillat, el último en hacer uso de la palabra. Se puso los lentes, sacó unas cuartillas y se puso a leer con aplicación. Decir que no era orador sería insuficiente. Tartajeaba lastimosamente al hablar. Sin embargo, los clochemerlinos se empeñaban en mostrar su contento, en parte a causa de la espléndida temperatura y en parte porque no abundaban las ocasiones de ver reunidos en la plaza Mayor a tantos prometedores Mesías. Igual que los que le precedieron, Bourdillat anunció un futuro de paz y prosperidad, en términos vagos, pero grandilocuentes, que no diferían sensiblemente de los empleados por los anteriores oradores. Todo el mundo se mostraba atento y respetuoso, salvo quizás el subprefecto, que no disimulaba que su atención era por encargo. Aquel hombre joven, distinguido, reflexivo, vestido de uniforme negro y plata, parecía un diplomático que se hubiera extraviado en una "kermesse" lugareña. Cuando apartaba la vista de la tribuna, sus facciones adquirían una expresión que correspondía exactamente a esta observación: "¡Qué papeles me obligan a desempeñar!" Había oído centenares de discursos parecidos, pronunciados por los prometedores de la luna del régimen. Y se aburría soberanamente.

De pronto, el final de una frase cobró una resonancia extraordinaria, que no obedecía a su contenido, sino a la forma en que fue pronunciada.

—…¡
Todos aquellos que han sido verdaderos republicanos
!

Al terminar la parrafada, Bourdillat, con un gran sentido de la oportunidad, hizo una pausa para que la frase produjera el efecto deseado en los iniciados.

—"¡Magnífico! ¡Bourdillat está en su mejor forma!" —se dijo el subprefecto tapándose la boca con la mano, como haría quien sintiera subírsele del estómago una pequeña inconveniencia que es decente reprimir. Y en el acto cesó su aburrimiento.

—¡
Errare humanum est
! —dijo Tafardel en tono doctoral—. Un lapsus, un simple lapsus, pero que no altera la belleza de las ideas.

—Lo sorprendente —susurró el notario a su vecino— es que ellos no lo hayan metido en Instrucción Pública.

No lejos se encontraba Oscar de Saint-Choul, cuyos botines, pantalones, guantes y sombrero componían una rara armonía de tonos café con leche. Con el estupor, se le distendieron los párpados y se le desprendió el monóculo. Al ajustárselo de nuevo, el gentilhombre, asombrado, exclamó:

—¡Por los manes de mi bisabuelo muerto en el destierro, nunca había oído tan extraña retórica!

Al mismo tiempo, un ruido extraño se produjo en aquella hermosa mañana. El farmacéutico Poilphard, al tratar de reprimir una sonora carcajada, emitió un sollozo que pareció un rebuzno.

Y el diputado Focart, que, sentado a la izquierda de Barthélemy Piéchut, daba furiosos resoplidos, no le ocultó al alcalde de Clochemerle su modo de pensar:

—¡Qué zopenco es ese Bourdillat, mi querido Piéchut! No tiene parangón, es un diplodocus de la "zopenquería". ¡Y pensar que se ha podido hacer de eso un ministro! ¿No conoce usted la historia? ¿De veras no la conoce usted? Pero, mi querido amigo, si en el Parlamento nadie la ignora… Le aseguro que no violaré ningún secreto al contársela.

Y a renglón seguido relató la carrera de Alexandre Bourdillat, hombre ilustre de Clochemerle y ex ministro de Agricultura.

Bourdillat llegó muy joven a París y trabajó como camarero en un café. Más tarde se casó con la hija de un cafetero y se estableció por su cuenta en Aubervilliers. Durante veinte años, su establecimiento fue un centro activísimo de propaganda electoral, la sede de varias agrupaciones políticas. A los cuarenta y cinco años, Bourdillat se entrevistó un día con un miembro influyente del partido.

—¡Por los clavos de Cristo —exclamó—, que hace ya mucho tiempo que envío diputados al Parlamento dando de beber gratis a todo el mundo! ¿Es que no va a llegar mi turno? ¡Yo quiero ser diputado!

Estas razones fueron consideradas lógicas, tanto más cuanto el cafetero disponía sobradamente de dinero para correr con los gastos de la elección. En 1904, a los cuarenta y siete años, fue elegido diputado por primera vez. El método que tan brillantemente le deparó el acta de diputado, lo empleó de nuevo para obtener la cartera de ministro. Durante unos años, no cesó de repetir:

—¿Es que se olvidan de mí? ¿Acaso soy más zote que los demás? ¡He contribuido más yo al auge del partido con mis aperitivos que cualquiera de esos señores con sus discursos!

Finalmente, en 1917, se presentó la ocasión. Clemenceau se disponía a formar Gobierno. En el piso entresuelo de la calle Franklin, recibió al jefe del partido.

—¿Qué hombres me propone usted? —dijo.

El nombre de Bourdillat, entre otros, surgió en primer lugar.

—¿Es un asno ese Bourdillat? —dijo Clemenceau.

—Por Dios, señor presidente —le contestaron—. Sin ser una notabilidad, Bourdillat, como político, pertenece a una honrada medianía…

—Precisamente eso quería decir —repuso el hombre de Estado dando un manotazo al aire con el que daba a entender que no era necesario prolongar la conversación.

Reflexionó un instante y, de pronto, dijo:

—No hablemos más, me quedo con ese Bourdillat. ¡Cuantos más imbéciles me rodeen, más fácil será que me dejen en paz!

—¿No le parece divertida la historia? —insistió Focart—. Clemenceau llamaba a la estupidez "el imperio de Alexandre" y a los imbéciles "los fieles súbditos de Alexandre, emperador de los zoquetes". ¿Ha oído hablar del discurso de Toulouse, la obra maestra de Bourdillat…?

Aristide Focart no interrumpía sus confidencias más que para aplaudir y dar calurosas muestras de aprobación. Sin embargo, Bourdillat seguía en sus trece, barajando unas con otras fórmulas ya experimentadas en el transcurso de cuarenta años de reuniones políticas. Dio lectura finalmente a las últimas líneas de la última cuartilla y el delirio de los clochemerlinos llegó a su punto álgido. Los elementos oficiales se levantaron y, seguidos de la multitud, se dirigieron por la calle Mayor hacia el centro de la población. Se iba a proceder a la feliz inauguración del pequeño edificio que los clochemerlinos llamaban ya "la pizarra de Piéchut".

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