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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (13 page)

BOOK: Clochemerle
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Durante dos meses, Justine Putet observó las idas y venidas que se producían alrededor de la flamante construcción y su furor iba cada día en aumento. Veía a los muchachos acosar torpemente a las chicas y a éstas provocar hipócritamente a los mozos, hasta que se producía un acercamiento entre las jóvenes gatitas mansas y los jóvenes palurdos, espectáculo que le hacía pensar que aquellos juegos encaminaban a la juventud hacia horrendas abominaciones. Más que nunca, a causa del urinario, las costumbres corrían un peligro mortal. Y por añadidura, con los calores, el callejón de los Frailes empezaba a oler fuertemente.

Después de haber reflexionado y orado largo tiempo, la solterona resolvió erigirse en el adelantado de una cruzada y enfrentarse en primer lugar con la más desvergonzada ciudadela del pecado. Bien abastecida debajo de la ropa de escapularios y medallas bendecidas, después de aderezar su veneno con la miel de la unción, se dirigió una mañana a la casa de la poseída del diablo, la infame, la perra Judith Toumignon, su vecina, a la que, desde hacía seis años, no había saludado.

La entrevista acabó mal por culpa de Justine Putet cuyo celo apostólico dio al traste con sus propósitos. Bastará transcribir el final de aquella animada conversación. Después de haber escuchado las lamentaciones de la solterona, Judith Toumignon repuso:

—No, señorita, no veo la necesidad de que haya que demoler el urinario. A mí no me molesta.

—¿Es que no advierte usted el hedor, señora?

—En absoluto, señorita.

—Pues permítame que le diga, señora Toumignon, que no es usted muy fina de olfato.

—¡Ni de oído, señorita! De esta manera no me preocupo de lo que puedan decir de mí…

Justine Putet bajó los ojos.

—Y lo que ocurre en el paseo, ¿le tiene también sin cuidado,señora?

—Por lo que sé, señorita, no ocurre nada incorrecto. Los hombres van allí a hacer lo que usted no ignora. Que lo hagan allí o en otra parte, ¿qué más da? ¿Qué mal hay en ello?

—¿Qué mal, señora? Pues que hay asquerosos que me hacen ver cosas horribles.

Judith sonrió.

—¿De verdad cosas horribles? Exagera usted, señorita.

Justine Putet se sentía siempre predispuesta a creerse ultrajada. Y replicó ásperamente:

—Ya sé, señora, que hay mujeres a las que esas cosas no las horrorizan. Cuantas más ven, más disfrutan.

La bella comerciante, poniéndose en jarras, balanceando su cuerpo magnífico y saciado, brillantemente victoriosa sobre aquella mujer celosa, le dijo socarronamente:

—Por lo visto, señorita, si la ocasión se presenta no deja usted de mirar esas cosas tan horribles…

—Pero yo no hago más que mirar, señora, y no podría decir lo mismo de algunas que no están lejos y que podría nombrar.

—Por lo que a mí respecta, señorita, no seré yo quien le impida que haga algo más que mirar. No le pregunto cómo pasa usted las noches.

—Pues las paso como es debido, señora. No le permito que insinúe…

—Yo no insinúo nada, señorita, y es usted libre de hacer lo que le venga en gana. Todo el mundo es libre.

—¡Yo soy una mujer honrada, señora!

—¿Quién le dice lo contrario?

—No soy de esas mujeres descaradas, de esas siempre generosas con el primero que se presenta… Cuando una se muestra generosa para dos, lo es también para diez. ¡Y se lo digo a la cara, señora!

—Para mostrarse generosa, señorita, hay que empezar por que le pidan a una algo. Habla usted de un tema que desconoce en absoluto.

—Ni quiero conocerlo, señora. Y estoy muy contenta de ello cuando me doy cuenta del abismo en que se hunden otras mujeres, por vicio.

—Permítame creer, señorita, en su abstinencia voluntaria, aunque no le de buen aspecto ni buen humor.

—No tengo necesidad de buen humor, señora, para hablar a ciertas mujeres que son la vergüenza… Yo sé quién entra y quién sale y a qué horas… Incluso podría decir las que hacen llevar cuernos a sus maridos. Le aseguro, señora, que podría decírselo.

—No se moleste usted, señorita. No me interesa en absoluto.

—¿Y si a mí me gustara hablar?

—En este caso, espere usted, señorita. Conozco a alguien a quien esto podría interesarle.

Judith volvióse hacia la trastienda y llamó:

—¡Frangois!

En el acto apareció Toumignon en el marco de la puerta.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Con un sencillo movimiento de cabeza, su mujer le señaló a Justine Putet.

—La señorita quiere hablarte. Es ella la que dice que te hago cornudo, supongo que con Foncimagne, porque al parecer no se habla de otra cosa. En fin, Frangois, eres un cornudo. Y esto es todo.

Toumignon era uno de esos hombres que palidecen fácilmente y que tienen una palidez febril, de reflejos verdes francamente desagradables a la vista. Avanzó hacia la solterona.

—En primer lugar —dijo—. ¿Qué hace aquí esta rana?

Justine Putet se irguió y trató de protestar, pero Toumignon no la dejó hablar.

—¡Esta chinche no hace más que meterse donde no le importa! ¿Porqué no se preocupa de lo que pasa debajo de sus faldas? ¡No debe oler ciertamente a rosas! Y largúese en seguida, pedazo de carroña.

La solterona perdió el color. Su tez cobró un tono amarillento.

—¡Oh, me está usted insultando! —protestó—. Y esto no quedará así. No me toque usted, borracho. El señor arzobispo sabrá…

—¡Fuera de aquí —rugió Toumignon—, o te aplastaré como a una cucaracha! ¡Largo, basura de Putet! ¡Ya te enseñaré si soy cornudo, vieja enferma de ictericia y con almorranas!

La llenó de improperios hasta que Justine llegó al callejón de los Frailes. Volvió excitado y ensoberbecido.

—Ya has visto —dijo a su mujer— de qué manera he despachado a la Putet.

Judith Toumignon hacía gala de esa indulgencia tan corriente en las mujeres voluptuosas.

—La pobre lo echa de menos —observó—. Y claro, esto la martiriza…

Y añadió:

—Tú tienes la culpa, Frangois, de lo que murmura la gente. No pasa día que no traigas a casa a Foncimagne. Das pie a que hablen de mí. Ya sabes que la gente es mala…

Toumignon no había agotado todavía su caudal de ira y las palabras de su mujer le depararon la ocasión de emplearlo.

—Hyppolite vendrá cuando a mí me dé la gana. No serán los otros quienes me digan lo que tengo que hacer.

Judith suspiró y tuvo un gesto de impotencia.

—Demasiado sé, Frangois, que siempre te sales con la tuya —dijo aquella hábil mujer.

Piadosa, ejemplar, Justine Putet sentíase identificada con lo más sagrado de la iglesia. La abominable afrenta que acababa de sufrir, en la que veía, a través de su persona, un odioso atentado contra la buena causa, la llenó de un rencor que, a su juicio, no era sino la propia emanación de la ira celestial. Y así, armada de una espada de fuego, fue a ver al cura Ponosse para exponerle sus amargas lamentaciones.

Le dijo que el urinario era motivo de escándalo y de corrupción, una garita inmunda donde el infierno apostaba centinelas audaces que apartaban de sus deberes a la juventud femenina de Clochemerle. Afirmó que se trataba de la maniobra impía de un Ayuntamiento condenado al fuego eterno del infierno por haber levantado aquella construcción. Y, finalmente, le instó a que exhortase a la unión de los buenos católicos para conseguir el derribo de aquel antro de abyección.

Pero al cura de Clochemerle le inspiraban un sacro horror esas misiones de violencia cuyo resultado no sería otro que sembrar la división entre su rebaño. Aquel indulgente sacerdote, de vuelta ya de las imprudencias de antaño, no quería apartarse de la vieja tradición francesa de la iglesia galicana, por lo que soslayaba toda posible confusión entre lo espiritual y lo temporal. Era evidente que el urinario pertenecía a lo temporal y, por lo tanto, dependía del municipio. Y además, no estaba de acuerdo en que aquel útil edículo pudiera ejercer sobre las almas el detestable efecto que denunciaba su intransigente feligresa. Y eso fue lo que intentó explicar a la solterona:

—La naturaleza tiene sus necesidades, mi querida señorita, necesidades que nos han sido impuestas por la Providencia. Y ésta no puede juzgar perversa una construcción que al fin y al cabo es útil y provechosa.

—¡Esta argumentación podría llevarnos muy lejos, padre! —replicó Justine—. Y llegaríamos a la conclusión de que justificaríamos como imperativos de la naturaleza la indecente conducta de cierta gente… Cuando la Toumignon… Ponosse atajó a la solterona en el límite de la discreción caritativa.

—¡Ni una palabra más, señorita! No debe usted nombrar a nadie. Sólo en el confesonario me es permitido escuchar los pecados y cada cual debe hablar de los suyos.

—Tengo derecho, padre, a hablar de lo que no es un secreto para nadie. Esos hombres que, en el callejón, no toman las debidas precauciones, que lo enseñan todo, padre…

Ponosse, ahuyentando de su mente aquellas visiones profanas, trató de restituirlas a la exacta proporción que les asigna la ley de los fenómenos naturales.

—Debo decirle, mi querida señorita, que los actos inmodestos que usted haya podido sorprender obedecen sin duda a las licencias sin malicia que suele permitirse la gente del campo. A mi juicio, esos actos, lamentables, desde luego, pero raros, no son objeto de contaminación para nuestras hijas de María, que, mi querida señorita, van por la calle con los ojos bajos, púdicamente bajos…

Esta candidez sacó de quicio a la solterona.

—Le aseguro, padre, que las hijas de María tienen ojos de lince. ¡Lo sabré yo, que las veo desde mi ventana! Yo sé dónde les aprieta el zapato y no quiero ni pensarlo. Sé de algunas que no conceden el menor valor a su inocencia. La cederían por nada, por menos de nada, y aún darían las gracias —acabó diciendo Justine Putet con una sonrisa sarcástica.

El cura de Clochemerle, de natural indulgente, no podía admitir esta continua presencia del mal. Así, pues, de resultas de su experiencia personal, el buen cura opinaba que los extravíos humanos son de corta duración y que }a vida, al seguir su curso, ahuyenta las pasiones, que acaban por reducirse a polvo. A su juicio, la virtud era solamente cuestión de paciencia, de tiempo. Y trató de tranquilizar a la devota:

—No creo, mi querida señorita, que nuestras piadosas muchachas adquieran de ciertas cosas un conocimiento prematuro… aunque sea… ¡ejem…! visual. Pero suponiendo lo contrario, cosa que no me atrevo a suponer, no quedaría el mal sin remedio, puesto que podría transformarse en un bien mediante la publicación de las amonestaciones, ni tampoco sin utilidad, ¿por qué no decirlo?, pues encaminaría progresivamente a nuestras jóvenes a revelaciones que un día u otro… Nuestras queridas hijas de María, señorita, están destinadas a ser un día buenas madres de familia. Si, por desgracia, una de ellas se anticipara un poco, el sacramento del matrimonio pondría rápidamente las cosas en orden.

—¡Vaya solución! —exclamó Justine Putet, incapaz de contener su indignación—. Parece que usted no desaprueba los líos…

—¿Los líos? —exclamó el cura de Clochemerle, visiblemente horrorizado—. ¿Los líos? Por los clavos de Cristo, señorita, ¿cómo puede usted suponer que dé mi aprobación a tales cosas? Lo que quiero decir es que este mundo se mueve, con el permiso de Dios, por la mano del hombre y que las mujeres están destinadas a la maternidad. "Parirás con dolor." Y cuando se trata de dolor, señorita Putet, no puede hablarse de líos. Lo que he querido decir es que es ésta una misión a la que nuestras muchachas deben prepararse ya desde jóvenes.

—Así que las que no tienen hijos no sirven para nada. ¿No es eso, padre?

Ponosse se dio cuenta de su torpeza… Y el pasmo le dictó estas palabras tranquilizadoras:

—¡Por Dios, señorita, qué susceptible es usted! Al contrario, lo que le falta a la Iglesia son almas escogidas. Y usted es una de ellas. Una predestinación poco común que Dios concede a unos cuantos escogidos, y séame permitido decirlo sin poner en duda el dogma de la gracia. Pero las almas escogidas son contadas. No podemos pretender que toda la juventud femenina siga ese camino… ejem… esa senda virginal que, mi querida señorita, exige la posesión de cualidades verdaderamente excepcionales…

—¿Y su opinión sobre el urinario? —preguntó Justine Putet.

—Pues dejarlo donde está. Provisionalmente, mi querida señorita, provisionalmente. En este momento, un conflicto entre la Iglesia y el municipio no haría más que perturbar la paz de las almas. Tenga usted paciencia. Y si por azar aparece ante su vista algún objeto deshonesto, aparte los ojos, mi querida señorita, y contemple la inmensidad de los espectáculos que la Providencia nos depara de continuo. Estos pequeños inconvenientes aumentarán el caudal de sus méritos, ya grandes. Y en cuánto a mí, señorita Putet, rezaré para que todo tenga el mejor arreglo posible. Sí, voy a orar mucho.

No tardó en conocerse en todo el ámbito de Clochemerle el incidente ocurrido en las "Galeries Beaujolaises". Encargáronse principalmente de divulgarlo Babette Manopoux y madame Fouache, elocuentes personas cuya misión consistía en cultivar la croniquilla escandalosa del pueblo confiando los episodios secretos a determinados oídos en los que fermentaban con gran provecho y utilidad.

Babette Manopoux, la primera de estas informadoras, era la comadre más activa del barrio bajo. Desarrollaba sus vigorosos comentarios en el lavadero, ante una asamblea de comparsas resueltas y aguerridas por el manejo cotidiano de la pala y la ropa sucia, temibles marimachos que se hacían temer de los hombres y cuya lengua no se daba punto de reposo. Si una reputación caía entre las manos de tales intrépidas, a los pocos minutos era triturada y distribuida en jirones casa por casa, al mismo tiempo que los paquetes de ropa lavada.

Madame Fouache, la estanquera, tenía a su cargo, con el mismo celo, la crónica del barrio alto. Pero sus métodos eran muy distintos. Mientras las analistas populares con los brazos en jarras, lanzaban rotundas afirmaciones cargadas de epítetos, madame Fouache, mujer cautelosa y que sabía muy bien lo que se traía entre manos, preocupada sobre todo por ejercer un arbitraje imparcial —en consideración al estanco, que debía seguir siendo terreno neutral—, procedía por medio de suaves insinuaciones, preguntas capciosas, indulgentes reticencias, dolientes exclamaciones de horror, de sorpresa, de conmiseración, todo ello sazonado con gran profusión de irresistibles alientos, tales como "mi buena, mi querida señora, mi simpática señorita, si me lo dijera otra que no fuera usted, no lo creería", etc., que incitaban dulcemente a las más reacias a confiarse a aquella compasiva mujer. No había en Clochemerle quien supiera maniobrar con tal maña y discreción.

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