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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (15 page)

BOOK: Clochemerle
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—¡Después de este golpe…! —murmuraban, aterradas, las madres cuyas hijas iban para los quince años.

En el estanco, donde acudían diligentemente las comadres cuando ocurría algún acontecimiento importante, madame Fouache, con un tono de tristeza altamente moral, comparaba las costumbres de dos épocas y el paralelo resultaba totalmente ventajoso para los tiempos pasados:

—Antes —decía— ni siquiera podían imaginarse cosas como éstas. Sin embargo, yo me eduqué en la ciudad donde, como es sabido, las ocasiones son más numerosas y más tentadoras. ¡Y había que verme cuando tenía veinte años! Hoy puedo decirlo… Les aseguro que todos los hombres volvían la cabeza cuando yo pasaba… Pero nunca, señoras, ni que decir tiene, permití que nadie se me acercara, ni siquiera que me tocara con la punta del dedo. Como decía mi pobre Adrien, que por el puesto que ocupaba tenía buen gusto y sabía juzgar las cosas: "Cuando te conocí, Eugénie, no se te podía mirar a la cara. Deslumbrabas como el sol, Eugénie." Apuesto y de habla seductora, cuando estaba delante de mí, al fin y al cabo una pobre muchacha, yo temblaba como una hoja en el árbol. Como me decía más tarde: "En cuanto a la honestidad, yo estaba convencido de que no era necesario hacer indagaciones. ¡Eres, Eugénie, ejemplo de mujeres virtuosas!" Debo decirles, señoras, que recibí la educación que se daba entonces en la buena sociedad…

—Y además, madame Fouache, encontró usted un hombre de los que ahora no se estilan.

—Usted lo ha dicho, madame Michat. Adrien no era un cualquiera, era un hombre de modales exquisitos. De todos modos, madame, hay que decir que los hombres son lo que las mujeres quieren que sean.

—¡Qué gran verdad, madame Fouache!

—Lo que sí puedo asegurarle es que a mí nadie me ha faltado al respeto.

—Ni a mí, madame Lagousse, puede usted creerlo.

—Las que permiten que se les falte al respeto, se lo han buscado.

—¡Claro!

—¡Acaba de decir usted una gran verdad, madame Poipanel!

—Son unas cualquieras.

—¡Unas viciosas!

—O unas curiosas. Y, sin embargo, Dios sabe que en realidad…

—Sí, en realidad…

—Se cuentan muchas cosas sobre esto. Pero cuando se ven de cerca…

—Se siente una decepcionada.

—¡Es una filfa!

—Yo no sé cómo son ustedes, señoras. Pero eso a mí no me ha dicho nunca nada.

—Ni a mí tampoco, madame Michat. Si no tuviera una que mostrarse complaciente…

—Y por otra parte, el deber cristiano…

—Y el tener que retener a los maridos para que no busquen fuera… —¡Claro!

—¡Encontrar placer en eso!

—¡Y pensar que las hay…!

—¡Un verdadero sacrificio!

—¿No lo cree usted así, madame Fouache?

—Ciertamente, señoras. Cuando he tenido que prescindir de ello, les aseguro que no lo he echado de menos. Y les diré que Adrien no era de esos hombres vehementes…

—Es una suerte. Hay mujeres que debido a los abusos han perdido la vida.

—¿No exagera usted, madame Lagousse?

—¡Ah, madame Poipanel, podría decirle algunos casos…! Tenga usted en cuenta que hay hombres que nunca están satisfechos. ¿Conoció usted a la Trogneulon, que vivía en el barrio bajo y que murió en el hospital hace cosa de siete u ocho años? Pues murió de eso, madame Poipanel. Puede usted informarse. Eran noches enteras las que pasaba con un hombre que parecía loco. La trastornó por completo. Sufría de horribles pesadillas y siempre lloraba…

—¡Es una verdadera enfermedad!

—¡Es horrible!

—¡Peor que los animales!

—Vamos, que las mujeres estamos muy expuestas. Nunca se sabe con quién vamos a tropezar.

—A propósito, madame Fouache, ¿se sabe ya quién ha deshonrado a Rose Bivaque?

—Voy a decíroslo, señoras. Pero que quede entre nosotras. Es un joven militar que sólo fuma cigarrillos hechos. Se llama Claudius Brodequin.

—¡Por Dios, madame Fouache, si está cumpliendo el servicio en el regimiento!

—Pero estaba aquí, en abril, para la inauguración. Un militar que no compra más que "gauloises", no se me olvida fácilmente. Hoy se necesita, por lo visto, muy poco tiempo para hacer caer a las jovencitas… ¿Un poco de rapé, señoras? Las invito…

Estas que acabamos de oír no eran más que unas comadres más charlatanas que activas, buenas sobre todo para los gemidos de espantos y lamentos colectivos. Sin embargo, por su parte, las mujeres piadosas no permanecían inactivas. Actuaban bajo el mando de Justine Putet, más hosca, más amarilla, más biliosa y más mordaz que nunca. Iba de casa en casa, de cocina en cocina a propagar la buena nueva.

—¡Qué horror, Dios mío, qué horror! ¡Una hija de María, madame! ¡Qué vergüenza para Clochemerle! Yo ya lo había vaticinado… Con las indecencias que se cometen en el callejón, las cosas no podían acabar de otra manera. ¡Y Dios sabe lo que les puede ocurrir a las otras hijas de María…! Toda una juventud corrompida…

Desarrolló tanta actividad que rápidamente aumentó el cortejo de las desamparadas, de las amargadas, de las enranciadas, de todas aquellas cuyo vientre había permanecido seco y estéril. De tal modo vociferaban sobre el horrible escándalo que se había producido que el cura Ponosse, acusado de hacer la vista gorda a toda clase de corrupciones, no tuvo más remedio que acoger bajo su patronazgo a las iracundas vestales. Predicóse la cruzada contra el urinario, causa de todo el mal, pues, atrayendo a los muchachos al paso de las chicas, había incitado a éstas a comerciar vergonzosamente con el diablo.

Tanta amplitud adquirió la cuestión del urinario que dividió a los clochemerlinos en dos encarnizados bandos. El partido del cura, al que llamaremos los urinófobos, era presidido por el notario Girodot y Justine Putet, bajo la alta protección de la baronesa de Courtebiche. En el partido contrario, el de los urinófilos, destacaban Tafardel, Beausoleil, el doctor Mouraille, Babette Manopoux y otros, protegidos por Barthélemy Piéchut, que actuaba tras cortina reservándose para sí las decisiones importantes. Contábanse también entre los urinófilos notables el matrimonio Toumignon y el matrimonio Torbayon, cuyo criterio en este asunto obedecía sobre todo a los intereses comerciales; al salir del urinario, los clochemerlinos solían entrar en la posada y en las "Galeries Beaujolaises", que les cogía de paso. Y allí se dejaban el dinero.

Sumándose al partido de los urinófobos, un hombre como Anselmo Lamolire, tomó partido contra Barthélemy Piéchut. En cuanto al resto de la población, su actitud la determinó sobre todo el papel ejercido por la mujer en el interior del hogar. Donde las mujeres mandaban, lo que era tan frecuente en Clochemerle como en cualquier otra parte, se manifestaban en general en favor del partido del cura. Había, por último, los irresolutos, los neutrales y los indiferentes. Entre estos últimos se contaba mademoiselle Voujon, de Correos, que no se interesaba por ninguna facción determinada. En cuanto a madame Fouache, lo escuchaba todo con atención, alternaba su condolencia a derecha e izquierda con frases alentadoras: "¡Oh, sí, tiene usted razón!", pero no se declaraba oficialmente en favor de nadie. El tabaco, producto de monopolio, debía estar por encima de los partidos. Si los urinófilos eran grandes consumidores de tabaco picado, los fumadores de cigarros puros se reclutaban principalmente entre los urinófobos. La baronesa de Courtebiche compraba, para sus invitados, cajas enteras de cigarros de las mejores marcas. Y también el notario Girodot solía fumar cigarros caros.

El prototipo del indiferente era Poilphard. Otras cosas absorbían su atención. El farmacéutico había cogido un fuerte resfriado. Una especie de vaho húmedo y viscoso le cubría el rostro y de su nariz colgaban tristes y desmayadas estalactitas. Aquella continua humedad facial provocó en él una recrudescencia semierótica. Había encontrado en Lyon a una prostituta sin clientela, una mujer descarnada, de aspecto ruin y miserable. Una verdadera maravilla para Poilphard, con su rigidez cadavérica, los huesos puntiagudos y salientes en las articulaciones de la pelvis, el vientre hundido a consecuencia de las vigilias, las prominentes costillas de crucificada y los senos ajados y abundantes en pliegues superpuestos, parecidos a balones de gas vacíos. Este raro talento de evocación mortuoria quiso desarrollarlo Poilphard en un marco que le diera el debido realce. En una callejuela del barrio de los Jacobinos tomó en alquiler un entresuelo oscuro y un poco cochambroso, y una o dos veces por semana se trasladaba a Lyon para efectuar siniestros simulacros de fúnebres exequias.

El cuerpo de la mujer cobraba una inmovilidad tan satisfactoria, un tinte ceroso tan perfecto, que Poilphard se permitía el inmenso placer de contemplarlo desnudo entre dos antorchas fúnebres. Y, además, el hedor a inmundicias que venía de la escalera le procuraba la ilusión del estado de descomposición. Era el escenario ideal para provocar esos trasportes de un género tan especial. Quedó tan complacido de aquella imitación cadavérica que se comprometió a entregar a la mujer una pensión mensual, no muy crecida, desde luego, ante el temor de que el bienestar hiciera desaparecer aquel aspecto huesudo y aquel tinte exangüe que le exaltaban. De todos modos, su temor era injustificado. La gran voracidad de su pupila había de saciar veinticinco años de miseria. Los alimentos introducidos en aquella sima de un pasado de hambre no aumentaban en un solo gramo el peso de la desgraciada. Aquella capacidad de hartarse sin engordar era del agrado de Poilphard, que dedicaba a su protegida gran parte de su tiempo y abundantes lágrimas. Nunca su viudez le había provocado tantas voluptuosidades, por lo que, entregado a su pasión, se desinteresaba por completo de los acontecimientos que dividían a Clochemerle en dos bandos irreconciliables.

Mientras iban acumulándose los resentimientos en espera del momento de manifestarse públicamente, Rose Bivaque exhibía sin sonrojarse su vientre incipiente, que comenzaba a sobresalir con una impertinencia que constituía un reto a los principios, porque en él germinaba un pequeño y anónimo clochemerlino y la gente no sabía si recibiría en el bautismo el apellido Bivaque o el dé Brodequin o de un tercero que, a favor de las noches primaverales, hubiera tomado parte también en aquel turbio asunto. Porque huelga decir que las malas lenguas comentaban y aumentaban desmedidamente las faltas de la pobre muchacha. Tanta maldad indignaba a Tafardel, hombre generoso a pesar de sus ridiculeces, y partidario de llamar las cosas por su nombre hasta el punto de que, con su acostumbrada grandilocuencia, un día dijo en la calle a la joven pecadora:

—¡Hay que creer que el bastardo no será ningún príncipe, jovencita! ¡Ah, si hubiese escogido usted un progenitor cargado de blasones como un cigarro puro! Entonces su vientre hubiese sido adorable y su fruto glorioso.

Esas palabras confortadoras escaparon a la comprensión de Rose Bivaque, muchacha de corazón sencillo, de fecundas entrañas, de un organismo sano y cuyo estado no le producía el menor malestar. Lamentaba, eso sí, no poder llevar ya la cinta de hija de María. Sin embargo, en aquella fase de su embarazo, la inconsciente muchacha tenía un aspecto inmejorable y una cara radiante hasta el punto que al mirarla todo el mundo le sonreía como dándole ánimos en su prometedora maternidad. Este frescor y esta lozanía que irradiaba todo su ser era lo que menos le perdonaban las mujeres irreprochables. Pero Rose Bivaque no comprendía el odio. Esperaba a su Claudius Brodequin, que iba a llegar de un día a otro.

Capítulo 8
Llegada de Claudius Brodequin

A las cuatro de la tarde, bajo el tórrido sol de agosto, el tren se detiene en la estación de Clochemerle. Se apea un solo viajero, un militar con uniforme de cazador y que lleva en la bocamanga el distintivo de soldado de primera clase.

—¿Ya estamos de vuelta, Claudius? —le pregunta el mozo que recoge los billetes.

—Sí, otra vez de vuelta, Jean-Marie —responde el militar.

—A tiempo para las fiestas, ¿verdad, tunante?

—Y con este tiempo las fiestas serán espléndidas.

—Sí, creo que serán espléndidas.

Cinco kilómetros de carretera empinada separan la estación del pueblo. Al fin y al cabo, una hora escasa de camino para un militar que lleva una buena marcha, una marcha de cazador, la mejor marcha y la más viva de cualquier soldado del mundo. Claudius Brodequin toma la carretera que cruje amistosamente bajo las fuertes botas, bien claveteadas, que le sientan como un guante.

Siempre es un placer ver otra vez su pueblo, sobre todo cuando le esperan a uno cosas agradables. Claudius Brodequin está contento y orgulloso de su oscuro uniforme ornado con un galón de soldado de primera clase, llamado a ascender a cabo antes de terminar el servicio, y cabo de cazadores, lo mejor que hay como cabo. Buen soldado, buen cazador, bien conceptuado en la compañía, tal es Claudius Brodequin, con su boina, su guerrera y sus pantalones de cazador, que son los mejores pantalones del ejército, los más bonitos pantalones de todos los ejércitos del mundo, los más completos, los mejor cortados y los más holgados en el sitio necesario. Pantalones de paño, pero así y todo… Además, no todo el mundo puede vanagloriarse de poseer unas bandas bien enrolladas, con doble cantidad de tela que los soldados ordinarios, que rodean las bandas sin cruzarlas, lo que da como resultado unos tobillos deformados y carentes de gracia y unas piernas rectas como palos. Todo el aplomo de Claudius Brodequin está en sus bandas. Para caminar bien, para trepar por cualquier sitio, son necesarias, huelga decirlo, unas bandas, como también es sabido que el valor de un infante depende sobre todo de su capacidad en efectuar largas marchas a buen paso. Y así camina Claudius Brodequin, cazador de primera clase, andarín incansable al paso de cazador, el paso más marcial que existe, el más brillante para un desfile.

En el regimiento, Claudius es el cazador Brodequin, matrícula 1103. Ya hemos dicho que es un excelente cazador, pero a pesar de todo está un poco desorientado por haber perdido sus puntos de apoyo. Aquí, al contacto con este pueblo al que acaba de llegar, se siente de nuevo el Claudius de antes, el verdadero muchacho de Clochemerle, aunque un poco más taciturno y reposado, debido sin duda a la vida cuartelera. Con el corazón alegre a la vista de los ribazos y de los ubérrimos viñedos, siente ya la comezón de llegar pronto al pueblo. Se las promete muy felices, sobre todo porque las fiestas saben a bollo caliente, vino fresco, sudores femeninos y cigarros con anillo. Y espera disfrutar con Rose Bivaque, con sus senos turgentes y tibios que tan agradables resultan al tacto, mientras ella se defiende por pura fórmula, sin apenas decir nada, porque pocas cosas tiene por decir, y porque la presión de las manos calientes de Claudius la deja atontada. Hasta el punto de que una vez conquistado el pecho, lo demás no ofrece resistencia alguna. Rose Bivaque es una buena muchacha, llena de dulces exquisiteces, a la que se estrecha entre los brazos con verdadero deleite. Claudius no hace más que pensar en ella. Por esto, sobre todo, ha solicitado un permiso.

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