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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

Clochemerle (38 page)

BOOK: Clochemerle
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"En esto, como le decía, llegan los soldados a Clochemerle. Un centenar de muchachos con todo el vigor de la juventud y la fogosidad propia de sus años, que sólo pensaban en las faldas y en lo que había debajo. Todas la mujeres se consideraban objetivo militar y pensaban en ese refuerzo de sana lozanía que permanecía desocupado en los cuarteles, y en lo mucho que debían de sufrir los mozos, lo que despertaba su compasión. Nuestras buenas mujeres tienen un gran corazón y están siempre dispuestas a prodigar sus consuelos.

"Voy a hacerle una observación sobre el modo como yo comprendo ciertas cosas. La llegada de los soldados transtorna siempre a las mujeres. Hay quien dice que el efecto que les produce se debe a los uniformes, pero, a mi juicio, obedece a la contemplación de un numeroso conjunto de hombres, jóvenes y fuertes, en plena actividad, cuyas miradas les queman la piel, y por otra parte, a la idea que por sí mismas se han forjado de los soldados. Se los imaginan siempre prontos a levantar faldas y a ir directamente al grano sin tomar consejo ni pedir permiso. Esto les da la sensación de una violación posible que les inflama la sangre. Esto sin duda les viene de sus tatarabuelas que debieron de encajar lo suyo cuando la soldadesca desmandada asolaba el país. Por lo tanto, resulta fácil comprender que la idea que se han forjado de los soldados las encandila de tal modo que se agita en ellas el poso dormido de sinnúmero de enfebrecidas sensaciones. Las mujeres, me refiero a las verdaderas hembras, la que más la que menos han soñado todas en proferir un grito de terror ante un apuesto muchacho que las hiciera suyas en un abrir y cerrar de ojos, porque, dicho sea de paso, el mismo espanto las hace ponerse en posición adecuada. Y abundan ciertamente las mujeres que preferirían que no se les pidiera su opinión a fin de no sentir después pesar ni remordimientos y poder decir: «¡Oh, no fue culpa mía!» Lo que las agita y las hace soñar, al ver soldados, es pensar que uno de ellos podría echarse sobre ellas, y este solo pensamiento las hace arder. Cuando los hombres y las mujeres se miran fijamente, como ocurre al paso de un regimiento, se hacen muchos cornudos con la imaginación. Si lo que a las mujeres les pasa por la cabeza ocurriera de verdad, se vería una cochina feria de nalgas, ¿no lo cree usted así?

"Pues como le decía, señor, cuando vi aquel centenar de mozos acampados en Clochemerle, en seguida pensé que no tardaría en armarse un escándalo. En efecto, todas las mujeres salieron de sus casas, y con el pretexto de sacar agua con la bomba se agachaban bastante más de lo debido. Con el corpino desabrochado que dejaba ver muy adentro y las amplias faldas que no eran precisamente un modelo de recato, ya puede usted imaginarse las miradas de los muchachos. Las condenadas debían de darse cuenta de ello, y creo que éste era el motivo de sus constantes viajes a la bomba, a la que no suelen ir a menudo, pues en nuestros campos no suele faltar el agua. En fin, hombres y mujeres, francamente o con disimulo, se miraban y bromeaban. Las mujeres se guardaban muy mucho de traslucir sus pensamientos, pero los soldados hacían lo contrario, aunque ello molestara a los maridos, a los que tienen sin cuidado sus mujeres, pero que, como es sabido, vuelven a interesarse por ellas cuando alguien las mira. Las mujeres, cuando se dieron cuenta de que eran deseadas, perdieron la cabeza. Las de un natural triste y retraído se ponían a cantar a voz en grito, lo que hacía que el lavadero se convirtiera en un lugar de jolgorio, donde las más bravías veían con agrado la ocasión que se les presentaba de echar una cana al aire.

"Esta agitación no podía dejar de tener consecuencias. Surgieron los chismorreos y se afirmó que Fulana, que Zutana… Sin duda se exageraba un tanto.

"Cuando una moza se veía asediada por los muchachos o éstos la requebraban con más frecuencia que a sus vecinas, las envidiosas atacaban en seguida su reputación y contaban con toda clase de detalles las obscenidades que cometía en un desván o en el rincón oscuro de una bodega. Desde luego, estas cosas ocurrían, pero no tanto como se decía. De todos modos, las mujeres anduvieron bastante baqueteadas y las que más se distinguieron fueron, sin duda, las que no decían esta boca es mía. Ya sabe usted que las más parlanchínas son las que, a fin de cuentas, hacen menos. Todo se les va en palabras, mientras que las que lo pasan bien no tienen necesidad de hablar. Eran, sobre todo, objeto de la mayor atención las mujeres que hospedaban a los oficiales, pues es cosa sabida que los galones facilitan mucho las cosas. Ya se da usted cuenta de que la vanidad encuentra siempre acomodo. Así, pues, los compadres y las comadres de Clochemerle no se recataban en decir que la Marcelle Baronet no debía de perder el tiempo con el joven teniente que tenía encerrado siempre en su casa. De todos modos, no había motivos para censurarla, pues era viuda de guerra y en cierto sentido tenía bien merecida aquella compensación que no perjudicaba a nadie y satisfacía a dos personas. Sin embargo, el centro de operaciones militares lo constituía la tienda de la Judith, que tanto efecto ha hecho siempre en los hombres. Pero allí no había nada que hacer. Ella no encontraba ningún hombre más guapo que su Hippolyte.

"La que me interesaba más que las otras era la Adele, en cuya casa se albergaba el capitán Tardivaux, el primer personaje del pueblo desde el punto de vista de la autoridad y la novedad. Después de haber pasado por la vergüenza de haber sido abandonada por Foncimagne, de manera que todo el burgo lo sabía, la Adele no era ya la misma de antes, por lo que la llegada de un capitán a la posada había de alegrarla. Porque, además, tener hospedado a un capitán confiere cierto rango, es algo más que tener a un Foncimagne cualquiera, al fin y al cabo, un escribano de tres al cuarto. Pero el capitán a mí no me la dio con queso… A las primeras de cambio se dirigió a las «Galeries Beaujolaises», como hacen todos los que llegan al pueblo. Al darse cuenta de que en aquel lado de la calle no obtenía rendimiento alguno, se trasladó al otro lado instalando junto a la ventana una especie de despacho, con el propósito, claro está, de no perder de vista a la Adele y de ir adelantando en su propósito, que no es necesario decir cuál era. El cerdo forastero no perdía de vista a la Adele, lo que significaba una afrenta para nosotros porque, al fin y al cabo, la Adele era del pueblo. Si una de nuestras mujeres engaña a su marido con un clochemerlino, no hay nada que decir porque hace al mismo tiempo un cornudo y un hombre feliz. Dése usted cuenta, si a este respecto los hombres se mostrasen demasiado severos, ¿cómo querría usted que se encontraran ocasiones en nuestros pueblos, donde todo el mundo se conoce? Por esto, el espectáculo de una de nuestras mujeres engañando a su marido con un forastero nos viene muy cuesta arriba. Serían unos calzonazos los clochemerlinos si se cruzan de brazos mientras la zorra se despacha a su gusto.

"Sin embargo, aunque la cosa se veía venir, nadie se atrevía a quejarse, porque la gente no aprecia mucho a Arthur, que se cree más astuto que Fulano y que Zutano y toma a los demás por tontos, al tiempo que va llenando el cajón del mostrador de buenas monedas. En una palabra, el Arthur no es santo de mi devoción. Y por añadidura debo decirle que el año anterior, con el café atestado, Arthur hizo una apuesta.

"—Es cornudo el que quiere serlo —dijo—. Yo no quiero serlo y no lo seré.

"—¿Cuánto apuesta? —preguntó Laroudelle.

"—Vamos a concretar —repuso Arthur—. El día en que se demuestre que soy un cornudo, pongo una cuba llena de vino en medio de esta sala, y que beba quien quiera, sin pagar, durante una semana.

"Convendría usted en que es una apuesta de un hombre imbécil y vanidoso. De sobra sabía todo el mundo que había perdido la apuesta por lo de Foncimagne, pero nadie quería encargarse de decírselo. Entre las ganas de beber sin pagar y el temor de comprometer a la Adele, todo el mundo prefería callar.

"Desde el momento que no nos aprovechábamos de la apuesta, nos regocijaba la idea de que Arthur fuera cornudo por segunda vez. Seis meses antes no se hubiera concedido ninguna posibilidad de éxito al cerdo de Tardivaux, pero pasado Foncimagne a la reserva, la cosa cambiaba de aspecto. Eramos, pues, dos o tres los que teníamos la misión de vigilar de cerca el desarrollo de los acontecimientos. No era tarea fácil, ciertamente, puesto que la Adele no hacía sonar las campanas para ponernos al corriente y no podíamos, por otra parte, atisbar por el ojo de la cerradura. De ahí que nadie se atreviera a afirmar de una manera rotunda que los cuernos de Arthur se iban alargando paulatinamente.

"Una tarde me fui solo a tomar un vaso de vino y en seguida me di cuenta de que se había producido un gran cambio. Tardivaux, que no dejaba de ojo a la Adele, ni siquiera la miraba. Y entonces me dije: «Si apartas la vista de ella, señal que la conoces.» En cambio, la Adele, que apenas le miraba, no le quitaba ojo. Y entonces me dije: «Hija mía, estás bien atrapada.» No dije nada más, pero ya había visto cómo andaban las cosas. Y es lo que yo digo, y usted había observado ya, los hombres miran siempre a las mujeres antes, y las mujeres miran a los hombres después.

"Dos días más tarde le entra a la Adele un fuerte dolor de cabeza, y para tomar un poco el aire coge una bicicleta, lo mismo que hacía Judith, y vuelve a hacerlo el día siguiente y el otro… Por su parte, Tardivaux, a quien apenas se le ve en el café, ensilla su caballo y dice que va a dar un paseo por los alrededores. Y yo entonces me digo: "¡Arthur, ya te han puesto los cuernos otra vez!" Y para estar seguro, y procurando, claro está, que nadie me viera, sigo el camino que había tomado la Adele. Como soy guardabosque, conozco muy bien todos los senderos de estos contornos y todos los rincones resguardados por brezos y maleza, donde al abrigo de miradas indiscretas mujeres y mocitas calman sus apetencias. Cuando vi brillar en una espesura el níquel de una bicicleta, y advertí un poco más lejos el caballo de Tardivaux atado a un árbol, comprendí que a este paso, y si aún mantenía la apuesta, Arthur tendría que dar de beber gratis un año entero. Pero lo que de veras me sorprendió fue ver rondar por allí a nuestra amarillenta Putet que, a pesar de la negrura de la noche, no corría el menor peligro de que atentasen contra su pudor. Pensé que aquella incursión nocturna la hacía por encargo de alguien. Procuré abrir más los ojos y estar alerta. "Es casi seguro —me dije— que esa carroña ha visto, como yo, la bicicleta y el caballo sin nadie encima." En fin, prosigamos.

"¡Bueno! Todo lo que usted ya sabe: las visiones de la Putet, el altercado en plena iglesia entre Toumignon y Nicolás, el san Roque de bruces en el suelo, Coiffenave tocando a rebato como si hubiera estallado la revolución, y la Rose Bivaque que perdió la cinta azul de la Virgen por solazarse en demasía con Claudius Brodequin, y los montejourinos que emporcaron el monumento, y la Courtebiche que estaba descontenta, y el Saint-Choul ahuyentando a tomatazos, y Foncimagne que no bastaba para satisfacer a aquel par de insaciables, y la Hortense Girodot que se escapó con su amante, y la María Fouillavet, manoseada por los guarros Girodot padre e hijo, y Poilphard que acabó loco, y Tafardel cargado de bilis, y la tía Fouache atacada de una constante diarrea de charlería, y la Babette Manopoux cuya lengua hacía más ruido que su pala de lavar, todo eso nos hacía un Clochemerle nada vulgar, como no se había visto ni siquiera hurgando en los recuerdos del más viejo del lugar, el tío Panemol, que a pesar de haber cumplido ya ciento tres años, conservaba toda su lucidez, no dejaba una gota en el vaso y se regodeaba viendo a las mocitas levantarse las faldas unas a otras como hacen en nuestro pueblo esas inocentonas que sueñan ya con extraños deliquios.

"En este condenado Clochemerle los hombres se desgañitaban hablando de política, y las mujeres del trasero de la vecina y de las manos por las cuales había pasado, chillando más que los hombres, y, claro está, con más acritud. Y por si esto fuera poco, sólo faltaba aquel centenar de soldados más salidos que los conejos, todos con resorte de repetición, como su fusil, y que sólo pensaban en echar una o dos canas al aire. Y nuestras mujeres soliviantadas de tanto pensar en ellos, presas de una gran excitación, como si se hubiera declarado una epidemia, y los hombres enflaqueciendo de debilidad como si fueran todos recién casados. Y por añadidura un sol que derretía las piedras. Clochemerle era una verdadera caldera y no había medio de parar la presión. De una manera o de otra tenía que estallar, es lo que yo me decía: «O esto estalla de una vez o, por lo menos, que llegue la vendimia.»

Faltaban quince días para la vendimia, y si se adelantaba un poco todo se arreglaría, pues hay que tener en cuenta que por la vendimia todo el mundo está atareado desde que apunta la aurora, y el sudor y el cansancio, la preocupación de que el vino sea excelente es lo principal. La vendimia habría significado paz y tranquilidad para todos los clochemerlinos. Cuando han dormido la borrachera en seguida llegan a un acuerdo, como una familia bien unida, para vender caro el vino a los que llegan de Lyon, de Villefranche y de Belleville. Pero los clochemerlinos no pudieron esperar quince días. La caldera estalló antes.

"Voy a contarle esa estúpida historia, que se presentó de un solo golpe, como esos truenos que, a mediados de junio, se oyen en el Beaujolais, después de los cuales cae el pedrisco. A veces, en una hora se ha perdido toda la cosecha. Y cuando esto ocurre, la más sombría tristeza se cierne sobre nuestros pueblos.

"Estoy llegando al gran asunto. En primer lugar, imagínese usted Clochemerle, con las tropas de ocupación, como en estado de sitio. En la posada Torbayon, donde Tardivaux había instalado su cuartel general, se hallaba el puesto de mando de una sección completa, cuyos componentes se alojaban en los hórreos donde antaño, en los tiempos en que todo el trasporte se efectuaba por medio de caballerías, se almacenaba el heno. Delante de la posada había un centinela y otro enfrente, delante del callejón de los Frailes, al lado del urinario. Claro está que había otros centinelas apostados en diferentes sitios, pero sólo aquéllos son importantes para nuestra historia. Añada usted ahora soldados y más soldados entreteniéndose en el patio de la posada y requebrando a las muchachas en el umbral de sus casas. ¿Se hace usted cargo?

"Bueno. Era el 19 de setiembre de 1923, un mes después de la fiesta de san Roque, cuando se desencadenó la hecatombe de la cual ya está usted enterado. Eso es, el 19 de setiembre. Era un día soleado y que le hacía a uno sudar a mares, uno de esos días que incitan a uno a beber, con un amago de tormenta en alguna parte invisible del cielo, pero que de un momento a otro puede descargar sobre vuestras cabezas y que os desata los nervios. Antes de hacer mi recorrido, suelo dar una vueltecita, sólo para echar alguna que otra ojeada, y también porque uno tiene apego a su profesión y procura hacer las cosas bien. Y además, no tengo por qué ocultarlo, por si veo a la Louise, la llamo así para no perjudicarla, una mujer todavía de muy bien ver y con la que se pueden pasar buenos ratos si está de buenas, y que no se mostraba arisca conmigo cuando se me ocurría pasar por su casa, precisamente en esta época del año… En fin, antes de irme al trabajo, como el tiempo caluroso invitaba a beber, me iba a echar un trago en casa de Torbayon. En la posición de guardabosques, siempre se encuentra alguien que invita a beber; cuando no es uno es otro, pues todo el mundo tiene interés en estar a buenas conmigo, y a mí me ocurre lo mismo, porque es mi natural llevarme bien con todo el mundo. Se saca más provecho y la vida es más agradable.

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