Clochemerle (39 page)

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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

BOOK: Clochemerle
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"Entré en la posada Torbayon. Debía de ser la una y media de la tarde. Al fin y al cabo, poco más de mediodía, si se tiene en cuenta el horario de verano. El calor era insoportable. ¡Válgame Dios, qué setiembre más caluroso! Nunca habíamos tenido unos días tan bochornosos. Bueno, pues, como le digo, entré en la posada. Se hallaban presentes los eternos parroquianos de la Adele, Ploquin, Poipanel, Machavoine, Laroudelle y algunos otros. Y todos me saludaron diciendo alegremente:

—¡Eh, Beausoleil, tienes el gaznate en dirección a Montéjour!

"Se referían a la empinada carretera que asciende hacia Clochemerle.

"—Si queréis, os puedo echar una mano para distraeros del trabajo —les respondí.

"Todos estallaron en risotadas.

"—Traiga un vaso, Adele —dijeron—. Y después dos jarras.

"Brindamos y nos quedamos allí sin abrir boca, ladeando continuamente los sombreros, aunque yo iba tocado, como siempre, con el quepis, y contentos todos de beber algo fresco y sabroso y de ver cómo el sol se abatía contra la puerta, mientras nosotros gozábamos de una sombra bienhechora, lo que me quitaba las ganas de salir.

"Entonces, me fijé en Adele. No tenía ninguna esperanza, pero verla ir de un lado a otro atiborraba mi mente con las más agradables visiones, sobre todo cuando ella se inclinaba y mis ojos estaban situados en la posición más estratégicamente favorable. La Adele, mariposeando con un aire inocente, se situaba siempre cerca de la mesa de Tardivaux y le murmuraba palabras ininteligibles, salpicadas de chanzas que todo el mundo podía oír. Pero lo más importante lo decía con un susurro, y lo cierto es que solían hablar en voz queda y que la conversación iba acompañada de ademanes elocuentes, como si se tratara de dos personas que se conocen a fondo y que resuelven en armonía sus asuntos. Después, la Adele se las ingeniaba para propinar un leve codazo a Tardivaux, y entonces consultaba el reloj y dedicaba al capitán una sonrisa distinta a la que prodigaba a sus clientes. Y nosotros rabiábamos, porque a pesar de haber dejado tanto dinero en la posada, nunca nos había obsequiado con una sonrisa semejante. Y todo eran guiños y miradas de soslayo y confidencias entre ellos dos, como si no hubiera nadie en el establecimiento, lo que no dejaba de sorprender en una mujer como la Adele, que era muy poco habladora.

"Se hacía evidente por momentos, como para nosotros los del Beaujolais cuando hemos trasegado más de la cuenta, que ellos estaban de acuerdo y que no lo ocultaban. Nos sentíamos embarazados y charlábamos sin ton ni son para fingir que no nos dábamos cuenta de su juego. Al fin y al cabo, a nosotros no nos importaba. Pero había Arthur. «El orgullo y la estupidez deben de haber cegado a este hombre…», me decía a mí mismo. Y no sé por qué, ese pensamiento me impulsó a volver la cabeza hacia la puerta del corredor que llevaba al patio. Estaba entreabierta y hubiera jurado que había alguien apostado para ver la sala. Se distinguía algo claro a la altura de una cabeza. Pero no tuve tiempo de pensar en nada, porque en aquel momento se levantó Tardivaux, dispuesto a salir. Estaba de pie, junto a la Adele, que lo devoraba con los ojos. Entonces el capitán, creyendo que nadie se daba cuenta de sus manejos, deslizó suavemente su mano sobre Adéle, no como un cliente que teme un chasco. La Adele no se apartó de él. Si se hubiera tratado de un parroquiano, le hubiera dicho: «¿Qué se ha creído usted, viejo asqueroso?» Como yo tenía la visera del quepis sobre los ojos, lo vi todo sin que ellos se enteraran. Luego Tardivaux salió del establecimiento, y la Adele se apoyó en el quicio de la puerta para verlo partir.

"En el mismo momento he aquí que se abre la puerta del corredor, y Arthur, pálido y lleno de coraje, con el aspecto de un hombre que no puede contenerse más, atraviesa la sala y sale también, empujando a la Adele. «¿Qué mosca le ha picado a Arthur?», nos preguntamos. Nadie contesta y pocos segundos después llega a nuestros oídos un ruido de disputa y de lucha, y la voz de Tardivaux que grita: «¡A mí, soldados!» Entonces convinimos: «Bueno, vamos a ver qué pasa.» Nos dispusimos todos a salir, y ¡pam!, sonó un disparo de fusil muy cerca y vimos a la Adele desplomarse lanzando sordos gemidos y agitando el pecho y el vientre más rápidamente que de costumbre. ¡La cosa era grave, dése usted cuenta! La Adéle resultó herida por la bala que un imbécil soldado había disparado sin saber cómo ni por qué, en medio de la confusión. Pero yo le explicaré…

"Mientras los otros se ocupaban de Adele, me lancé a la calle para cumplir con mi deber. ¡Qué espectáculo, Dios mío! Era una abigarrada mezcolanza de paisanos y soldados, todos congestionados y con los ojos encendidos, pegándose y emitiendo unos sonidos guturales como los aztecas, mientras iban aumentando los efectivos de uno y otro bando con la llegada de combatientes armados de garrotes, barras de hierro y bayonetas. En esto comenzaron a llover piedras de todos los tamaños y a volar por los aires todo lo que estaba al alcance de los clochemerlinos. ¡En fin, todo un espectáculo! Entonces me abrí paso a través de la multitud y grité a todo pulmón: «¡En nombre de la Ley…!» La ley les tenía sin cuidado, y a mí también, ¿por qué no decirlo?, y me puse a luchar como los demás.

"¡Ah, qué momentos aquéllos! No es posible olvidarlos. Era la verdadera revolución. Todo el mundo había perdido la cabeza. La gente se pregunta cómo estallan las algaradas. Pues así, sin gritos, sin que nadie comprenda nada de nada, a pesar de estar dentro. ¿Y creerá usted que dos o tres cochinos soldados dispararon aún sus fusiles? De todos modos, aquellos disparos acabaron con el tumulto por pánico, porque la cosa iba tomando mal cariz. También la falta de aliento contribuyó a restablecer la paz. Se había hecho un verdadero derroche de fuerzas, y ninguno de los beligerantes se sentía con arrestos para una acometida final.

"No sé el tiempo que duró la batalla, ni creo que ningún clochemerlino pueda decirlo. Cuatro, cinco minutos tal vez. Lo bastante para causar desgracias con lo estúpidamente encolerizados que estábamos todos. Primero, la Adele herida en el pecho. Luego Arthur con un bayonetazo en la espalda. Después Tardivaux, molido a puñetazos por Arthur. Tafardel con la cabeza que a consecuencia de un culatazo parecía una calabaza. El hijo Maniguant con un brazo roto. Un soldado descalabrado a consecuencia de un golpe de pico, y dos más con golpes en el vientre. Y muchos más, tanto clochemerlinos como soldados, que gemían y cojeaban. Y por último, lo peor y lo más terrible, un muerto, que se desplomó como un saco de resultas de una bala perdida, a unos sesenta metros del campo de batalla: el Tatave Saumat, a quien llamaban el Tatave-Belant, el idiota de Clochemerle, un pobre irresponsable sin pizca de malicia. ¡Siempre los inocentes cargan con el mochuelo!

"¡Por Cristo, que todo el mundo se quedó estupefacto! En el estupor reinante, los clochemerlinos no hacían más que mirarse los unos a los otros y preguntarse cómo en tan poco tiempo habían podido ocurrir aquellas atrocidades imbéciles sin mala voluntad de nadie. ¡De qué modo tan estúpido suceden a veces las cosas! Los hechos sucedieron como se lo estoy contando, sin que pudieran arreglarlos las lamentaciones de los que sólo acudieron en plan de espectadores y que luego se deshacían en sollozos y muestras de compasión. Todo el mundo se hacía cruces de que aquellos sucesos hubieran podido ocurrir en un pueblo donde la gente no es mala en el fondo, lo que puedo atestiguar por mi condición de guardabosque. No, los clochemerlinos no son malos. Pero los sucesos habían ocurrido, sí, habían ocurrido. Era preciso rendirse a la desconsoladora evidencia al ver las víctimas, y sobre todo al Tatave, que estaba ya pálido, como asombrado de haber muerto de un modo tan idiota, él que lo había sido toda su vida, y que ahora no comprendía nada, lo mismo que antes. ¡Como si le fastidiara verse en el cielo cuando probablemente hubiera podido gozar de él en la Tierra!

"Lo que siguió después no es difícil imaginarlo. La posada Torbayon se convirtió en un hospital, atestada de gente que quería ver a los heridos. Mouraille y Basephe iban y venían, sudorosos y jadeantes, abriéndose paso a codazos, atareados con las drogas y los vendajes. Y allá dentro, Arthur chillaba, quejándose de ser al mismo tiempo herido y cornudo y de que hubieran herido a su mujer, además de habérsela birlado antes, dicho sea con todo respeto. Y hay que reconocer que no había para menos. Y Tardivaux, que soltaba unos tacos tremendos, con todo el furor del honor militar, había recibido una buena sacudida, pues los puños de Torbayon le habían partido el labio y roto dos dientes, lo que no dice mucho, ciertamente, en favor de un capitán. ¡Pero sobre todo la Adele! Tendida sobre el billar, daba lástima con sus quejidos y sus lamentos que brotaban de sus labios exangües. Todas nuestras buenas mujeres hacían corro a su alrededor y no cesaban de decir: «Pero, ¿es posible, Dios mío?», pálidas y conmovidas como si se hallaran ante el confesonario.

"En primera fila estaba la Judith, que llegó corriendo de la acera de enfrente al enterarse de la noticia, lo que demuestra que la Judith no tiene mal fondo siempre que no le quiten sus hombres. Desabrochó el corpiño y la camisa de la Adele con grandes precauciones y se conmovió de tal modo al ver la sangre de la otra que no cesaba de decir: «¡Oh, bien sabe Dios que se lo perdono todo a la Adele!» Es lo que yo digo. Ante la desgracia, la gente se muestra mejor dispuesta hacia sus semejantes.

"Inclinada sobre su vecina herida y tal vez a las puertas de la muerte, la Judith, dejando escapar profundos sollozos, sentíase desamparada, hasta el punto de que, apretujada entre la apenada multitud, no sentía nada y apenas se daba cuenta de lo que acababa de ocurrir, al tiempo que los granujas exclamaban una y otra vez: «¡Qué gran desgracia, Dios mío! ¡Qué gran desgracia!» Y es lo que yo digo, señor. ¡La marranería del hombre no deja escapar ninguna ocasión!

"Y aún había otro que berreaba de lo lindo: Tafardel, con la cabeza abollada y un halo violáceo en torno al ojo izquierdo. Por lo visto, el culatazo que le arrearon en la cabeza puso en ebullición su ideas. No solía escribir mucho. Tal vez echó mano de su cuaderno de notas una sola vez, pero no por ello dejó de arremeter furiosamente contra los curas y los ex nobles que se habían propuesto dejarlo seco, según él, para ahogar la voz de la verdad. Era la nota cómica en medio de la tristeza general. Tafardel es un hombre instruido, nadie lo pone en duda, pero aunque siempre me ha parecido un poco flojo de mollera, al fin y al cabo no es una mala persona. De todos modos, no creo que aquel culatazo haya puesto un poco de orden en su cabezota.

"En fin, ya puede usted imaginarse lo ocurrido en el lugar más céntrico del pueblo. Todos los clochemerlinos, asustados y temblorosos, daban muestras de una tardía tolerancia. Cuando ha sucedido lo irreparable, las gentes dicen que hubiera sido mejor ponerse antes de acuerdo. Imagine usted a la tía Fouache, la Babette Manopoux, la Caroline Laliche, la Clémentine Chavaigne, la Honorine del cura, la Tine Fadet, la Toinette Nunant, la Adrienne Brodequin, la tía Bivaque y las del lavadero, y sobre todo las del barrio bajo, sin dejar de chismorrear por la calle, como si entonaran cánticos o vocearan la bondad de sus mercancías en un día de mercado, dando pormenores de las obscenidades en que habían incurrido las zorras del lugar, y entonces vino aquello de «Yo la compadezco» y «Ya le dije que anduviera con cuidado» y «Ya puede usted suponer, madame, que habíamos de presenciar horrores con las cosas abominables que han sucedido y que nos avergüenzan a todos.»

"Todas las comadres decían que era indecoroso, lo más indecente y canallesco en el género de la más descocada sinvergüencería, ver a tantas hembras perder la cabeza con sólo oír un par de idioteces, y hacer caso omiso de los consejos que se les daba. Y aun eso no era todo, que sólo Dios sabe dónde hubiéramos llegado si aquellas desvergonzadas no hubiesen puesto punto y raya a su descaro. Y que si esto y lo de más allá, diciendo cada vez mayores insanidades sin saber a ciencia cierta lo que contaban, como suelen hacer en general esas mujeres. Ni que decir tiene que las más parlanchínas eran comadres poco satisfechas, pues sólo de vez en cuando, y aun por pura necesidad, se fijaban los hombres en ellas en aquellos tiempos en que el hambre se dejaba sentir atrozmente. Aquellas inconsolables mal podían juzgar, claro está, a las de sano apetito, a las que no les faltaba nunca un buen bocado para satisfacerlo y aun podían dejar las migajas para otras. Todo esto son historias de mujeres, y las historias de mujeres, para comprenderlas, hay que estar enterado de lo que sucede debajo de las faldas de las que las cuentan. En fin, toda la calle era una verdadera algarabía. Ellas hablaban como si hicieran punto de media, sin ningún esfuerzo y sin poner más sentido en una palabra que en un punto. Como gallinas después de poner el huevo, y valga la comparación.

"Y en esto comparece Ponosse, fastidiado de ver a la gente preocupada y doliente. Y no hacía más que decir:

"—Amigos míos, deberíais ir más a menudo a la iglesia. Dios estaría más contento de Clochemerle.

"Y Piéchut preguntaba:

"—¿Cómo ha sido esto? ¡Vamos, que yo me entere!

"Y escuchaba, socarrón, a uno y a otro, sin decir nada.

"Y el animal de Cudoine, que siempre llegaba tarde cuando se trataba de restablecer el orden. Y Lamolire, Maniguant, Poipanel, Machavoine, Bivaque, Brodequin, Toumignon, Foncimagne, Blazot, en fin, todos, hasta el cerdo de Girodot discutiendo cómo arreglar las cosas. No era fácil, en primer lugar por el Tatave, a quien no era posible resucitar, y después por la Adele, Arthur y los demás. De todos modos, éstos, debido a las curas y al tiempo pasado en la cama, podían considerarse ya restablecidos. Por último, siguiendo el consejo del doctor Mouraille, se decidió no complicar las cosas, enviar todos los heridos a Villefranche, no sin antes telefonear al hospital para anunciar la expedición proyectada, y cargar a todos los lisiados en automóviles, procurando, eso sí, que los conductores se esmeraran en sortear los baches de la carretera.

"Mouraille, personalmente, se hizo cargo de la Adele llevándola en su auto, porque había motivos para temer por ella y precisaba no quitarle el ojo de encima por temor a la pérdida de sangre, según él.

"Así pues, a eso de las cuatro de la tarde, habían salido ya todos los heridos, excepto Tafardel, cuyas abolladuras se iban haciendo negras, pero que, a pesar de ello, iba atiborrando su carnet, con el propósito de enviar luego a los periódicos artículos que prenderían fuego al polvorín y harían volar al Gobierno. Según Tafardel, habían asesinado al Tatave, herido a la Adele y descalabrado al maestro de Clochemerle cumpliendo órdenes de los curas, y esto ha conmovido a toda Francia y ha impresionado hondamente a los diputados. Esto demuestra que la enseñanza, incluso en manos de un necio, puede llegar muy lejos.

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