Clochemerle (43 page)

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Authors: Gabriel Chevallier

Tags: #Comedia, Humor, Satírica

BOOK: Clochemerle
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Había un vago parentesco entre los Gonfalon de Bec y los Saint-Choul. Por los Saint-Choul podría llegarse a la baronesa, y por ésta sería posible mantenerse oficiosamente en buenos términos con el arzobispado, factor que no podía echarse en saco roto. Piéchut llegó a la conclusión de que gracias a esos nuevos puntos de apoyo, se convertiría en uno de los hombres más considerados del Beaujolais, en dueño y señor, por lo menos, de diez valles. Una casualidad, hábilmente preparada por ambas partes, puso al senador en presencia de la baronesa de Courtebiche. La conversación giró sobre Oscar de Saint-Choul y su porvenir político.

—¿Puede ocuparse de ese imbécil? —inquirió la baronesa sin el menor titubeo.

—¿Qué sabe hacer? —preguntó Piéchut.

—Hijos a su mujer. Y aun tomándose mucho tiempo. Aparte de esto, nada que valga la pena. ¿No basta para hacerle diputado?

—Sí, es suficiente —repuso Piéchut—. Pero no es ésta la cuestión. Yo podría facilitar bajo mano la elección de su yerno, con la condición de que a todo el mundo le salieran las cuentas, de manera que nadie pudiera después reprochármelo, ¿comprende usted?

—Lo comprendo muy bien —contestó la baronesa, siempre tajante—. En suma, ¿qué pide usted?

—Yo no pido nada, yo negocio —repuso fríamente Piéchut, cuya dialéctica se había enriquecido con matices desde que frecuentaba el Parlamento—. Es muy distinto.

A la baronesa no le agradaban esos distingos, que parecían lecciones administradas por aldeanos. Y no ocultó su despecho.

—Entre usted y yo, mi querido amigo, las sutilezas políticas están de más. Reconozco que es usted el más fuerte. Lo encuentro francamente deplorable, y nada me hará cambiar de opinión. Pero mis abuelos discutieron más tratados que los de usted, y más importantes. Porque yo tengo unos antepasados, querido senador, que no eran unos cualesquiera.

—También yo tengo antepasados, señora baronesa —observó Piéchut en tono melifluo—. De lo contrario, no estaría aquí.

—¿Gente vulgar, señor senador?

—Sí, gente vulgar, señora baronesa. Criados, en muchos casos. Lo que demuestra, en suma, que mis antepasados han maniobrado mejor que los suyos… Decíamos, pues…

—Estaba usted en el uso de la palabra, sefior senador. Espero sus condiciones atada de píes y manos, mi querido amigo. Vamos a ver si abusa usted de la situación.

—Abusaré tan poco que la liberaré en el acto —dijo galantemente Piéchut—. Envíeme a su yerno, será más sencillo. Cuando se trata de ciertas cuestiones, los hombres nos entendemos mejor.

—Está bien —asintió la baronesa—. Lo avisaré.

Se levantó dispuesta a salir, pero se detuvo un momento.

—Piéchut —dijo en tono amistoso—, en este mundo deberían nacer hombres como usted… en vez de esos pisaverdes con sesos de pajarillos, como ese pobre Oscar. A los treinta años, debió de ser usted un hombre. Y se le olvidó ser necio. Venga a comer al castillo, uno de estos días, y traiga a su hija, esa joven Gonfalon de Bec. ¡Esa pequeña ya es de los nuestros!

—Es muy reciente todavía, señora baronesa. Temo que sus modales dejen algo que desear.

—De eso se trata, mi querido amigo. Yo me ocuparé de ella. La he visto ya. Es una muchacha hermosa.

—Y no es tonta, señora baronesa.

—Su marido lo es por dos, pobre muchacha. En fin, trataremos de hacer de ella una imitación de gran señora hasta lograr que sea presentable. Porque no olvide usted, mi querido amigo, que siempre le faltarán algunos siglos de educación. Dicho sea sin ánimo de ofenderle…

—Bien sabe usted que no me ofende fácilmente, señora baronesa —dijo Piéchut socarronamente—. De todos modos, creo que Francine se acostumbrará pronto a sus visajes. Sólo lleva once meses de casada y muestra ya el empaque de sus orgullosas personas. ¡Hay que ver cómo habla a su padre!

—Es un buen síntoma, mi querido senador. Así, pues, estamos de acuerdo. Tráigamela y yo le enseñaré la arrogancia del buen tono. Si ella presta atención, sus hijos, dentro de veinte años, estarán completamente desangrados.

Antes de salir, la baronesa no pudo reprimir algunas lamentaciones.

—¡Qué pena que las personas de nuestro mundo tengan necesidad del dinero de ustedes para mantener su rango!

A esto, Piéchut repuso con la mayor campechanería:

—Tal vez nuestro dinero les preste algún servicio, pero la sangre también, ¡qué diablo! Tengo la impresión de que una aportación de sangre de Piéchut no le irá del todo mal a ese desmedrado linaje de los Gonfalon.

—¡Lo peor es que es verdad! —exclamó la baronesa—. Hasta la vista, republicano farsante.

—¡Hasta pronto, señora baronesa! Muy honrado…

Se llegó a un acuerdo político entre el Ayuntamiento y el castillo de Clochemerle. Oscar de Saint-Choul fue elegido diputado, lo que, a pesar de todo, le valió a Piéchut algunos reproches de sus familiares. Pero cuando le hablaban del yerno de la baronesa les contestaba tranquilamente:

—¡Qué importa un tonto más en la Cámara! Cuanto más imbéciles hay, mejor van las cosas. Porque los maliciosos son tan envidiosos que no hacen más que desgañitarse y embrollarlo todo.

Esta filosofía desarmaba a los descontentos y, en cuanto a los irreductibles, Piéchut se las componía para hacerles de vez en cuando algún favor.

Para celebrar el triunfo electoral, la baronesa dio una gran fiesta. Todo Clochemerle bebió y bailó en su hermoso parque, cuyas iluminaciones se veían desde gran distancia. Esta recepción halagó mucho a los clochemerlinos, quienes convinieron en que nunca un Bourdillat o un Focart los había tratado con aquella magnificencia.

En 1924, tras una ardua competición, Francoise Toumignon consiguió el título de "Primer Biberón". Pero tres años después, la cirrosis, que había dado buena cuenta de varios de sus predecesores, acabó con él. Entretanto, Judith trajo al mundo un magnífico niño. Hippolyte Foncimagne fue el padrino. Sin embargo, todo el mundo decía que el delicioso bebé se parecía mucho al apuesto escribano. Después de la muerte de su marido, Judith abrevió el tiempo de luto y vendió las "Galeries Beaujolaises". Después se marchó de Clochemerle para instalarse en Macon, donde se casó con Foncimagne, adquirió un café que su atractiva presencia llenó rápidamente de clientes y dio a luz dos gemelos, igualmente espléndidos, que se parecían mucho a su hermano mayor. Luego, feliz, engordó y no abandonó un solo momento la caja de su establecimiento, donde las turbadoras morbideces de su espalda y de su pecho hicieron durante largo tiempo verdaderas maravillas.

Reconciliados por el interés común, Arthur y Adele Torbayon reanudaron la vida juntos. Si Adele se entregaba de vez en cuando a una de esas fantasías a las que la inclinaba una madurez turbulenta, su marido cerraba los ojos. Sabía por experiencia que en este orden de cosas es mejor hacer la vista gorda y sobre todo no armar barullo. Las ganancias de cada día, que conducían de un modo regular a la fortuna, hacían olvidar algunas irregularidades que apenas hacían mella en el honor del posadero. Durante la juventud se concede demasiada importancia a ciertos pequeños delitos que con el transcurso de los años se consideran solamente fútiles vanidades.

"No siempre se les ocurre acudir a ella, y eso la pone de buen humor, lo que resulta conveniente para el comercio", se decía Arthur.

Por otra parte, su mujer tomaba muy a mal las observaciones que se le hacían, y Arthur sabía que no encontraría otra como ella para llevar bien una sala de café.

Babette Manopoux, que era una moza esbelta y rubicunda, se ha convertido en pocos años en una enorme comadre, desmesuradamente nalguda y tetuda, con los brazos agrietados por las coladas y la tez enrojecida por el vino del Beaujolais, del cual hacía cada vez más un uso verdaderamente viril.

("Cuando uno trabaja mucho, hay que beber en proporción.")

Aunque un poco embrutecida, se la cita todavía como la voz más valiente y autorizada de Clochemerle, la reina indiscutible del lavadero, donde todo cuanto ocurre en el pueblo es comentado de una forma exhaustiva.

En cambio, madame Fouache, agostada por la edad, abatida por el reuma, se ha vuelto más afectuosa, más compasiva y más murmuradora que nunca. Lleva al día la crónica local, con una perseverancia cada vez más acusada, pues la pobre comienza ya a chochear. Gracias a sus piadosas evocaciones, la gran figura del difunto Adrien Fouache domina desde lo alto toda una época en franco declive.

Eugene Fadet ha instalado un garaje. Es representante de una marca importante, que fabrica los coches en serie. Este nuevo comercio del cual se enorgullece le facilita frecuentes escapadas a la ciudad con el pretexto de efectuar unas pruebas o de gestionar unas ventas. Pero Léontide Fadet controla minuciosamente la expedición de gasolina, los créditos, las reparaciones y las horas de trabajo. Ha sabido hacerse respetar, tanto por los clientes como por los dos aprendices, y ese respeto asegura al establecimiento Fadet unas sanas finanzas.

Toda la desgracia de los seres humanos proviene del trabajo que se desarrolla en su cerebro. Ahora bien, el cerebro de Rose Bivaque, convertida en Rose Brodequin, es uno de los más perezosos que existen. En consecuencia, es feliz, completamente al margen de los problemas, las comparaciones y las aspiraciones que atormentan a ciertos espíritus. Para Rose sólo existe una regla de vida: su Claudius, que sigue siendo para ella el apuesto militar que se le apareció en otros tiempos como un mensajero de la primavera. Ella le ha dado hijos y ha cuidado de la comida y la colada: unos hijos hermosos, una comida suculenta y una ropa bien lavada. Siempre de buen humor, modesta y con la sonrisa en los labios, siempre sumisa, no refunfuña por nada, ni de día ni de noche. Desde que, gracias a la decisiva intervención de la baronesa, se decidió su boda de la noche a la mañana, se ha reconciliado con Dios y también con la Virgen (que ha debido de comprender que las inmaculadas concepciones no se prodigan). En suma, Rose Brodequin es una de nuestras mujeres ejemplares por lo que se refiere a buena conducta y a los deberes conyugales. "¡Buena maña te has dado, Claudius!", repite aún, de vez en cuando, Adrienne Brodequin, mirando a su nuera, torpe y con las mejillas encendidas como en los primeros días, que contempla a Claudius y suspira: "¡No sé lo que me pasa con Claudius!" Lo que significa que el universo entero no vale para ella un Claudius Brodequin, aquel monstruo de Claudius por conducto del cual, bajo el centelleo estelar de un cielo abrileño que fue su palio nupcial, conoció en 1923 todas las dulzuras de este mundo.

Una familia de Clochemerle conoció el infortunio, la de los Girodot, que acabó dispersándose, sumida en la vergüenza.

Retrocedamos al año 1923. Ante la evidencia del rapto, comunicado desde París a sus padres por la joven Hortense, Hyacinthe Girodot tuvo que capitular y conceder una pensión a su hija que le permitiera casarse con aquel pelagatos, si es que conseguía que él quisiera hacerla su esposa, lo que ya sería algo después de un escándalo semejante. Pero el notario, cogido por el cuello, no dio a su hija más que una pensión de hambre, diciendo que no quería mantener al granuja que sólo por un abuso de confianza iba a convertirse en su yerno. Así, pues, Denis Pommier se vio obligado a buscarse la vida.

El muchacho era poeta, pero no tardó en comprobar de una manera amarga que, en un mundo dirigido por la alta finanza y sacudido por las máquinas, la poesía no da lo suficiente para ir todas las mañanas a la panadería. Decidió, ya dispuesto a sufrir toda clase de humillaciones, lanzarse a la trivialidad de la prosa, reservándose el derecho de incrustar en ella neologismos de su invención y buen acopio de imágenes. Consiguió finalmente entrar en un periódico. Lo destinaron a la sección de sucesos, que tal es el comienzo de muchos, dándole a entender que ocuparía más elevados puestos si lograba destacar en aquel cometido un poco oscuro. Distinguióse, en efecto, aunque de una manera inesperada, sobre todo por el redactor jefe, pues convertía la lectura del periódico en el cual escribía en un motivo de fastidio o de franco regocijo. Sobrecargado de lirismo, Denis Pommier lo aplicaba a manos llenas, en las reseñas de accidentes, de agresiones, de pequeños robos y de suicidios. Hay que convenir que el lirismo le sentaba a aquellos relatos como los pelos en la sopa. Redactó en términos poéticos la información de un asesinato en provincias y envió un sorprendente despacho, muy parecido a un mensaje cifrado. Pero nadie en el periódico estaba en posesión de la clave. Cuando el joven reportero regresó, se le notificó que su estilo, maravilloso para el cultivo de la literatura, era inadecuado para la labor informativa y se le aconsejó, finalmente, que tentara su suerte en otro periódico. Denis Pommier probó fortuna un par de veces, pero el demonio de la poesía le hizo fracasar rápida y rotundamente.

La época era de los talentos precoces. La proximidad de sus treinta años preocupaba mucho al poeta. Decíase que precisamente al alcanzar la treintena, Balzac se puso a trabajar para la posteridad, pero Balzac, en nuestro siglo, se hubiera retrasado. Resolvió anticiparse tres años al autor de
La comedia humana
y sentó los cimientos de una gran cíclica con este título general: "El siglo xx". El primer tomo se titularía
El amanecer del siglo
. Se empeñó en llevar a cabo esta empresa y escribió en ocho meses un mamotreto de quinientas doce páginas a máquina y sin márgenes. La cariñosa Hortense hizo siete copias de
El amanecer del siglo
. Y siete editores parisienses recibieron al mismo tiempo aquella tupida obra maestra.

Uno de los editores contestó que el manuscrito era interesante, pero que el estilo era poco literario para su casa. Otro, que el manuscrito tenía interés, pero que el estilo era excesivamente literario para su casa. Otro, que la trama era casi inexistente. Otro, que la trama tenía demasiada importancia. Otro preguntó "si el autor se burlaba de la gente". Otro aconsejaba que "el autor recabara los servicios de un traductor, pues no es costumbre en Francia publicar directamente en iraqués". Y por último, el séptimo no contestó ni devolvió el original.

Con esto pasaron seis meses, tiempo que empleó Denis Pommier en escribir una novelita:
Bazares de ensueños
, que reproducida asimismo en varias copias, no tuvo más suerte entre los editores.

Desesperado, Denis Pommier se orientó hacia la novela folletín. Su primer intento alcanzó cierto éxito. Había, pues, que perseverar en el camino emprendido, lo que hizo metódicamente. Todas las mañanas, fumando su pipa, escribía sus veinte páginas, echando mano a los rápidos diálogos cuando le fallaba la inspiración. "El mayor talento del folletinista consiste en trabajar a tanto la línea", le había dicho un veterano del género. Más tarde, Hortense pasaba a máquina los borradores.

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