—Un trabajador que se levanta muy temprano para ir a trabajar, cuando la ciudad duerme. Para eso hace falta una empresa con dos turnos, mañana y tarde. De las que sólo hay en el polígono industrial.
—Pero puede ser cualquier otro tipo… —se resistió ella, que no acababa de verlo claro—. Un insomne por ejemplo.
—Sí, pero ése nos iba a dar mucho más trabajo encontrarlo, así que empezaremos por lo tangible y veremos a dónde nos lleva. En cualquier caso, te adelanto que tú y yo vamos a pasar las próximas tres noches vigilando la casa de los Santaló.
* * *
Descubrieron que la metalúrgica Biscamps era la única que iniciaba sus turnos a las seis en punto de la mañana, aunque entre la lista de empleados no apareció ningún nombre conocido para él. Preguntó a Sonia con la mirada si reconocía algún nombre, pero ella negó con la cabeza.
—¿Cuántos empleados se han indispuesto en los últimos días? —preguntó Flores al director de la fábrica.
—En el turno de tarde, Miguel Ángel Escobar y Jesús Delgado están de baja, si es a eso a lo que se refiere.
—¿Y por la mañana? —asintió Flores.
—Déjeme ver… —El empresario consultó los expedientes de los empleados, las hojas de horas y los trabajos realizados en los últimos días—. Bueno, Félix Aguado se ha indispuesto dentro de su jornada laboral esta semana, y llegó tarde ese mismo día. Parece ser que el pobre hombre sufría una gastritis, porque se pasó casi una hora en el baño desde que llegó. También se marchó antes de finalizar el turno, por eso consta la indisposición.
—¿Qué día fue eso, si no le importa?
—El martes.
—¿Qué edades tienen estos hombres, señor Lucero?
—Escobar ronda los 50 años, Delgado tiene unos 35 y el bueno de Aguado, 37.
—¿Son casados? ¿Hace mucho que trabajan para la metalúrgica? ¿Qué más puede contarme de ellos?
—Oiga, ¿pasa algo de lo que yo deba estar informado?
—Oh, no. No se preocupe. Estamos haciendo las mismas preguntas en todas las empresas del polígono, puede comprobarlo usted mismo en la empresa de enfrente si quiere. Es pura rutina por unos movimientos extraños estos días, creemos que podría tratarse de alguien que se mueve en este polígono. Simple rutina, ya le digo.
—Bueno, pues están casados los tres, aunque Delgado se ha separado hace poco, unos seis meses más o menos.
—Ajá. ¿Tiene alguna fotografía reciente de estos empleados en esos expedientes? —Flores señaló las carpetas que el señor Lucero sujetaba bajo el brazo.
Le pasó a Sonia las fotografías tipo carné de los tres hombres para que las retratara en su mente; la de Félix Aguado en primer lugar.
—¿Se le ocurre alguna otra cosa que pueda ser de nuestro interés?
Ante la negativa de su interlocutor, Flores dio por concluida la entrevista y agradeció con pomposidad la atención prestada.
* * *
De vuelta a la comisaría, Flores pidió a Sonia un informe NIP de los tres empleados del señor Lucero. Al investigador no se le había escapado que la indisposición del buen Félix Aguado se había producido el mismo día de la denuncia, pero ya había padecido en otros casos la indómita crueldad de la casualidad. Aunque tuviera un sospechoso claro, no dejaría dos cabos sueltos en una misma investigación.
Como era de suponer, a ninguno de los tres les constaba nada negativo; el tal Delgado aparecía únicamente como denunciante de una pérdida de documentación haría un par de años. El sistema policial de información, conocido en el cuerpo de Mossos d’Esquadra como NIP, se basa en una aplicación informática de la que se pueden extraer tantos datos como detallen los policías que anotan las denuncias; todo se relaciona con un informe en pantalla que incluye direcciones, personas, documentos, multas, detenciones, órdenes judiciales, teléfonos, vehículos y denuncias de todo tipo en los que aparezca el nombre de la entidad buscada. Todo está relacionado para esas máquinas que controlan la vida.
En el informe de Jesús Delgado Patrac se leía un escaso detalle de su filiación y poco más. En el apartado de los datos extraídos de la comisaría conjunta de La Jonquera, SIRENE, donde se cruzaba información obtenida de todos los cuerpos policiales del Estado español con los de la policía francesa, no constaba tampoco ningún dato significativo.
—Son todos «blancos», Flores. Estas personas son ciudadanos normales, de los que viven constreñidos entre sus impuestos y cuatro paredes llenas de agujeros hipotecarios.
—Pues estoy seguro de que uno de ellos será «marrón uno» antes de que acabe la semana. ¿Cómo tienes el caso del robo a interior de domicilio en Llançà?
—Acabo la diligencia de remisión, monto las cinco copias y despacho al detenido al juzgado con una patrulla.
—Pues venga, cuando acabes te dedicas conmigo a esto y no paramos hasta que lo pillemos con las bragas en la mano.
—Una cosa más, Flores: Félix Aguado tiene su domicilio conocido en la calle Sant Antoni, muy cerca de donde se inicia la línea de allanamientos.
* * *
Después de dos noches de vigilancia estéril, en las que Sonia y él se habían alternado el puesto dentro y fuera del edificio, la manecilla del reloj raspaba las 05.15 horas cuando Flores vio acercarse la bicicleta conducida por Félix Aguado. La sangre bombeó una escarpada sonrisa y una sobretensión en las cejas que le daban una imagen satisfecha de cazador furtivo a punto de disparar sobre su presa.
Félix se acercó de nuevo a aquella casa. Su ansia lo martirizaba y le impulsaba a pedalear y a arriesgar lo que fuera por un hálito de feromonas de aquella hembra. Sabía perfectamente que le quedaban un par o tres de incursiones en aquel domicilio antes de perder totalmente el interés por aquel olor, cautivado sin duda por algún otro entre los viandantes con los que se cruzaba cada día en su camino a casa o en el trayecto a pie hasta el colegio de las niñas.
Otra vez dejó la bicicleta apoyada entre dos vehículos, delante del edificio. Caminó hasta el portal sigilosamente, mirando a ambos lados de la calle antes de cruzar. Entonces lo vio. Era un Seat Ibiza gris oscuro estacionado al fondo de la calle, con un hombre en el interior. Félix tenía buena vista y no se equivocaba. Caminó hasta el portal pero no se detuvo. Una vez en la acera anduvo en dirección a aquel vehículo. A unos pocos metros del coche se relajó; en el interior dormía algún pobre desgraciado al que su mujer habría echado de la cama; se tapaba con una manta y dormía a pierna suelta con el asiento reclinado, entre restos de comida y una botella de agua. Félix volvió sobre sus pasos y al llegar a la altura del portal en el que debía entrar decidió dejarlo para el día siguiente. Aunque aquel tipo dormía sin que nada pudiera despertarlo, parecía que la mejor opción era no arriesgarse a que alguien pudiera verlo entrar o salir de allí.
* * *
—Sonia, me ha visto —habló Flores a la radio—. No va a entrar, está pensándoselo, pero parece que le puede la precaución. —Soltó el botón de comunicación, a la espera de la respuesta de su agente—. ¡Sonia! —insistió.
—¡Ostras! Adelante, Flores —crepitó la radio en el vehículo del policía.
—¿Estabas dormida?
—No, bueno… es que, al ir a coger la radio se me ha caído y se había apagado.
—Ya. En fin, que ha venido pero me ha descubierto y ha decidido largarse. Ahora mismo lo veo cogiendo la bici otra vez.
—¡Joder! Qué mala suerte.
—Despídete del sofá que vamos a tener una charla con ese cabrón. Te espero en la puerta.
—Voy.
Flores cambió el canal de radio
direct 9
, que se asignaba a operativos especiales de la unidad de investigación, al de
conf 50
, usado por todos los radiopatrullas de la región. Comunicó al jefe de la sala operativa que el servicio especial Códex 10 se desmontaba para continuar gestiones propias relacionadas con el mismo caso, tal y como dicta el protocolo de comunicaciones del cuerpo. Arrancó el vehículo y recogió a Sonia, que acababa de salir por la puerta del edificio.
—Buenos días, princesa.
El comentario sonrojó a Sonia, descubierta en medio de una cabezada.
—Lo siento de verdad, Flores, de todos modos si hubiera entrado…
—Déjalo, son dos noches en blanco y eso desmonta a cualquiera. Te diré lo que haremos.
—Flores, ¿cuál de ellos es?
Flores detalló a su compañera la secuencia en la que había identificado sin género de dudas al bueno de Aguado y cuál era la estrategia a adoptar. Tenía claro que el autor de tantas denuncias de robos de bragas era el honorable ciudadano Félix Aguado, honorable hasta que un juez dijera lo contrario cuatro o cinco años más tarde. Aquel intento de él por acercarse al domicilio vigilado dejaba clarísima su intención para los funcionarios policiales, aunque no era más que un ínfimo indicio en manos de cualquier abogado por malo que fuese. Al tipo no lo pillarían con las manos en la masa porque Flores no estaba dispuesto a gastar ni un segundo más en su vigilancia. Le contó a Sonia que esperaba una entrevista en el despacho del director de la metalúrgica. Estaba convencido de que confesaría toda la historia a la primera pregunta.
—Si el pavo es listo y se calla como un puta estamos jodidos. Llegado el caso te largas y me dejas a solas con él.
—¡Qué miedo me das!
—Nada, mujer, luego nos lo llevamos detenido y punto, ya lo verás.
Llegaron a la empresa metalúrgica y entraron con tranquilidad tan pronto como la sirena marcó el inicio del turno. En recepción mostraron sus credenciales y preguntaron por el señor director. El señor Lucero apareció al poco, mostrando sorpresa por la temprana visita de los agentes. Cedió solícito ante la petición de utilizar su despacho para interrogar a su ejemplar oficial de primera, Félix Aguado.
El señor Lucero pidió a su secretaria que mandara a su despacho al empleado. Mientras esperaban, el cabo Flores se interesó por la cantidad de mujeres que había en la empresa. Enseguida se enteró que, además de la telefonista de la entrada, a la que ya conocían, había otras tres chicas trabajando en las oficinas.
—¿Alguna de ellas se ha quejado de que le faltara alguna cosa en los últimos meses? De su bolso o de su taquilla, me refiero; si es que la tienen, claro.
—Sí, tienen un espacio para cambiarse, por supuesto. Lourdes, la secretaria de dirección, me comentó hace un par de semanas que no encontraba unas… bueno, no sé cómo decirlo… —El hombre, claramente afectado por no encontrar el término adecuado, boqueaba y hacía un gesto de extensión que recogía la zona pélvica.
—Unas bragas —le instó Sonia—. No se avergüence, hombre, que eso, en España, no tiene otro nombre. Unas bragas son unas bragas o unas braguitas, como prefiera.
—Pues eso mismo, unas braguitas de repuesto que guardaba en su taquilla —acabó, claramente molesto por el tono de Sonia—. Por si acaso, esas cosas de las mujeres, ya sabe usted a qué me refiero.
El director se sonrojó y miró de nuevo a Sonia.
—¿Por si la sorprendía una bajada de regla y se manchaba? —preguntó Sonia para abundar en el acaloramiento del comedido director.
—Sí, bueno, supongo que sí.
—Bueno, venga, mándeme aquí al señor Aguado y permítanos usar este despacho sin que nos molesten por un rato.
—Pero ¿qué ha hecho este muchacho? ¡Caray!, me asustan ustedes.
En ese momento golpearon la puerta suavemente y detrás de la hoja de madera apareció el rostro de una mujer muy maquillada que Flores intuyó como la secretaria del señor Lucero. Flores le echaba unos cuarenta, muy bien puestos eso sí, y una alegre vida social tras la dulce voz que anunció al director que Félix Aguado esperaba fuera.
—Vaya usted tranquilo, que ya le explicaré después en lo que queda todo y el motivo de esta importuna visita nuestra.
—Está bien, si necesitan algo pídanselo a mi secretaria. Permítanme que les presente al señor Félix Aguado —dijo al tiempo que lo llamaba con la mano desde la puerta de su despacho.
Félix se adelantó hasta el señor Lucero, que lo invitó a pasar al despacho y le presentó a aquellos dos mossos d’esquadra de paisano. Félix miró al suelo, levantando la vista sólo de vez en cuando durante aquella presentación. El director de la fábrica se despidió y cerró la puerta tras de sí. A los investigadores no les pasó desapercibido el ligero temblor que se instaló en el labio inferior de Félix.
Los policías guardaron silencio por unos instantes. Félix pudo ver que se miraban entre ellos y acertó al imaginar que hablaría primero el hombre.
—Bien, Félix. —Flores alargó el silenció, calibrando el nerviosismo creciente en aquel pobre diablo—. Estás jodido, chato —sentenció—. Supongo que ya sabes por qué estamos aquí, así que no hace falta que intentes engañarnos siquiera.
Félix no pudo evitar que le temblaran las piernas. Empezó con un ligero movimiento incontrolable en las rodillas pero, cuando el mosso terminó de hablar, la flojera se extendió muslos arriba y tuvo que contener unas ganas de orinar tremendas. No hacer un mínimo esfuerzo para separar los labios y responder le ayudó a contener esa primera reacción al miedo.
—Quiero presentarte a la jefa de la sección de delitos sexuales de la unidad central de investigación criminal; para que te hagas una idea es como el FBI pero a la catalana. Es una experta en coger mentirosos, a mí me ha pillado varias veces, así que tú mismo con lo que dices. Si no la convences se aparta y me deja hacer a mí, que no tengo ni idea de estas chuminadas que hacen los policías de Barcelona. Yo suelo utilizar una técnica más antigua, que resulta más práctica y no falla nunca, ¿lo pillas?
Flores interpretó el temblor de mandíbula y manos como un «sí» y se apartó para dejar hablar a Sonia.
—¿Se encuentra usted bien, Félix? Siéntese, por favor, y tranquilícese, que no voy a dejar que este bestia le toque un pelo. ¿Un poco de agua?
—No, gracias, señora —dijo Félix más tranquilo, y aceptó el abrigo del sillón que le señalaba la agente.
—Bueno, verá, ahora de lo que se trata es de que nos explique si sabe por qué estamos aquí hablando con usted. Recuerde, sólo la verdad, si va a mentir es mejor que no diga nada.
—Sí, señora —respondió con la mirada baja—. Me llevan ustedes preso por coger unas bragas.
—Bueno, preso no, Félix, pero tenemos que detenerle y tomarle declaración.
—Ya. ¿Y mi mujer se enterará?
—Me temo que sí, Félix. Necesito saber si va a colaborar con nosotros para aclarar todo esto.