La mossa d’esquadra comunicó el alto en nuestro deambular rutinario a nuestra Sala de Coordinación Policial, mientras yo, en mi pesquisa, no conseguía ver ni oír nada. Hice un barrido con la linterna. Las sombras se llenaron de luz sin descubrir nada anormal. Tal vez un gemido apagado cercano al muro del garaje Garrigal, bien infectado de orines humanos, me hizo volver la cabeza y el haz de la linterna para mirar entre los contenedores, pero tampoco en aquel rincón se movía nada. Un poco más allá, pasillo peatonal adentro, fue donde me di perfecta cuenta de que la pesadilla estaba a punto de empezar.
Junto a los bancos de madera, entre plantas ornamentales mal conservadas y suciedad en general, el parterre estaba salpicado de sangre. Justo en medio del enorme charco escarlata una muchacha joven, medio desnuda, yacía sin vida. No tendría más de veinticinco años. Sus delicadas formas resaltaban invadidas por el miedo y la oscuridad que provoca la muerte. La piel fría de su cuello evidenciaba la falta de ritmo robado a su corazón.
Julia se acercaba a mi lado con la cara descompuesta cuando la detuve con la palma de la mano en alto; por encima de todo había que preservar el lugar de los hechos. Desde su posición únicamente podía verme agachado frente a la mancha de sangre. Sin más palabras ni gestos, comenzó la letanía por radio que supone una comunicación de este tipo a la sala policial. Volví sobre mis pasos, cauteloso de no contaminar más la escena del crimen y, después de detallar a mi compañera lo que había, ambos nos despojamos de todo vestigio de pudor humano. Ser policía significa no ser persona en momentos en los que más vale echarse a llorar.
El resto de patrullas, con el jefe de servicio incluido, se acercaron inmediatamente a la zona, pero nadie más que el propio sargento pasó de la cinta balizadora que Julia y yo habíamos extendido unos metros más allá del cuerpo.
El turno de guardia de la unidad de investigación, con el sargento Montagut al frente, hizo acto de presencia mucho más tarde y, tras todo el operativo policial, llegó el servicio funerario, el forense y una comitiva judicial. Según el primer informe verbal del forense, una descomunal herida en el abdomen había borrado el sueño de verano de aquella mujer, sin nombre hasta ese momento.
Las mafias del Este habían pasado de robar empresas por medio del butrón a cortar personas y llevarse lo que mejor se pagase del cuerpo humano en el mercado negro de órganos. Aquí se habían llevado el hígado, con muy buena mano, pero en medio de la nada y sin ninguna higiene. ¿Cómo podía existir gente que pagase por salvar —o no— a un ser querido de aquella forma? Además, el forense encontró los restos de una placenta a un lado del cuerpo. La mujer estaba embarazada en el momento del ataque; de la criatura no se encontró rastro alguno.
Dos horas más tarde, Julia y yo volvíamos a quedarnos solos en la oscura intimidad que un vehículo patrulla ofrece a esa extraña pareja en servicio policial nocturno. La chica desangrada ya no estaba y la espiral investigadora justo se iniciaba. Nosotros, anónimos servidores de azul, no conoceríamos el desarrollo de la investigación del caso. Volvíamos a nuestra tarea de patrullar las calles y basta, así debía ser.
Reconozco que durante el resto de la noche evité circular por el lugar de los hechos. Tal vez nos quedaban treinta minutos de servicio cuando, no sé muy bien por qué, decidí volver a pasar por la calle bajo el museo. Venía a ser como una despedida; fulgor humano en un momento de resignación laboral, no puede explicarse mejor. Julia no dijo nada cuando tomé de nuevo la fatídica calle pero, al paso por el punto en que horas antes nos habíamos detenido, volvió a tocarme el brazo. La miré arqueando las cejas y encogiendo los hombros; una cosa era pasar por allí y otra muy diferente volver al parterre. Pero no era ésa la intención de Julia, no. Me miró silenciosa hasta que me di cuenta de que sólo quería escuchar, así que paré el motor. Casi enseguida oímos un sencillo gemido y, cabreado con la vida, encaré de nuevo el callejón peatonal con la linterna en la mano y Julia a mi derecha.
El gemido de nuevo, y de nuevo el cañón de luz artificial a los contenedores. Julia corrió hasta ellos y empezó a abrirlos y moverlos, pero estaban vacíos. El camión de la basura había pasado a primera hora de la noche. Se me ocurrió que seguramente los investigadores hablarían con ellos pero enseguida aparté la idea; eso ya no era asunto mío.
Aquel gemido persistente…
Mecánicamente, por mimetismo o solidaridad con mi compañera, enfoqué con la linterna el agujero abierto del contenedor de vidrio y, casi enseguida, pude observar un pequeñísimo rastro de sangre en la estrecha boca de dientes gomosos. Para sacarme del estado de estupor en el que me había sumido, Julia me empujó, más que animarme, a mirar dentro. Básicamente es un estado que nos paraliza a los de uniforme cuando vemos algo que deberían haber visto los de investigación, algo que ellos deberían volver a analizar, y que les cabreaba si era tocado por «sucias» manos de patrullero. Fue todo uno mirar dentro y comenzar a llorar y gritar un «¡No, no, no!», contenido en mi pecho desde que encontráramos el cuerpo sin vida de la muchacha. ¡¿Cómo se nos había pasado por alto mirar en los malditos contenedores cuando el forense había advertido de que la víctima estaba embarazada en el momento del ataque?! ¿Estaba perdiendo el juicio? Vestía el pulcro uniforme de la Policía de la Generalitat y lloraba como un niño a las puertas del colegio, como un borracho asqueado de su propio aliento, o tal vez como un simple hombre abatido.
Julia me miraba atónita y me pedía cuidado entre los microsegundos de silencio en esa mezcla lacónica de sollozos y adverbios. La verdad es que metía los brazos como un loco por el agujero de aquel maldito contenedor de vidrio y no llegaba. Le grité que cogiera la navaja que llevo escondida en mi cinturón, escondida por no estar permitido llevar de servicio nada que no sea de estúpida dotación. Clavé la hoja en la boca del contenedor y, con todos los esfuerzos del mundo y los ojos anegados de lágrimas, abrí como pude un agujero mucho más grande que el destinado a la entrada de botellas. Julia me ayudó como pudo al tiempo que chillaba por la radio exigiendo otra patrulla. Con las manos ensangrentadas por las heridas que me producía el plástico duro mal cortado, extraje finalmente un cuerpo pequeño y blanco azulado, casi sin vida y con heridas producidas por los vidrios allí existentes. Saqué a la criatura de un vientre de plástico verde lleno de botellas rotas y sucias que despedía un desagradable olor a mejunje alcohólico. No recuerdo muy bien cómo fue que los botones de mi camisa azul celeste ya se encontraban desabrochados cuando cobijé en ella a la niña, pero, conforme la conciencia volvía a mí, me di perfecta cuenta de que el calor humano del cuerpo de policía beneficiaba a la pequeña.
Aún no había llegado refuerzo alguno ni puñetera falta que hacía ya. Nuestro vehículo policial ululaba por la ciudad conducido por Julia, entre destellos azules que en ciertas circunstancias te envuelven en una aureola de poder indescriptible, pero que en éstas te hacen más consciente que nunca de la impotencia que un hombre puede sentir. Yo no dejaba de abrazar a la pequeña sin sentido, trataba de acunarla y le pedía entre lágrimas que no se fuera. El hospital de Figueres estaba muy cerca y, como hospital comarcal que era, era obvio que disponía de unidad de neonatos. Allí la volverían a la vida. La muerte ya había tenido bastante por aquella noche.
Alertado por la sala de coordinación policial, el servicio de urgencias tenía a sus médicos esperando a la criatura, que luchaba por respirar. Me la arrebataron de entre la camisa y mis manos se vieron desnudas otra vez. Desapareció de nuestras vidas para siempre, puertas adentro de ese servicio hospitalario. En la ventanilla de ingresos quisieron saberlo todo; cuando preguntaron qué nombre debían poner en la ficha pronuncié, por primera vez: Julia.
Julia, mi compañera, se derrumbó temblorosa en una silla cercana. Unas tímidas lágrimas buscaban la inestabilidad de su mentón y traicionaban su aparente dura fusta policial. Sólo nos movimos de allí cuando el jefe de servicio nos requirió en comisaría. Los de investigación nos acribillaron a preguntas otra vez. Unas pocas horas más tarde nos informaron de que la pequeña Julia fue trasladada al hospital de Sant Joan de Déu de Barcelona, en estado grave pero estable. ¡Viviría!
* * *
Curioso momento en mi vida para recordar aquellos días de juventud. Perdía «aceite» por una herida en el pulmón derecho veinticinco años después de que naciera Julia, justo en la calle de detrás del museo Dalí, allí donde la encontramos. Hoy ya no es como en aquellos días, pero no ha perdido solera. El callejón donde murió su mamá se ha convertido en una calle con edificios altos a la que se ha trasladado a parte de las familias gitanas del barrio marginal El Culubret.
Mientras recordaba a la pequeña Julia, la vida se escapaba por un agujero de bala en el pecho, del tamaño de un dedo delante y como un puño detrás. La persecución policial de los atracadores de la oficina del BBVA en el centro comercial de la ciudad se culminaría con un poli en el hoyo, esquelas de los más cercanos compañeros y, tal vez, una mención honorífica. Todo por nada. Me entraban ganas de reírme de mí mismo, pero la sangre me subía a la boca y no podía más que toser espuma roja.
Fede, mi actual compañero, taponaba la herida como podía, pero la sangre no dejaba de manar, la mancha roja de mi camisa se extendía en un reguero camino de la cloaca. Un gitano de no más de veinte años se ofreció a Fede para ayudar en lo que fuese. Él, con un ligero movimiento de la cabeza, le pidió que me cogiera la mano. El gitanillo lo hizo temblando de impotencia, transmitiéndome la fuerza de toda una raza mientras el lagrimal le jugaba una mala pasada. Traté de sonreírle, pero sólo me salió medio guiño.
Cerré los ojos y me alejé de aquel tropel de personas que se afanaban a mi alrededor, con las manos en la boca unos, y con la palma en el cuello los otros. Todos miraban incrédulos cómo un agente de la ley moría tras el intento de hacer aquello que no enseñaban a nadie en la escuela de policía: entregar la propia vida por los demás. Un tópico en el que nadie creía treinta años atrás pero que hoy estaba a la orden del día. Ya no sentía nada y el recuerdo trajo de nuevo la carita de Julia a mi final: me moría, lo sentía tan claro como era capaz de recrear mi propia muerte.
Desde aquella noche en que extraje el cuerpo de la pequeña del contenedor de vidrio jamás había vuelto a hablar de ella con Julia, ni siquiera quisimos saber si se recuperó en el Sant Joan de Déu de Barcelona. Así lo habíamos decidido. Luchamos con todas nuestras fuerzas por no acercarnos al hospital a ver a la pequeña. Si hubiéramos ido a verla, con toda probabilidad habríamos acabado yendo demasiado lejos; cristalizando nuestros deseos más humanos, haciéndonos daño más tarde cuando los servicios sociales la entregasen en adopción legal a alguna otra pareja con más futuro que la efímera unión formada por dos policías, que no tienen en común más que el uniforme que visten y el turno que ocupan; aunque eso signifique tanto como poner tu vida en sus manos por un rato largo cada día.
Ya no sentía nada de lo que sucedía a mi alrededor. Tampoco percibí el canto de sirena de la ambulancia, que se abría paso entre la multitud de curiosos y policías que los contenían como podían. Únicamente era capaz de sentir la piel fría de la recién nacida que extraje del vientre del contenedor de vidrio. La sentía en mi propia piel, cogiendo calor entre los pliegues de la camisa de mosso d’esquadra, abrazada con mis propias manos; junto al latido del corazón de hombre que ahora me abandonaba.
Una punzada de dolor me invadió con una fuerza increíble, y alguien ajeno a mi último sueño me golpeó el pecho. Intentaban quitarme de nuevo a la niña cuando ya no quería volver a apartarme de ella nunca más. Deseaba quedarme con ella para siempre, que es justo lo que tendría que haber hecho aquel día de hace veinticinco años. Entonces alguien vestido de blanco me la robó de los brazos, y algún otro que no acertaba a ver se la llevó corriendo de mi lado.
Una luz cegadora me invadió otra vez. El sol de toda la vida, la mía, la que perdía por momentos, rebotaba en el uniforme blanco de quien me había quitado a mi pequeña. Mareado, descubrí los ojos claros de una bonita mujer que se afanaba con un montón de tubos y jeringuillas con las que me pinchó una y otra vez. Me pusieron una mascarilla en la boca y mi compañero Fede siguió a mi lado; su mano en mi mano. Mientras, el gitanillo se aferró a la otra. Ambos juraron que no me iba a morir.
Miré a la mujer vestida de blanco, que daba órdenes a otro individuo también vestido de blanco. Era curioso el parecido de la doctora con aquella otra joven que habíamos encontrado muerta en aquel mismo callejón tantos años atrás. El descubrimiento de estar vivo me causó alegría y, con la poca fuerza que aún me quedaba, acerté a pronunciar, tan alto como fui capaz: «¡Julia!».
La doctora se detuvo a mirarme a los ojos, llenos de lágrimas. La oí preguntarme desde lejos cómo podía saber su nombre. Sonreí y me dejé hacer; al parecer la muerte me ofrecía un receso. Tiempo habría de dar explicaciones.
E
l sargento Francesc Montagut deambulaba entre los flashes de la cámara del mosso de científica. Observaba los indicios hallados más allá de las acotaciones realizadas con pequeñas cuñas numeradas. El taller mecánico seguía oliendo a grasa y gasoil, pese al año y medio que llevaba cerrado al público. El propietario del negocio carecía de un sucesor que compartiera el amor por los motores y llegada la hora del descanso por mayoría de edad laboral, se vio en la obligación de echar la persiana por siempre jamás.
El sargento conocía a aquel hombre desde que era un crío. Su padre había confiado a aquellas manos, siempre manchadas de negra sabiduría, todos los vehículos que formaron parte de la familia. Le pareció increíble tener que verse ahora en la tesitura de enfrentar el rictus de terror que la muerte había forjado en la cara del señor Antonio Priego, Ton para todos los que se distinguieran como amigos.
El cuerpo sin vida de Ton yacía boca abajo junto al recargado banco de herramientas. Un martillo tipo maza, de aproximadamente 300 gramos, estaba en el suelo, junto a su mano derecha. En el acta de inspección ocular técnico-policial, la acotación número 10 correspondería a una llave inglesa que, en lugar de permanecer en un armario de herramientas, acabaría en una bolsa de plástico precintada y con el número de diligencias policiales escrito en tinta permanente.