—No se preocupe
usté
—repuso el tío José—, que si
no enteramo d’alguna
cosa será
pa usté
, como siempre. Ya sabe que aquí se le quiere
muncho
y nadie va a
tocá na d’eso
si
usté
no quiere.
—Vale, tío José, vale. Lo importante es que el barrio sepa que me han dado este caso, mal que me pese. Tarde o temprano las camisas aparecerán y no quiero que luego se diga que no avisé.
Flores giró en redondo para observar el movimiento de mujeres y criaturas sin escolarizar. Algunos hombres miraban desde la distancia, parados en la puerta de una casa, o simulaban que reparaban algo en el coche. Los más viejos estaban sentados en sillas de esparto a la sombra de los portales. Flores vio a la Vane, que jugueteaba con el crío de tres años recién cumplidos; el mismo tiempo que llevaba su marido en prisión. Flores detuvo al Perilla en un atraco en la última oficina de cambio de divisas que quedaba en la comarca después de la muerte de la peseta. El Perilla consiguió un buen botín, el cierre definitivo de la agencia y su ingreso en prisión por seis años. Cuando saliera del trullo, su hijo Miguel ya sería un firme candidato a seguir los pasos del padre.
Flores fue hasta ellos y cogió al niño en brazos. Su risa era una algarabía de ilusiones. Un niño como cualquier otro en Figueres pero criado en un ambiente tan diferente que las huellas de esa diferencia lo marcarían para siempre, como les había sucedido al resto de sus vecinos. Aquellos ojitos pintaban de azul el cielo y hacían cantar a los canarios del tío José. Su vitalidad mordía la embustera vida que habría de seguir. La Vane miró a Flores sin muestras de rencor, tal vez incluso con alegría por verlo con el crío en brazos.
—Hola Vane, ¿cómo va todo? Este crío está cada día más hermoso. Grande y fuerte como su padre; guapo y bien gitano, como la madre.
—Qué
cosa ma bonita dice usté
, Flores.
Estamo bieng
. El
mercao
da
pa
ir tirando. Mi
marío
siempre dice que
e usté
un caballero, lástima que sea
usté
un
chota
.
—Yo lo único que quiero es que a este grandullón no le falte de nada —dijo con el gitanito en alto.
—
E usté
un santo, Flores.
—Como quieras, pero recuerda que me prometiste que el pequeño iría al colegio, Vane. Que no me entere yo de que falta ni un día.
—No se preocupe, que éste no me sale ladrón, por mis muelas. Y que hace
usté
por aquí, ¿ha
pasao argo
en el barrio?
—Nada importante, Vane, alguno ha robado una carga de camisas de un camión.
—¿Y por unas camisas pierde
usté
el tiempo? Ya sabe que eso sale
mu
bien en el
mercao
.
—Sí, por eso vengo. No quiero que alguno de vosotros venda esa mercancía. Si te enteras de algo me lo dices, ¿vale?
—Claro, se lo digo seguro, ¿por quién
ma tomao
?
—¡Ja, ja, ja! Estáis todos por lo que valéis.
—Ande, que aquí nadie le va a
desí ná
por mucho que le digamos que sí.
—Ya lo sé, Vane, sólo quiero que corra la voz y que nadie del barrio saque esas camisas, que más tarde o más temprano acabarán apareciendo en la calle y punto pelota. ¿Me ayudarás a que corra la voz?
—
Pos
claro, Flores, eso lo sabrá
to
el barrio antes de que salga
usté d’aquí
. Pero que
s’entere
que aquí no hay camisas de ésas a cuadros que busca.
—Eso, Vane, de ésas de cuadros ni una en la parada, ¿eh?
* * *
—No me gusta nada, Flores, ¿por qué los avisas?
—¿Quieres los cuadros o no los quieres, Monti?
—Es que siempre haces lo mismo. ¿Cuándo vas a ceñirte al reglamento? Un día de éstos voy a tener que pedirte la placa.
—Mira, sargento, no me hables de reglamento que yo lo cumplo al pie de la letra…
—Menos cachondeíto, Flores.
—Cuando creas que me lo salto me abres un expediente y listo, no tengas remordimientos. Lo que tengo muy claro es que en ningún renglón de eso que tú llamas reglamento se explicita cómo recuperar unos cuadros valorados en más de cien millones de las antiguas pesetas. Así que, o me dejas trabajar a mi manera o le explicas al cagón de la comisaría que va a tener que invitar a chupachups a la prensa antes de explicarles que no tenemos ni puta idea de por dónde empezar.
—Pero es que eso de decirles a los sospechosos que no saquen las camisas a vender en el mercadillo es tanto como pedirles que escondan la mercancía. Has quemado la mejor pista que teníamos para llegar hasta ellos.
—Montagut, las camisas aparecerán y los cuadros tras ellas.
—Tú mismo. Tienes, digamos… ¿cuatro días? —Montagut miró a Flores con las cejas arqueadas. El cabo sonrió y afirmó con la cabeza—. Espero que tu estúpida gestión dé resultado. Después, si no hay cuadros, daré parte a la división de asuntos internos para que te abran un expediente por tu negligencia al divulgar información reservada.
—Gracias, Monti, es suficiente. Tú sí que sabes.
* * *
La reunión tuvo lugar en el más puro de los secretos. Sonia acompañó a su jefe hasta el pequeño pueblo de Sant Llorenç de la Muga, donde habían de encontrarse en el bar de la plaza del pueblo, concurrido únicamente por unos cuantos vecinos. Flores y Sonia llegaron primero. Se instalaron en una mesa al fondo de la enorme sala del café y esperaron.
El gitano llegó tarde. Siempre llegaba tarde. Su cara era un mapamundi de sensaciones indescriptibles y poca alegría. Grandes surcos corrían su frente de sien a sien; los ojos, del color de la avellana seca, eran más profundos que cualquier pozo de sabiduría. Andaba lento, con un garrote gitano de mando en la mano derecha, tocado con sombrero de ala y americana raída que le otorgaban un aire limpio a la vez que ajado.
Se sentó a la mesa, frente al investigador, que mantuvo su mirada con suficiencia y respeto. A Sonia no le hizo falta palabra o gesto alguno; se dirigió a la barra, tomó un periódico, pidió otro café descafeinado de máquina y se instaló en la mesa más cercana a la entrada del bar. Desde su puesto, que tantas otras veces había ocupado, controlaba el encuentro, la entrada, la calle a través de una ventana y al gitano joven y fuerte que siempre se escondía en las sombras del arco de medio punto de la iglesia.
—Gracias por venir, Vargas.
—No las des, Flores —respondió el gitano con una voz que le salía del diafragma—, todo en su justa medida. Tu mensaje me llegó alto y claro.
Entre ambos hombres terciaba un código de honor establecido muchos años atrás por favores recíprocos que era mejor no recordar. Ambos se tenían por gente de palabra, y la confianza siempre iba precedida del pasado, el respeto mutuo y la precaución. Estos encuentros se daban muy de vez en cuando; solían acontecer a las doce del mediodía del día siguiente al que uno de los dos visitaba el dominio del otro e introducía una palabra clave que servía de mensaje si era pronunciada ante el mensajero adecuado. Nadie sabía más de este proceder. Nunca se habían fallado.
—Supongo que estarás al corriente del robo de las camisas del camión estacionado en la Nacional II, en Hostalets de Llers para ser más exacto.
—¿Sólo se trata de eso, Flores, unas cuantas camisas de El Corte Inglés?
—745 camisas no me parecen poca mercancía para sacar un buen pellizco en los mercados.
—No lo es, pero no quieras, después de tantos años, tomarme por tonto. A ti lo que te interesan son los cuadros que se llevaron los chicos.
—Ni más ni menos, Vargas. Pero no quiero que tomes esta investigación por lo que no es.
—¿Y cómo debo tomarla, amigo mío?
Flores se tomó algo de tiempo antes de contestar a esa pregunta. Estaba clarísimo que el gitano sabía mucho más de lo que iba a contarle y debía tomar la precaución de no levantar la sospecha sobre el valor real de las obras de arte.
—Vamos a dejarlo en la realidad de que hay unos cuadros que valen más que esas camisas y punto.
—¿Te van a dar una medalla por encontrarlos? —preguntó con más intención que interés en algo que sabía que a Flores le importaba un pimiento.
—No me hace gracia, Vargas —cortó la risa de su interlocutor—, a mí las medallas me la traen floja. Quiero recuperar los cuadros porque tienen un valor artístico importante. No son vendibles porque están perfectamente catalogados y, quien los toque, se mancha las manos al momento.
—Qué interesante…
—¿Debo entender que no vas a ayudarme a recuperarlos?
—No, yo no he dicho eso.
Flores cruzó los brazos, se recostó en su silla, ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. El gesto de impaciencia del mosso implicaba una tensión fuera de lo común en aquellos encuentros. Enseguida interpretó que el gitano debía de tener las manos metidas en el asunto y trataba de averiguar cuánto iba a costarle aquella información.
—Está bien, parece que el problema se mide en ceros. —Vargas exhaló una bocanada lenta de humo mientras escuchaba al policía—. Entrégame las camisas y te prometo que veré qué se puede hacer con respecto a los cuadros.
—Eso está mejor, Flores. Las camisas están en una caseta para aperos de labranza en un huerto. Los cuadros ya están en Francia para ser introducidos en el mercado ilegal de obras de arte, y por mucho que tú digas que no valen una perra gorda.
—Los cuadros no valen una mierda, ¿es que no los has visto? —El gitano se encogió de hombros y rio entre dientes—. Sé que esta información vale dinero, Vargas. —Flores aguardó a que el gitano se imaginase lo que iba a ofrecer—. Entre nosotros no estoy dispuesto a regatear; contigo, no. El límite son 3.000 euros —mintió Flores.
—¡Ja, ja, ja! Vale, Flores, dejémoslo en 3.000 euros, pero que conste que acierto a que ese es tu límite. No me creo que los propietarios de los cuadros valoren en tan poco esas obras.
—Los propietarios saben que las obras aparecerán más tarde o más temprano. Las pinturas tienen su valor, pero no vas a sacar más porque a mí no me sale de los cojones. Jamás he pagado una información y tú lo sabes. ¿Lo tomas o lo dejas?
—Eso es sólo una porción de lo que me dan mis negocios en un día, pero mira, me hace gracia cogerlo.
—En ese caso, con el poco interés que representa para ti ese dinero, subo la oferta a 6.000 y pongo otra condición: repartirás el dinero entre tu gente. Tú escoges a quien más lo necesita, pero mete en la lista a la Vane, que lo está pasando mal.
El gitano meneó la cabeza, sonriente ante la exigencia del policía.
—Eres un blando, amigo mío. —Aspiró el cigarrillo un par de veces antes de seguir—. Tienes buen corazón, no dejes que nadie te lo rompa de nuevo.
—Vargas…
—Las camisas están en Vilafant. El huerto está cercado, tú sabrás lo que tienes que hacer para recuperarlas.
—Vilafant es muy grande, Vargas.
—No para un perro que sabe husmear un rastro, amigo mío.
—¿Y los cuadros?
—Por 6.000 euros tendrás que trabajar un poco para hallarlos, pero las camisas te las traerán si sabes mover tus cartas.
Vargas se levantó de la silla, apoyado en su bastón. Se despidió de Flores con una mirada lenta, al límite de una delgada línea de aprecio. Se recolocó el sombrero entre los cabellos grises y se marchó paseando entre las mesas. El policía lo observó en silencio cruzar la calle. Calibró la información que acababa de recibir y enseguida se dio cuenta de que el gitano le había dicho más con lo que callaba que con lo que decía.
* * *
Flores puso al corriente de las averiguaciones al sargento Francesc Montagut. Le contó que había recibido una información confidencial sobre las camisas y que el paradero de éstas podía ser un huerto de la familia Salguero Vargas ubicado en Vilafant. Él y Sonia habían localizado una parcela de uso rústico de 1.500 metros cuadrados sin labrar. Se ubicaba cercana al antiguo proyecto de un polideportivo municipal que se quedó en la estructura principal sin que se llegara a finalizar jamás. Según el registro de la propiedad, el terreno pertenecía a Antonio Salguero Vargas. El huerto contenía una pequeña estructura en ladrillo que bien podía utilizarse para esconder las camisas robadas. Todas las familias gitanas de Figueres tenían a algún miembro que montaba mercado cada día en alguna localidad de la comarca. El peligro de la familia Salguero, si es que eran los autores del robo, era que tenían conexiones con la vecina localidad francesa de Perpiñán, una de las vías de salida habitual para la mercancía que quemaba en España. El mercadillo de anticuarios de Béziers era ideal para tratar de vender las obras de arte.
—¿Por qué tenemos que dar credibilidad a tu confidente, Flores? —quiso saber el sargento Montagut.
—No, no, Monti, la confianza me la tienes que dar a mí. Déjate de confidentes que eso trae muchos problemas y yo no tengo ninguno.
—Es verdad —ironizó Montagut—, en el registro de confidentes del cuerpo no aparece ninguno a tu nombre. ¿Cuál es el cuento esta vez?
—No hay ningún cuento; he escuchado en un bar que alguien con un huerto en Vilafant vendía camisas baratas, eso es todo.
—¿Y por qué no has interrogado al dueño de esa lengua misteriosa?
—Pues mira, estaba meando en el váter y…
—Vale, déjalo, Mortadelo. Averigua lo que puedas y tú sabrás lo que haces. Te quedan tres días para entregarme algo sólido.
—Tanta generosidad por tu parte me abruma. Permíteme que estire un poco más de ella. Necesito disponer de otra patrulla para hacer un seguimiento al propietario del huerto.
—Hecho. ¿Qué más necesitas?
—Hasta que te traiga algo concreto, nada más. Vamos a montar un dispositivo de vigilancia en el huerto, tal vez aparezca alguien a recoger las camisas.
—Si es que están…
—Sí, claro.
—Vale, el seguimiento a ese Antonio empieza ya. No sé cómo te las vas a arreglar para obtener información sobre el asunto, pero no te salgas ni un renglón del libro, ¿vale?
—Claro, jefe, no te preocupes.
* * *
Esa noche de vigilancia a la caseta del huerto, Flores no pudo explicarle a Sonia el valor del tiempo entre las estrellas. La niebla envolvía su coche como el velo a una novia, sin que pudiera verse más allá de unos pocos centenares de metros. Cada hora debían poner en marcha el motor del coche para mantener caliente el habitáculo. La conversación inicial sobre el caso había evolucionado a los problemas personales entre la cúpula de la unidad. Sonia siempre templaba los nervios de Flores cuando se trataba de limar asperezas entre los cabos.