Pero no por eso voy a dejar de ser una mujer religiosa. No por eso voy a dejar de arrullarme y humillarme ante el infinito amor de Dios. Ni voy a dejar de servir a la humanidad. Ni me va a impedir mejorar como ser humano, perfeccionar mis virtudes y trabajar a diario para minimizar mis vicios. Por ejemplo, nunca voy a ser la sosa de la fiesta, pero eso no significa que no pueda replantearme seriamente mi manera de hablar y procurar cambiar a mejor, trabajándomelo desde dentro. Sí, me gusta hablar, pero no tengo por qué decir tantos tacos ni tengo por qué buscar la risotada fácil ni tengo por qué pasarme la vida hablando de mí misma. Y puedo plantearme llevar a cabo algo verdaderamente radical. ¿Qué tal si dejo de interrumpir a los demás cuando hablan? Porque puedo intentar darle una justificación creativa, pero la interpretación pura y dura es ésta: «Estoy convencida de que lo que yo digo es más importante que lo que dices tú». Y detrás de eso sólo hay una explicación posible: «Estoy convencida de que soy más importante que tú». Y eso no puede ser.
Sería útil incorporar todos estos cambios. Pero aunque modifique razonablemente mis hábitos conversacionales, es probable que jamás se me llegue a conocer como Esa Chica Tan Callada. Por mucho que me guste esa imagen y por mucho que me esfuerce, eso no va a pasar. Porque seamos sinceros a la hora de reconocer las cosas. Cuando la señora del departamento de Seva me contó que mi nuevo cargo era el de coordinadora social, me dijo: «A la persona que ocupa este puesto la llamamos Susanita la Simpática, porque tiene que ser muy sociable y dicharachera y sonreír sin parar, ¿sabes?».
¿Que si lo sabía?
Le di la mano, me despedí en silencio de la vana ilusión de convertirme en una mujer discreta y anuncié solemnemente:
—Señora, soy justo lo que andan buscando.
Lo que voy a coordinar, para ser exactos, es una serie de jornadas espirituales que se van a celebrar en el ashram en primavera. A cada una de ellas va a asistir en torno a un centenar de fieles procedentes de todos los países del mundo, que van a pasar entre una semana y diez días perfeccionando sus técnicas de meditación. Mi trabajo consiste en ocuparme de esas personas mientras estén aquí. Durante la mayor parte del tiempo los participantes van a estar en silencio. Los que no hayan experimentado el silencio como ejercicio espiritual descubrirán lo intenso que puede ser. Pero yo seré la única persona del ashram con la que van a poder hablar en caso de que tengan algún problema.
Es decir, que mi labor
oficial
es conseguir que se comuniquen.
Los participantes en las jornadas vendrán a contarme sus problemas y yo procuraré resolverlos. Es posible que tengan que cambiar de compañero de habitación porque ronque o puede que tengan que ir al médico por alguna molestia digestiva relacionada con la comida india. El caso es que me va a tocar a mí intentar solucionarlo. Tendré que saberme el nombre de todos y de dónde son. Iré a todas partes con una libreta, donde tomaré notas de todo lo que vaya sucediendo. Soy como Julie McCoy, la relaciones públicas de
Vacaciones en el mar
, pero en este caso el crucero es por el mundo del yoga.
Ah, por cierto, una de las prebendas del cargo es que llevo un busca.
Cuando empiezan las jornadas espirituales, resulta evidente que soy la idónea para ese trabajo. Estoy sentada tras la «mesa de bienvenida», con un cartel de esos de
Hola, me llamo Merenganita
en la solapa y va llegando gente procedente de treinta países distintos, bastantes de ellos budistas veteranos, aunque hay muchos que nunca han estado en India. A las diez de la mañana ya hay una temperatura de 38 grados centígrados y la mayoría de ellos llevan toda la noche metidos en un vuelo chárter. Algunos llegan al ashram con pinta de haber dormido en el maletero de un coche y no tener ni idea de lo que están haciendo aquí. Por mucha necesidad de trascendencia que tuvieran cuando se apuntaron a estas jornadas, hace tiempo que la han olvidado, probablemente cuando perdieron el equipaje en Kuala Lumpur. Tienen sed, pero aún no saben si el agua del grifo es potable. Tienen hambre, pero no saben a qué hora se come aquí ni dónde está la cafetería. Llevan ropa poco adecuada: materiales sintéticos y botas abrigadas que dan mucho calor en un clima tropical como éste. Además, no saben si aquí habrá alguien que hable ruso.
Resulta que yo hablo una pizca de ruso...
Y puedo ayudarlos. Soy la ayudante perfecta. Las «antenas» que he ido desarrollando a lo largo de mi vida me sirven para adivinar los sentimientos de la gente y tengo la intuición propia de una hija menor hipersensible, por no hablar de la capacidad para escuchar que adquirí como camarera complaciente y periodista preguntona; y, además, tengo un complejo maternal típico de quien lleva años siendo esposa o novia. Todo ello me sirve para ayudar a esta gente a sobrellevar la difícil tarea que se han impuesto. Según van llegando de México, Filipinas, África, Dinamarca, Detroit, cada vez me acuerdo más de esa escena de
Encuentros en la tercera fase
en que Richard Dreyfuss y un grupo de devotos han acabado en un descampado de Wyoming, sin saber por qué, atraídos por la llegada de una nave espacial. También me asombra su valentía. Estas personas han decidido olvidarse de sus familias y vidas durante unas semanas para hacer un retiro espiritual en India, rodeados de absolutos desconocidos. No todo el mundo tiene valor como para hacer eso, ni siquiera una sola vez en la vida.
Automáticamente, les tomo a todos un cariño incondicional. Hasta a los típicos pesados que dan la matraca. Tras la coraza de su neurosis intuyo que tienen pánico a lo que puedan experimentar cuando se pasen siete días dedicados a meditar en silencio. Contengo la risa al escuchar las quejas de un hombre indio en cuya habitación hay una figurilla de quince centímetros del dios indio Ghanesa, pero le falta uno de los pies. Indignado, me dice que es un mal presagio y pide que un sacerdote brahmán se la lleve tras haber celebrado el correspondiente rito de purificación. Lo escucho, procuro tranquilizarlo y aprovechando la hora de la comida mando a mi amiga Tulsi a su cuarto para que se lleve la figurilla. Al día siguiente le envío una nota diciéndole que espero que se encuentre mejor, ahora que le hemos retirado la figurilla rota y pidiéndole que se ponga en contacto conmigo si le surge algún otro problema; el hombre me premia con una enorme sonrisa de alivio. Lo que estaba era asustado. También hay una mujer francesa que está al borde del ataque de pánico porque tiene alergia al trigo. Lo suyo también es una cuestión de miedo. Un argentino quiere reunirse con todo el departamento de Hatha yoga para que le aconsejen sobre la postura en que debe sentarse al meditar para que no le duela el tobillo. Otro que está asustado. Todos están asustados, porque se van a sumergir en las profundidades del alma y de la mente. Es un terreno desconocido hasta para un veterano de la meditación. Es un lugar donde todo es posible. La guía espiritual de estas jornadas es una mujer maravillosa, una mística de cincuenta y tantos años, que encarna la compasión en cada uno de sus gestos y palabras. Sin embargo, todos siguen estando asustados, porque la guía —por muy cercana que sea— no va a poder acompañarlos en su viaje. Ni ella ni nadie.
Cuando estaban empezando las jornadas, recibí una carta de un amigo estadounidense que hace documentales de naturaleza para la revista
National Geographic
. Había ido a una cena de gala en el hotel Waldorf Astoria de Nueva York en honor a los socios del Club de Exploradores y me contaba lo mucho que le había impresionado conocer a personas tan valientes, capaces de jugarse la vida una y otra vez para descubrir las cordilleras, desfiladeros, ríos, cuencas oceánicas, islas polares y volcanes más inaccesibles del mundo. Me decía que a muchos de ellos les faltaba alguna parte del cuerpo: narices y dedos de las manos y los pies, pequeños fragmentos que se les habían congelado o les había arrancado un tiburón en uno de los peligrosos viajes que llevaban años haciendo.
La carta de mi amigo decía: «En tu vida has visto tantas personas valientes reunidas en un mismo sitio».
Y al leerlo, pensé: «Eso lo dirás tú, Mike».
El tema central de las jornadas, y su gran objetivo, es el estado
turiya
, es decir, el cuarto estado de nuestra conciencia, que es especialmente escurridizo. Según dicen los yoguis, la mayoría de nosotros nos movemos siempre entre tres estados de conciencia diferentes: la vigilia, el sueño y el sueño profundo (sin ensoñaciones). Pero, además, existe un cuarto nivel. Este último es testigo de los otros tres estados y funciona a un nivel de conciencia integral que los engloba a todos. Es la conciencia en estado puro, una apreciación inteligente capaz —por ejemplo— de recordarte lo que has soñado cuando te despiertas. Tú te vas al país de los sueños, por así decirlo, pero alguien vela esos sueños mientras tú duermes. ¿Quién es ese testigo? ¿Quién se mantiene siempre fuera de nuestra mente, contemplando sus pensamientos? Un yogui diría que se trata de Dios. Y si sabes acceder a ese estado de testigo consciente, entonces puedes estar con Dios cuando quieras. Esta conciencia constante, esta apreciación de la presencia de Dios en nuestro interior, sólo sucede en el cuarto estado de la conciencia que se denomina
turiya
.
Sabrás si has alcanzado el nivel
turiya
si experimentas una felicidad constante. La persona que vive en un estado de
turiya
no tiene cambios de estado de ánimo ni teme al paso del tiempo ni sufre las pérdidas que experimenta en la vida. «Puro, limpio, vacío, tranquilo, reposado, desinteresado, eternamente joven, constante, eterno, nonato e independiente, vive sumido en su propia grandeza», dicen los
Upanisad
—los libros sagrados del hinduismo— de aquel que ha alcanzado el estado del
turiya
. Todos los grandes santos, gurús y profetas de la historia vivían en un constante estado de
turiya
. En cuanto al resto de los mortales, la mayoría lo hemos experimentado alguna vez aunque sólo sea durante unos instantes. Casi todos —aunque sólo sea durante dos minutos de nuestra vida— hemos sentido en un momento dado una sensación inexplicable de absoluta felicidad, ajena a lo que estuviéramos viviendo en el mundo exterior. Tan pronto eres el tío de siempre, viviendo la rutina diaria a trancas y barrancas como de repente, sin que cambie nada, te sientes elevado por la gracia de Dios, lleno de admiración, colmado de felicidad. Sin que exista ningún motivo aparente, todo te parece perfecto.
Obviamente, la mayoría de nosotros entramos y salimos de este estado a toda velocidad. Es casi como si alguien quisiera burlarse de ti, mostrándote una breve imagen de tu perfección interior y haciéndote volver a toda prisa a la «realidad», donde siguen tus problemas y ansiedades de siempre. Siglo tras siglo muchos han querido prolongar ese estado de felicidad perfecta valiéndose de medios externos —como las drogas, el sexo, el poder, la adrenalina y la acumulación de objetos bellos—, pero no lo han conseguido. Buscamos la felicidad en todas partes, pero somos como el famoso mendigo de Tolstoi, que se pasaba la vida pidiendo limosna a todos los que le pasaban por delante sin saber que estaba sentado encima de una vasija llena de oro, es decir, que tenía lo que buscaba pero sin saberlo. Todos tenemos dentro un tesoro, que es nuestra perfección. Pero para conseguirlo tienes que abandonar el ajetreo de la mente y las necesidades del ego y entrar en el silencio del corazón. El
kundalini shakti
—la suprema energía de lo divino— te guiará.
Por eso estamos todos aquí.
Al escribir esa frase, lo que quería decir era: «Por eso han venido a las jornadas espirituales de este ashram indio un centenar de personas procedentes del mundo entero». Pero los filósofos y los santos yoguis estarían de acuerdo con la frase más general: «Por eso estamos
todos
aquí». Según los místicos, esta búsqueda de la felicidad divina es el gran objetivo de nuestra vida. Por eso elegimos nacer y por eso el sufrimiento y el dolor de esta vida merecen la pena, porque nos dan la oportunidad de experimentar este amor infinito. Y una vez descubierta nuestra divinidad interna, ¿somos capaces de conservarla? En caso de que sea así..., seremos felices.
Durante las jornadas siempre me pongo al fondo del templo, viendo a los participantes meditar en la silenciosa penumbra. Tengo que conseguir que todos estén a gusto y también estar atenta para detectar si alguno tiene algún problema o necesidad. Todos han hecho un voto de silencio que deben cumplir mientras dure su estancia y al ir pasando los días se van sumergiendo en el silencio hasta que el ashram entero está colmado de su quietud. Por respeto a los integrantes de las jornadas todos caminamos de puntillas y comemos en absoluto silencio. De nuestros tiempos de cháchara no queda ni rastro. Hasta yo estoy callada. Es un silencio semejante al de la medianoche, esa quietud atemporal que solemos experimentar a las tres de la madrugada, estando completamente solos; pero en este caso se produce a plena luz del día y es compartido por todos los habitantes del ashram.
Viendo meditar a este centenar de almas, no tengo ni idea de lo que estarán pensando o sintiendo, pero sí sé lo que querrán experimentar y les dedico todas mis oraciones a ellos, haciendo curiosas propuestas como ésta:
Te ruego que concedas a esta gente maravillosa todas las bendiciones que pudieras tenerme asignadas a mí
. Me he propuesto no meditar nunca a la vez que los visitantes; se supone que tengo que estar pendiente de ellos, no de mi propio viaje espiritual. Pero todas las mañanas me elevo sobre las ondas de su misticismo colectivo, como esas aves predadoras que aprovechan las corrientes termales terrestres que las elevan por los aires a una altura mucho mayor que la que habrían alcanzado sólo con sus alas. Así que no es sorprendente que sea en este momento cuando me sucede algo impresionante. Un jueves por la tarde, cuando estoy al fondo del templo atenta a mi labor de coordinadora social, con mi tarjeta identificativa y todo, de pronto me veo entrar por las puertas de universo y viajar hasta el centro de la mano de Dios.
Como lectora e investigadora, me frustra mucho llegar a ese momento de un texto ascético en que el alma abandona el tiempo y el espacio presente y se funde con el infinito. Desde Buda y Santa Teresa hasta los místicos sufíes y mi propia gurú, a lo largo de toda nuestra historia han sido muchas las grandes almas que han querido expresar lo que significa fundirse con la divinidad, pero estas descripciones nunca acaban de satisfacerme. Muchas emplean el exasperante adjetivo
indescriptible
. Pero hasta los más elocuentes cronistas de la experiencia mística —como Rumi, que decía haberse atado a la manga de Dios, o Hafiz, que aseguraba vivir tan unido a Dios como dos hombres en una pequeña balsa, «riéndonos al toparnos siempre el uno con el otro»—, me dejan insatisfecha, porque no me conformo; quiero experimentarlo yo también. Sri Ramana Maharshi, un venerado gurú indio, daba largas charlas sobre su experiencia trascendental y al final siempre decía a sus alumnos: «Id a descubrirlo vosotros».