Me quedé ahí tumbada, en lo alto del mundo, totalmente sola. Empecé a meditar y esperé a recibir instrucciones sobre lo que tenía que hacer. No sé cuántos minutos o cuántas horas pasaron antes de tener claro lo que tenía que hacer. Me di cuenta de que me había planteado todo el asunto de una manera demasiado literal. ¿Que quería hablar con mi ex marido? Pues adelante. Ése era un buen momento para hablar. ¿Que quería que me perdonaran? Pues podía empezar perdonando yo. En ese mismo momento. Pensé en la cantidad de personas que se mueren sin haber recibido perdón ni haber perdonado. Pensé en la cantidad de personas que han perdido hermanos, amigos, hijos o amantes de haber podido decir o escuchar esas preciosas palabras de clemencia o absolución. ¿Cómo consiguen los supervivientes de una relación soportar el sufrimiento de un asunto inacabado? Desde aquel lugar dedicado a la meditación hallé la respuesta. Puedes acabar el asunto tú mismo, desde dentro de ti. No sólo es posible, sino que es esencial.
Entonces, mientras meditaba, me sorprendí a mí misma haciendo una cosa de lo más extraña. Invité a mi ex marido a reunirse conmigo en aquella azotea india. Le pregunté si sería tan amable de encontrarse allí conmigo para despedirnos como estaba mandado. Entonces esperé su llegada. Y llegó. De pronto su presencia era absoluta y tangible. Casi lo estaba oliendo.
Le dije:
—Hola, cielo.
Estuve a punto de echarme a llorar, pero enseguida comprendí que no venía a cuento. Las lágrimas forman parte de nuestra vida terrenal y los términos en que se iban a encontrar nuestras dos almas en India no tenían nada que ver con el cuerpo. Las dos personas que tenían que hablar una con otra en ese tejado ni siquiera eran personas. Ni siquiera iban a hablar. Ni siquiera eran ex esposos. No eran un hombre terco del Medio Oeste ni una mujer yanqui un poco histérica; no eran un tío de cuarenta y tantos ni una tía de treinta y tantos; no eran dos personas limitadas que llevaban años discutiendo sobre sexo, dinero y muebles. Nada de eso tenía la menor importancia. En lo concerniente a aquel encuentro, al nivel que se iba a producir aquella reunión, sólo eran dos frías almas azules que tenían las cosas muy claras. Desligados de sus cuerpos, desligados de la compleja historia de su relación anterior, se reunían sobre esta azotea (en un lugar aún más alto) para compartir su infinita sabiduría. Mientras seguía meditando, vi cómo aquellas dos frías almas azules se aproximaban, fundían, volvían a separarse y contemplaban la perfección y el parecido que compartían. Lo sabían todo. Ya hacía tiempo que sabían y seguirían sabiéndolo todo. No tenían por qué perdonarse; habían nacido perdonándose.
La lección que me enseñaron con su hermoso reencuentro fue: «No te metas en esto, Liz. Tu participación en esta relación se ha acabado. Déjanos a nosotros llevar este asunto a partir de ahora. Tú vive tu vida».
Mucho después abrí los ojos y supe que la historia se había acabado. No sólo mi matrimonio, no sólo mi divorcio, sino ese vacío hueco y siniestro que había acarreado durante años... Se había acabado. Me sentía libre al fin. Aunque eso no significaba que jamás volviera a pensar en mi ex marido ni que hubiera eliminado todos los sentimientos ligados a su recuerdo. Lo que me había dado el ritual de la azotea era un lugar donde poder albergar esos pensamientos e ideas cuando me surgieran en el futuro, cosa que me sucedería durante toda mi vida. Podría enviarlos allí, a aquella azotea guardada en mi memoria, al cuidado de aquellas dos frías almas azules que lo entendían todo y siempre lo entenderían.
Para eso sirven los rituales. Los seres humanos oficiamos ceremonias espirituales para alojar adecuadamente nuestros más profundos sentimientos de alegría o dolor, de modo que no tengamos que cargar siempre con ellos. Todos necesitamos unos ritos que nos proporcionen esos lugares de salvaguardia. Y creo que, si nuestra cultura no posee el rito concreto que necesitamos, entonces estamos en nuestro perfecto derecho de crear una ceremonia propia, empleando el ingenio natural propio de un fontanero/poeta para arreglar todas las roturas de nuestro sistema emocional. Si la ceremonia casera se hace con la suficiente seriedad, Dios será benevolente. Por eso necesitamos a Dios.
Poniéndome en pie, hice el pino en la azotea de mi gurú para celebrar la idea de la liberación. Noté el polvo de los azulejos bajo la palma de las manos. En ese momento fui consciente de mi fuerza y mi equilibrio. Noté la agradable brisa de la noche en las plantas de los pies desnudos. Aquel acto espontáneo —el pino— no es lo típico que hace un alma azul fría e incorpórea, pero un ser humano sí puede hacerlo. Tenemos manos; si queremos, podemos usarlas para hacer el pino. Tenemos ese privilegio. Ésa es la alegría de la que disfruta un cuerpo mortal. Por eso Dios nos necesita. A Dios le gusta sentir las cosas a través de nuestras manos.
Richard el Texano se ha marchado hoy. Ha vuelto a Austin. Lo he acompañado al aeropuerto y los dos íbamos tristes. Nos hemos quedado un buen rato en la acera antes de que él entrase en la terminal.
—¿Y a quién voy a dar caña yo si no es a Elizabeth Gilbert? —dijo con un suspiro, añadiendo—: Lo del ashram ha sido una buena experiencia, ¿no? Tienes mucha mejor cara que hace unos meses, como si te hubieras quitado algo de ese muermo con el que andabas.
—Estoy muy contenta últimamente, Richard.
—Pues ten en cuenta que, si echas mucho de menos tu sufrimiento, siempre vas a poder llevártelo cuando te vayas, porque te estará esperando en la puerta.
—No pienso llevármelo.
—Así se habla.
—Me has ayudado mucho —le digo—. Eres como un ángel con las manos peludas y las uñas de los pies destrozadas.
—Es verdad. Se me quedaron así en Vietnam y nunca se han recuperado, las pobres.
—Podía haber sido peor.
—Para muchos tíos lo fue. Yo, al menos, tengo las dos piernas enteras. La verdad es que en esta reencarnación he tenido bastante suerte, nena. Y tú también. No lo olvides. En tu siguiente vida te puede tocar ser una de esas pobres mujeres indias que se pasan el día partiendo piedras en la cuneta de la carretera. Entonces sí que verías el lado chungo de la vida. Así que valora lo que tienes, ¿vale? Procura cultivar siempre la gratitud. Así vivirás más tiempo. Ah, una cosa, Zampa. ¿Me haces un favor? Olvida el pasado y vive la vida, ¿de acuerdo?
—Es lo que estoy haciendo.
—Me refiero a que te busques un nuevo amor. Tómate el tiempo necesario para recuperarte, pero recuerda que tendrás que acabar compartiendo tu corazón con alguien. No levantes un monumento a David ni a tu ex marido.
—No pienso —le dije.
Y, de repente, me di cuenta de que era verdad. No lo iba a hacer. El sufrimiento acumulado del amor perdido y los errores pasados pareció atenuarse ante mis propios ojos gracias al poder curativo del tiempo, la paciencia y la gracia divina.
Entonces Richard me dijo algo que me hizo volver de golpe a las realidades más básicas de la vida.
—Ya sabes lo que dicen, cielo, que la mejor manera de superar un viejo amor es tumbarse debajo de un nuevo amor.
Solté una carcajada.
—Vale, Richard, lo pillo. Y ahora ya puedes irte tranquilo a Texas.
—Más me vale —dijo, echando una mirada al lúgubre aparcamiento del aeropuerto indio—. Porque estando aquí de pie no veo que me esté poniendo más guapo.
En el viaje de vuelta al ashram, después de haber dejado a Richard en el aeropuerto, decido que últimamente he estado hablando demasiado. A decir verdad, siempre he sido una bocazas, pero durante mi estancia en el ashram me he pasado. Me quedan dos meses de estar aquí y no quiero desperdiciar la gran experiencia espiritual de mi vida haciéndome la simpática y hablando con todo el mundo. Me ha sorprendido mucho descubrir que incluso aquí, incluso en este lugar sagrado de retiro espiritual que está en la otra punta del mundo, he logrado crear ese ambiente de cóctel que parece que llevo allá donde voy. No sólo he hablado sin parar con Richard —aunque los dos rajamos por los codos—, sino que siempre estoy de palique con alguien. Por increíble que parezca —¡al fin y al cabo estoy en un ashram!—, quedo con la gente como si fueran citas laborales y a veces digo cosas tipo: «Lo siento, no puedo comer contigo hoy, porque he quedado con Sakshi... Si te viene bien, podemos vernos el martes que viene».
Eso me ha pasado toda la vida. Soy así. Pero últimamente me ha dado por pensar que puede ser un inconveniente desde el punto de vista espiritual. El silencio y la soledad son ejercicios espirituales universalmente reconocidos por motivos obvios. Disciplinar la forma de hablar es una manera de evitar perder energía por la boca, porque hablar es una actividad agotadora que llena el mundo de palabras, palabras, palabras, en lugar de propagar la serenidad, la paz y la felicidad. Swamiji, el maestro de mi gurú, insistía en que el ashram estuviera en silencio, que consideraba una práctica espiritual obligatoria. Decía que el silencio es la única religión verdadera. Por eso es ridículo haber hablado tanto precisamente aquí, en uno de los lugares del mundo donde el silencio debe —y puede— reinar.
Así que he decidido dejar de ser la simpática del ashram. Se acabó lo de corretear, cotillear y hacer bromas. Se acabó lo de protagonizarlo todo y monopolizar las conversaciones. Se acabó lo de hacer florituras verbales para conseguir afecto o seguridad. Ha llegado el momento de cambiar. Ahora que se ha ido Richard el resto de mi estancia va a ser una experiencia totalmente silenciosa. Será difícil, pero no imposible, porque se trata de algo universalmente aceptado en el ashram. Será una decisión que la comunidad entera apoyará como un disciplinado acto de devoción. En la librería incluso venden unas chapas que dicen: «Estoy en silencio».
Voy a comprarme cuatro de esas chapitas.
En el viaje de vuelta desde el aeropuerto voy visualizando lo silenciosa que voy a ser a partir de ahora. Voy a estar tan callada que se me va a conocer por ello. Estoy segura de que todos me acabarán llamando Esa Chica Tan Callada. Respetaré el horario del ashram, comeré sola, meditaré durante infinitas horas todos los días y fregaré el suelo del templo sin parar ni para hacer pis. Mi interacción con los demás se limitará a sonreírles beatíficamente desde mi sencillo mundo de silencio y piedad. La gente hablará de mí. Se preguntarán unos a otros: «¿Quién es Esa Chica Tan Callada que siempre se pone al fondo del templo y que se pasa la vida fregando suelos de rodillas? Nunca habla. Qué huidiza es. Qué mística es. Ni siquiera sé cómo tendrá la voz. Cuando pasea por el jardín no la oyes ni acercarse... porque es sigilosa como la brisa. Debe de estar siempre meditando, en un constante estado de comunión con Dios.
Es la chica más silenciosa que he visto en mi vida
».
A la mañana siguiente estaba yo de rodillas en el templo, fregando el mármol del suelo una vez más, emanando (o eso creía yo) el sagrado resplandor del silencio, cuando un niño indio vino a darme un recado. Tenía que presentarme en el departamento de Seva inmediatamente.
Seva
es la palabra india que designa la práctica espiritual de labores desinteresadas (como, por ejemplo, fregar el suelo del templo). El departamento de Seva organiza el reparto de todo el trabajo que se hace en el ashram. Presa de una enorme curiosidad, fui a ver qué querían de mí y la amable señora de la mesa me preguntó:
—¿Eres Elizabeth Gilbert?
Con la más amable y piadosa de mis sonrisas sonreí. En silencio.
Y entonces me dijo que el tipo de labor que yo desempeñaba había cambiado. Por petición expresa de la dirección ya no iba a formar parte del equipo dedicado a fregar los suelos. Me iban a dar un cargo nuevo en el ashram.
El nombre de mi cargo era —ojo al dato, por favor— «coordinadora social».
Aquélla era, evidentemente, otra de las bromas de Swamiji.
Conque querías ser Esa Chica Tan Callada, ¿eh? Pues mira por dónde...
Pero estas cosas siempre pasan en el ashram. Tomas una decisión fundamental sobre lo que quieres hacer, o cómo quieres ser, y entonces se producen una serie de circunstancias que te indican al instante lo poco que te conocías a ti misma. No sé cuántas veces lo habrá dicho Swamiji a lo largo de su vida ni sé cuántas veces lo habrá repetido mi gurú desde que él murió, pero da la sensación de que aún no he asimilado la verdad de su afirmación más pertinaz, que es:
«Dios vive en ti, forma parte de ti».
Está en ti
.
Si este yoga tiene una verdad sagrada, está encapsulada en esa frase. Dios vive en ti como vives tú y es exactamente como eres tú. No tiene ningún interés en verte montar un número ni en que cambies de personalidad porque tienes una idea peregrina sobre el aspecto o la conducta de una persona espiritual. En el fondo todos pensamos que, para ser sagrados, tenemos que cambiar radicalmente de personalidad, renunciando a nuestra individualidad. Éste es un clásico ejemplo de lo que en Oriente se denomina «pensar equivocadamente». Swamiji decía que los partidarios de la renuncia logran encontrar todos los días algo a lo que poder renunciar, pero suele ser la depresión, no la paz, lo que logran. Siempre insistía en que la austeridad y la renuncia, por las buenas, no tienen ninguna eficacia. Para conocer a Dios sólo hay que renunciar a una cosa: a la sensación de que Dios es independiente de nosotros. Por lo demás, debemos conservar nuestra esencia, nuestra personalidad natural.
¿Y cuál es mi manera de ser natural? Me encanta estudiar en este ashram, pero mi sueño de hallar la divinidad deslizándome silenciosamente por todas partes con una sonrisa etérea y dócil... Pero ¿ésa quién es? Pues será alguna tía a la que he debido de ver en un programa de televisión. Lo cierto es que me da un poco de pena tener que admitir que nunca seré ese personaje. Siempre me han fascinado esas almas sutiles, espectrales. Siempre he querido ser la chica silenciosa. Precisamente porque no lo soy, claro. Por eso me parece tan bonito el pelo oscuro y voluminoso. Precisamente porque no lo tengo ni lo voy a tener. Pero en algún momento de tu vida tienes que reconciliarte con lo que te han dado y si Dios hubiese querido que yo fuera una chica tímida de pelo oscuro y voluminoso, me habría hecho así, pero el caso es que no lo hizo. Por tanto, quizá sea práctico aceptarme tal y como soy y encarnarme plenamente en mi cuerpo.
O como dijo el filósofo Sexto el Pitagórico: «El hombre sabio siempre se parece a sí mismo».