Come, Reza, Ama (9 page)

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Authors: Elizabeth Gilbert

Tags: #GusiX, Novela, Romántica, Humor

BOOK: Come, Reza, Ama
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Pese a todo, lo de las pastillas nunca acabó de convencerme del todo aunque me ayudaron enormemente. Me traía sin cuidado que la gente me dijera que no pasaba nada por tomar pastillas y que era algo totalmente seguro; siempre tuve mis dudas sobre ese asunto. Formaron parte de mi tabla de salvación, de eso no hay duda, pero quería dejar de tomarlas cuanto antes. Empecé a tomar la medicación en enero de 2003 y en mayo ya había disminuido la dosis significativamente. De todas formas, ésos fueron los peores meses: los últimos meses del divorcio, los últimos meses maltrechos con David. ¿Habría podido pasar esa época sin pastillas si le hubiera echado narices al asunto? ¿Podría haber sobrevivido a mí misma yo sola, sin ayuda de nadie? Pues no lo sé. Es lo malo de nuestras vidas, que no tenemos
controladores
, así que no sabemos cómo habríamos salido si nos hubieran cambiado alguna de las variables.

Lo que sé es que las pastillas me sirvieron para quitarle algo de catastrofismo a mi sufrimiento. Eso sí que lo agradezco. Pero los medicamentos que alteran el estado de ánimo aún me producen sentimientos contradictorios. Su poder me asombra, pero me preocupa lo extendido que está su uso. Creo que en Estados Unidos deberían venderse sólo con receta médica, con muchas más restricciones y jamás sin el apoyo de un tratamiento psicológico paralelo. Medicar el síntoma de una enfermedad cualquiera sin averiguar la causa que hay detrás es abordar un problema de salud con la típica chapuza occidental. Puede que esas píldoras me hayan salvado la vida, pero fue en conjunción con otra veintena de cosas que hice en aquella época para intentar rescatarme a mí misma y espero no tener que volver a tomarlas jamás. Lo cierto es que un médico me dijo que quizá tenga que tomar antidepresivos varias veces más a lo largo de mi vida debido a mi «tendencia a la melancolía». Espero, por Dios, que se haya equivocado. Haré cuanto esté en mi mano para demostrar que se equivoca, y, eso sí, lucharé contra esa tendencia melancólica con todas las armas que tenga a mi alcance. Que eso me convierta en una cabezota derrotista o en una cabezota con instinto de supervivencia... está por ver.

Pero aquí estamos.

18

Mejor dicho, aquí estoy. Estoy en Roma y metida en un buen lío. Las capullas de Depresión y Soledad han tomado mi vida al asalto y el último Zyntabac me lo tomé hace tres días. Tengo más pastillas en el último cajón de la cómoda, pero no las quiero. Lo que quiero es librarme de ellas para siempre. Pero tampoco quiero irme dando de bruces con Depresión o con Soledad, así que no sé qué hacer y me está entrando un ataque de pánico, como siempre me pasa cuando no sé qué hacer. Así que esta noche saco el cuaderno de notas más secreto de todos, que guardo junto a la cama para los casos de emergencia. Lo abro. Encuentro la primera página en blanco. Escribo:

«Necesito tu ayuda».

Entonces, me quedo esperando. Al cabo de un rato me llega la respuesta, escrita de mi propio puño y letra:

Aquí me tienes. ¿Qué puedo hacer por ti?

Y entonces empieza una conversación de lo más extraña y secreta. Aquí, en mi cuaderno más privado, es donde hablo conmigo misma. Hablo con esa voz que se me presentó aquella noche cuando, sentada en el suelo del cuarto de baño, recé a Dios por primera vez, rogándole llorosa que me ayudara y algo (o alguien) me dijo: «Vuélvete a la cama, Liz». En los años que han pasado desde entonces he vuelto a hallar esa voz siempre que he estado en una situación de código rojo y he descubierto que la mejor manera de comunicarme con ella es mediante una conversación escrita. Me ha sorprendido descubrir, además, que casi siempre tengo acceso a esa voz por muy tenebrosa que sea mi angustia. Incluso en mis momentos de máximo sufrimiento esa voz tranquila, compasiva, cariñosa e infinitamente sabia (que puede que sea yo o que no sea del todo yo) siempre está disponible para tener una conversación escrita, a cualquier hora del día o de la noche.

He decidido no comerme el tarro con eso de que hablar conmigo misma significa ser esquizofrénica. Puede que esa voz con la que hablo sea la de Dios, o la de mi gurú expresándose a través de mí, o puede que sea el ángel al que le ha tocado encargarse de mí, o mi Yo Supremo, o una construcción de mi subconsciente inventada para protegerme de mi tormento. Según Santa Teresa estas voces internas son divinas; ella las llamaba «locuciones», es decir, voces sobrenaturales que entran en la mente de manera espontánea, traducidas al idioma propio para ofrecernos su consuelo celestial. Lo que sí sé es lo que habría dicho Freud de estas consolaciones espirituales, claro está: que son irracionales y «poco convincentes. Sabemos, por experiencia, que el mundo no es un jardín de infancia». Estoy de acuerdo en que el mundo no es un jardín de infancia. Pero precisamente por lo complicada que es la vida a veces hay que saltarse las normas y pedir ayuda a los poderes supremos capacitados para aliviar nuestras penas.

Al inicio de mi experimento espiritual no confiaba del todo en esta sabia voz interna. Recuerdo una ocasión en que, dominada por la ira y la tristeza, saqué mi cuaderno secreto y garabateé un mensaje a mi voz interior —a mi divina fuente de consuelo— que ocupaba toda una página en letras mayúsculas:

«¡NO CREO EN TI, JODER!»

Al cabo de unos instantes, respirando entrecortadamente, noté que se me encendía una lucecita por dentro y me sorprendí al verme escribir esta respuesta serena, pero irónica:

¿Y con quién estás hablando, entonces?

Desde ese momento no he vuelto a poner en duda su existencia. Por eso esta noche acudo de nuevo a la voz. Es la primera vez que lo hago desde que llegué a Italia. Lo que escribo en mi cuaderno esta noche es que me siento débil y tengo mucho miedo. Cuento que han vuelto a aparecer Depresión y Soledad, y que me asusta que se queden para siempre. Digo que ya no quiero tomar más pastillas, pero me temo que tendré que hacerlo. Me aterra ser incapaz de controlar mi vida.

De lo más recóndito de mis entrañas surge esa presencia que ya conozco y me tranquiliza diciéndome lo que siempre he querido oír en los malos momentos. Esto es lo que escribo en la página de mi libreta:

Aquí estoy. Te quiero. Me da igual que te pases toda la noche llorando. Me quedaré contigo. Si tienes que volver a tomar pastillas, tómalas. Te seguiré queriendo aunque las tomes. Si no las necesitas, también te seguiré queriendo. Hagas lo que hagas, jamás perderás mi amor. Te protegeré hasta que te mueras y después de tu muerte te seguiré protegiendo. Soy más fuerte que Depresión y más valiente que Soledad y no hay nada que pueda acabar conmigo.

Esa noche, sorprendida ante la insólita ofrenda amistosa que me brota de dentro —es decir, que yo misma me echo una mano al ver que nadie más me ofrece consuelo—, me acuerdo de una cosa que me pasó en Nueva York. Una tarde en que iba con prisa entré en un edificio de oficinas y me metí en el ascensor a toda velocidad. Una vez dentro me llevé la sorpresa de ver mi propia imagen reflejada en un espejo de seguridad. En ese momento mi cerebro hizo algo extraño. Me envió este mensaje instantáneo: «¡Oye! ¡Si a ésa la conoces! ¡Es amiga tuya!». Y yo me acerqué sonriente a mi imagen reflejada, dispuesta a saludar a esa chica de cuyo nombre no me acordaba, pero cuya cara me sonaba muchísimo. Pero, claro, en cuestión de segundos me di cuenta de mi error y reí avergonzada de haber reaccionado casi como un perro al verme en un espejo. Curiosamente, esa noche de neura en Roma me acuerdo de aquello y acabo escribiendo esta reconfortante apostilla en la parte inferior de la página:

Nunca olvides que una vez, en el momento más inesperado, te viste a ti misma como una amiga.

Con el cuaderno abrazado al pecho me duermo, tranquila ante esa última ocurrencia. Al despertarme por la mañana, aún queda en el aire un leve atisbo del tabaco de Depresión, que ha desaparecido del mapa. En algún momento de la noche se ha levantado y se ha ido. Y su colega Soledad también se ha largado con viento fresco.

19

Lo que sí es raro es que no consigo hacer yoga desde que he llegado a Roma. Era una costumbre que tenía desde hacía años y que me tomaba muy en serio, tanto que hasta me he traído el tapete con mis mejores intenciones. Pero el caso es que aquí no me sale. Porque, vamos a ver, ¿cuándo se supone que tengo que hacer mis ejercicios de yoga? ¿Antes de desayunar a la italiana, que consiste en una sobredosis de pastas de chocolate y un capuchino doble? ¿O después? Los primeros días, cuando estaba recién llegada, sacaba el tapete de yoga por la mañana, muy dispuesta, pero al verlo soltaba una carcajada. Una de esas veces, al verme paralizada ante la silenciosa alfombrilla, me dije en voz alta: «Vamos a ver, doña
Penne ai Quattro Formaggi
, ¿qué ejercicios nos tienes preparados para hoy?». Abochornada, guardé el tapete en el fondo de la maleta (y no volví a sacarlo, la verdad, hasta que llegué a India). Lo que hice fue darme un paseo y tomarme un helado de pistacho, cosa que los italianos hacen tranquilamente a las 9.30 de la mañana. Y yo no iba a ser menos.

El yoga y la cultura romana no pegan ni con cola, y nadie me va a convencer de lo contrario. De hecho, he decidido que Roma y el yoga no tienen absolutamente nada en común. Salvo, eso sí, que los dos tienen algo que ver con la palabra «toga».

20

Tengo que hacer amigos como sea. Así que me pongo a ello y al llegar el mes de octubre ya tengo un buen surtido. Resulta que en Roma hay otras dos Elizabeth, aparte de mí. Las dos son estadounidenses, las dos son escritoras. La primera Elizabeth es novelista y la segunda escribe sobre gastronomía. Con un apartamento en Roma, una casa en Umbría, un marido italiano y un trabajo que consiste en ir por Italia probando comida para escribir en la revista
Gourmet
, debe de ser que la segunda Elizabeth ha librado de la muerte a muchos huérfanos en su vida anterior. Como era de esperar, sabe dónde hay que comer en Roma, incluyendo una
gelateria
donde dan helado de pastel de arroz (y si no es eso lo que comen en el cielo, pues mejor no ir). El otro día salí a comer con ella y no sólo tomamos cordero y trufas y
carpaccio
relleno de
mousse
de avellana, sino un manjar exótico en adobo llamado
lampascione
que, como todo el mundo sabe, es el bulbo del jacinto silvestre.

A estas alturas, por supuesto, también me he hecho amiga de Giovanni y Dario, mis gemelos de ensueño del «Intercambio Tándem». En mi opinión, Giovanni, con su dulzura, debería formar parte del patrimonio nacional italiano. Me encariñé con él la noche que nos conocimos, cuando al verme nerviosa porque me faltaban palabras para hablar en italiano me puso la mano en el brazo y me dijo:

—Liz, tienes que tratarte mejor a ti misma cuando estés aprendiendo algo nuevo.

A veces se porta como si fuera mayor que yo, con su frente despejada y su licenciatura en Filosofía y sus solemnes opiniones políticas. Me empeño en hacerlo reír, pero Giovanni no siempre entiende mis chistes. No es fácil entender el humor en un idioma distinto al nuestro. Sobre todo si eres tan serio como Giovanni. La otra noche me dijo:

—Cuando eres irónica, siempre me quedo atrás. Soy más lento. Es como si tú fueras el rayo y yo, el trueno.

Y yo pensé:
¡Sí, cielo! ¡Y tú eres el imán y yo, el acero! ¡Llévame hacia tu cuerpo de hombre, libérame de mis encajes de mujer!

Pero aún no me ha besado.

A Dario, el otro gemelo, no lo veo demasiado, pero él a la que sí ve mucho es a Sofie, mi mejor amiga de la academia de idiomas. Y, si yo fuese Dario, también querría pasar mucho tiempo con ella. Sofie es sueca, tiene veintitantos años y es una tía tan mona que se la podría poner en un anzuelo para cazar hombres de todas las edades y nacionalidades. Tiene un buen trabajo en un banco sueco, pero ha escandalizado a su familia y asombrado a sus compañeros de trabajo al pedir cuatro meses de baja para venirse a Roma a estudiar italiano, sólo por lo bonito que le parece. Todos los días, después de clase, Sofie y yo nos sentamos a orillas del Tíber a comer
gelato
y a estudiar juntas. Aunque a lo que hacemos no se le puede llamar «estudiar», la verdad sea dicha. Es más bien disfrutar juntas del italiano en una especie de ritual religioso y siempre nos enseñamos una a la otra las expresiones que más nos gustan. Por ejemplo, el otro día aprendimos que
un'amica stretta
quiere decir «una buena amiga». Pero
stretta
, literalmente, significa «estrecha» y se usa para prendas de vestir, como una falda de tubo. Es decir, que una buena amiga o amigo, en italiano, es el que puedes llevar bien pegado a la piel; y precisamente eso es lo que está empezando a ser Sofie, mi querida amiga sueca, para mí.

Al principio me gustaba pensar que Sofie y yo parecíamos hermanas. Pero el otro día íbamos en taxi por Roma y el taxista nos preguntó si Sofie era hija mía. Vamos a ver, hombre, si sólo tiene unos siete años menos que yo. El cerebro se me puso en fase de centrifugado mientras analizaba lo que había dicho el tío. (Pensaba cosas como ésta:
Puede que este taxista romano de pura cepa no hable italiano bien del todo y que quiera preguntar si somos hermanas
.) Pero no. Había dicho hija y quería decir hija. Por Dios, ¿y qué digo yo ahora? Me han pasado muchas cosas en los últimos años. El divorcio éste me habrá dejado hecha un desastre y con pinta de vieja. Pero como dice ese viejo tema
country
con acento texano: «Me han jodido y demandado y tatuado, pero aquí me tienes, dispuesta a todo...».

También me he hecho amiga de una pareja muy
cool
—Maria y Giulio—, que he conocido a través de mi amiga Anne, una pintora americana que pasó unos años en Roma. Maria ha nacido en Estados Unidos; Giulio, en el sur de Italia. Él es director de cine y ella trabaja en una organización agrícola internacional. Él casi no habla inglés, pero ella habla italiano perfectamente (y francés y chino igual de bien, por lo que mi mal italiano no me acompleja). Giulio quiere aprender inglés y me pregunta si estoy dispuesta a darle conversación en un «Intercambio Tándem». En caso de que alguien se pregunte por qué no habla inglés con su mujer estadounidense, pues resulta que, como están casados, se pelean mucho cuando uno de ellos intenta enseñar algo al otro. Así que Giulio y yo comemos juntos dos veces por semana para practicar italiano e inglés; una buena manera de aprovechar el tiempo para dos personas que no tienen la costumbre de sacarse de quicio uno al otro.

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