Dal centro della mia vita venne una grande fontana
...
«Del centro de mi vida brotaba una gran fuente...»
Apoyándome el libro en el regazo, me estremecí aliviada.
A decir verdad, no soy la mejor viajera del mundo.
Lo sé porque he viajado mucho y he conocido gentes a las que se les da muy bien. Viajeros natos. Algunos son tan robustos que podrían beberse un par de litros de agua de una alcantarilla de Calcuta sin ponerse enfermos. Gente capaz de pillar un idioma exótico donde los demás sólo pillan una infección. Gente que sabe poner en su sitio a un policía malencarado o al funcionario arisco encargado de dar los visados. Gente que tiene la altura y la pinta perfectas para parecer
normal
, sea donde sea; en Turquía podrían ser turcos, en México de repente son mexicanos, en España los toman por vascos, en el norte de África a veces los toman por árabes...
Yo, en cambio, no tengo ninguna de esas aptitudes. Para empezar, no me fundo con el entorno. Alta, rubia y de piel rosada, en lugar de un camaleón parezco un pájaro flamenco. Vaya donde vaya, quitando Dusseldorf, desentono a tope. Cuando estuve en China, la gente se me acercaba por la calle para que sus hijos pudieran verme bien, como si fuera un animal escapado de un zoo. Y los susodichos niños —que nunca habían visto nada semejante a una persona de piel rosada y pelo amarillo— a menudo se echaban a llorar al verme. China tenía eso de malo.
Se me da mal (o, mejor dicho, me da pereza) documentarme antes de un viaje y lo que suelo hacer es plantarme en el sitio a ver qué pasa. Cuando se viaja así, lo típico es tirarte horas en una estación de tren sin saber qué hacer o gastarte muchísimo dinero en hoteles porque no te enteras de nada. Mi escaso sentido de la orientación y mi despiste geográfico me han llevado a explorar los continentes sin tener ni la más remota idea de dónde estoy cada momento. Aparte de mi disparatado compás interno, también tengo una falta de soltura evidente, cosa que puede ser bastante desastrosa al viajar. No sé poner ese gesto vacuo de competente invisibilidad que resulta tan útil al viajar por países desconocidos y peligrosos. Ya sabéis, esa pinta relajada de controlar totalmente el cotarro que te hace parecer «uno más» en todas partes, estés donde estés, aunque sea en mitad de un disturbio en Yakarta. Pues a mí no me pasa. Cuando no sé de qué va el tema, tengo cara de no saber de qué va el tema. Cuando estoy ansiosa o nerviosa, tengo cara de estar ansiosa o nerviosa. Y cuando me pierdo, cosa que me pasa con frecuencia, tengo cara de haberme perdido. Mi rostro es un transmisor transparente de todos mis pensamientos. Como dijo David una vez: «Tu cara es todo lo contrario de una cara de póquer. Tú tienes más bien... cara de minigolf».
Por no hablar, ay, ¡del sufrimiento que me ha infligido tanto viaje en el sistema digestivo! La verdad es que no quiero abrir esa caja de Pandora, por así decirlo, pero baste decir que he experimentado todos los extremos de la emergencia digestiva. En Líbano pasé una noche de indisposición tan explosiva que pensé que debía de haber contraído el virus del Ébola en versión Oriente Medio. En Hungría sufrí una molestia intestinal totalmente distinta que cambió para siempre mi manera de entender el término
bloqueo soviético
. Pero también tengo otras debilidades corporales. Se me pinzó la espalda el primer día de un viaje por África, fui la única en salir de las selvas venezolanas con unas picaduras de araña infectadas y decidme —¡os lo ruego!— si conocéis a alguien más que se haya quemado la piel en Estocolmo.
Aun así, pese a todo ello, viajar es el gran amor de mi vida. Siempre he pensado, desde los 16 años, cuando me fui a Rusia con lo que había ahorrado cuidando niños, que todo gasto o sacrificio son válidos con tal de poder viajar. Mi amor por el viaje es constante y fiel aunque en mis otros amores no he tenido la misma constancia y fidelidad. Un viaje despierta en mí lo mismo que siente una madre por su bebé insoportable, diarreico y nervioso: me importa un bledo lo mucho que me haga sufrir. Porque lo adoro. Porque es mío. Porque es clavado a mí. Me puede vomitar encima todo lo que quiera. Me da igual.
De todas formas, para ser un pájaro flamenco tampoco voy por la vida como una negada total. Tengo mis técnicas de supervivencia. Una es la paciencia. Otra es que llevo poco equipaje. Y como lo que me echen. Pero mi gran baza viajera es que soy capaz de llevarme bien con cualquiera. Me llevo bien hasta con los muertos. En Serbia me hice amiga de un genocida y me invitó a pasar las vacaciones en las montañas con su familia. No me enorgullezco de contar a un asesino en serie serbio entre mis seres más queridos (me hice la colega con él para que me contara la historia y también para evitar que me diera un puñetazo). Lo que digo es que soy capaz de hacerlo. Y si no hay otra persona con quien hablar, acabaría llevándome bien con el primer montón de piedras que encontrara por ahí. Por eso no me da miedo viajar a los sitios más remotos del mundo, porque sé que en todos hay seres humanos con los que poder hablar. Cuando me iba a ir a Italia, la gente me preguntaba: «¿Tienes amigos en Roma?» y yo me limitaba a sacudir la cabeza, pensando para mis adentros:
No, pero los tendré
.
En los viajes los amigos se suelen hacer sin proponérselo, porque te tocan al lado en un tren, o en un restaurante, o en la celda de una cárcel. Pero éstos son encuentros casuales y uno nunca debe fiarse totalmente de la casualidad. Si se quiere hacer un acercamiento más sistemático, aún existe el viejo sistema de la carta de presentación (hoy en día, un correo electrónico) para ponerte en contacto con un conocido de un conocido. Éste es un modo maravilloso de encontrar gente, pero hay que tener la caradura de llamar en frío para pedir que te inviten a cenar. Así que antes de irme a Italia pregunté a todos mis amigos estadounidenses si conocían a alguien en Roma y me alegro de poder decir que salí de mi país con una lista considerable de contactos italianos.
Entre todos los nominados que tengo en la lista de Amigos Potenciales Italianos, el que más me intriga es un tío llamado... —increíble pero cierto...— Luca Spaghetti. El tal Luca Spaghetti es un buen amigo de mi querido Patrick McDevitt, a quien conocí en mis tiempos de estudiante. Y de verdad que se llama así, juro por Dios que no me lo he inventado. Es un disparate demasiado grande. Porque... imagináoslo. ¿Os veis yendo por la vida con un nombre como Luca Spaghetti?
En fin, que pienso ponerme en contacto con Luca Spaghetti lo antes posible.
Eso sí, antes tengo que organizarme la vida académica. Hoy voy a mi primera clase en la Academia de Idiomas Leonardo da Vinci, donde estudiaré italiano cinco días a la semana, cuatro horas al día. Lo de estudiar me hace mucha ilusión. Tengo alma de estudiante. Anoche dejé la ropa preparada, como hacía la noche antes en mi primer curso en el cole, cuando iba con zapatos de ante y me llevaba la comida de casa. Espero caer bien al profe.
En la Academia Leonardo da Vinci siempre hacen un examen el primer día para colocarnos en el nivel correspondiente a nuestros conocimientos de italiano. Cuando les oigo decirlo, lo primero que pienso es que ojalá no me pongan en el Nivel Uno, porque sería humillante teniendo en cuenta que he dado un semestre entero de italiano en la Escuela Nocturna para Señoras Divorciadas de Nueva York, y que me he pasado el verano memorizando tarjetas con palabras, y que llevo una semana en Roma, y que he estado practicando el idioma, y que hasta he hablado de divorcio con una abuela italiana. El caso es que no sé cuántos niveles hay en la academia, pero, en cuanto oigo la palabra «nivel», decido que tengo que estar en el Nivel Dos, como poco.
Hoy está lloviendo a cántaros, pero llego puntual a la academia (igual que de pequeña, como una empollona cualquiera) y hago el examen. ¡Resulta que es dificilísimo! ¡No consigo hacer ni una décima parte! Sé mucho italiano,
sé docenas
de palabras en italiano, pero no me preguntan nada de eso. Y luego hay un examen oral, que es aún peor. Una profesora delgaducha me entrevista en un italiano que a mí me parece totalmente acelerado y debería estarlo haciendo mucho mejor, pero estoy nerviosa y me equivoco en cosas que sé perfectamente (por ejemplo, ¿por qué dije
Vado a scuola
, en vez de
Sono andata a scuola
? ¡Si lo sé de sobra!).
Al final, por lo que parece, la cosa no ha ido tan mal. La profesora delgaducha echa un vistazo a mi examen y decide el nivel que me toca.
¡Nivel dos!
Me ha tocado el horario de tarde. Así que me marcho a comer (endivias al horno) y al volver a la academia paso con aire de superioridad por delante de los alumnos del Nivel Uno (que deben de ser
molto stupidi
, la verdad) y entro en mi primera clase. Con gente que está a mi altura. Lo malo es que enseguida resulta obvio que la que no está a su altura soy yo y que no pinto nada ahí, porque el Nivel Dos es increíblemente difícil, la verdad. Me da la sensación de estar nadando, pero a punto de ahogarme. Como si tragara agua en cada brazada. El profesor, un tío delgaducho (¿por qué serán tan escuálidos todos los profesores de este sitio?, no me fío de los italianos escuálidos), va a toda pastilla, saltándose capítulos enteros del libro y diciendo: «Esto ya os lo sabéis, esto también os lo sabéis...» y hablando a la velocidad del rayo con mis compañeros de clase, que parecen dominar el idioma a la perfección. Tengo el estómago encogido del horror y respiro entrecortadamente mientras rezo para que no me haga hablar a mí. En cuanto llega la pausa entre una clase y otra, salgo del aula con un tembleque en las piernas y corro hacia la oficina de administración donde, al borde de las lágrimas, les ruego en un inglés muy claro que me pongan en una clase de Nivel Uno. Y me hacen caso. Y aquí estoy.
Esta profesora es rechoncha y habla despacio. Mucho mejor.
Lo interesante de mi clase de italiano es que, en realidad, nadie tiene por qué estar aquí. Nos hemos juntado doce personas —de todas las edades, de todas partes del mundo— a estudiar un idioma y todos estamos en Roma por el mismo motivo: para estudiar italiano porque nos apetece. No hay nadie con un jefe que le haya dicho: «Es fundamental que estudies italiano para que nos lleves el negocio en el extranjero». Todos ellos —hasta un ingeniero alemán que parece estresado— comparten conmigo una cosa en la que yo me creía muy original: queremos hablar italiano porque nos gusta la sensación que nos produce. Una mujer rusa de rostro triste nos dice que se está dando el lujo de estudiar italiano porque «Creo que me merezco algo así de hermoso». El ingeniero alemán dice: «Quiero saber italiano porque me encanta la
dolce vita
, la buena vida». (Pero con su acartonado acento alemán acaba sonando como si hubiera dicho que le encanta
«la deutsche vita»
—la vida alemana—, de la que debe de estar bastante harto, me temo.)
Como iré descubriendo durante los siguientes meses, está bastante justificado que el italiano se considere uno de los idiomas más bellos y seductores del mundo y por eso no soy la única que lo piensa. Para entender por qué, conviene saber que Europa era antaño un pandemonio de incontables dialectos derivados del latín que gradualmente, con el paso de los siglos, se desgajaron en un puñado de idiomas distintos: francés, portugués, español, italiano. En Francia, Portugal y España se produjo una evolución orgánica: el dialecto de la ciudad más importante acabó siendo el idioma principal de toda la región. Por tanto, lo que hoy llamamos francés es, en realidad, una versión del lenguaje parisino medieval. El portugués es, de hecho, el lisboeta. El español es, esencialmente, el castellano. Todas ellas fueron victorias capitalistas; la ciudad más fuerte acababa estableciendo el idioma del país entero.
En Italia sucedió algo distinto. La diferencia fundamental fue que, durante muchísimo tiempo, Italia ni siquiera fue un país. Tardó bastante en conseguir unificarse y hasta 1861 fue una península de ciudades estado enfrentadas entre sí al mando de arrogantes príncipes locales o de otras potencias europeas. Había partes de Italia que pertenecían a Francia, o a España, o a la Iglesia, o al primero que se hacía con el castillo o el palacio correspondiente. Esta intromisión producía en los italianos dos reacciones contrapuestas: unos se sentían humillados y otros se lo tomaban con la indiferencia típica de los nobles. La mayoría se oponían a la colonización de sus prójimos europeos, pero había un sector apático que decía:
Franza o Spagna, purché se magna
, lo que significa en dialecto: «Lo mismo me da Francia o España mientras tenga algo que comer».
Esta disgregación interna significaba que Italia jamás llegó a unificarse debidamente y el italiano, tampoco. Por eso no sorprende que, durante siglos, los italianos escribieran y hablaran en dialectos locales que eran indescifrables los unos para los otros. Un científico florentino apenas podía comunicarse con un poeta siciliano o un mercader veneciano (menos en latín, por supuesto, que no era precisamente el idioma nacional). En el siglo XVI se reunieron una serie de intelectuales italianos y decidieron que esto era absurdo. La península Itálica necesitaba un idioma
italiano
, al menos en su forma escrita, que convenciera a todos por igual. Y esta camarilla de intelectuales hizo algo sin precedentes en la historia de Europa; eligieron el más hermoso de los dialectos locales y lo proclamaron como el idioma italiano.
Para hallar el dialecto más hermoso de todos los que se hablaban en la península, tuvieron que retroceder doscientos años en el tiempo, hasta la Florencia del siglo XIV. Lo que esta asamblea decidió convertir en italiano oficial fue el idioma particular del grandísimo poeta florentino Dante Alighieri. Corría el año 1321 cuando Dante publicó su
Divina Comedia
, narrando un periplo visionario por el infierno, el purgatorio y el cielo, y escandalizó a su entorno cultural al no haberlo escrito en latín. En su opinión, el latín era un idioma corrupto y elitista y el hecho de que la prosa culta lo empleara había «prostituido la literatura», convirtiéndola en algo sólo apto para las clases aristocráticas, que eran las que tenían el privilegio de hablarlo. Lo que hizo Dante fue recurrir al lenguaje de la calle, al florentino auténtico que hablaban los habitantes de su ciudad (entre los que había coetáneos de la talla de Boccaccio y Petrarca) y emplearlo para escribir su relato.