Pues ya está. Ya has llegado al destino final del amor caprichoso: la más absoluta y despiadada devaluación del propio ser.
El hecho de poder escribir sobre ello tranquilamente a día de hoy es una prueba fehaciente del poder balsámico del tiempo, porque no me lo tomaba nada bien conforme me iba ocurriendo. Perder a David justo después de mi fracaso matrimonial y justo después del ataque terrorista a mi ciudad y justo después de la etapa más siniestra del divorcio (una experiencia que mi amigo Brian ha comparado con «sufrir un accidente de coche espantoso todos los días durante unos dos años»)... En fin, que aquello fue sencillamente demasiado.
David y yo seguíamos teniendo arrebatos de diversión y compatibilidad de día, pero de noche, en su cama, yo me convertía en el único superviviente de un invierno nuclear conforme él se iba alejando de mí
a ojos vistas
, cada día un poco más, como si tuviera una enfermedad infecciosa. Acabé temiendo la noche como si fuese una cámara de tortura. Me quedaba ahí tumbada junto al cuerpo dormido de David, tan hermoso como inaccesible, y entraba en una espiral de soledad y pensamientos suicidas meticulosamente detallados. Me dolían todas y cada una de las partes del cuerpo. Me sentía como una especie de máquina primitiva llena de muelles y con una sobrecarga mucho mayor de la que era capaz de soportar, a punto de estallar llevándose por delante a todo el que se acercara. Imaginé mis miembros saliendo despedidos, separándose de mi torso con tal de huir del núcleo volcánico de infelicidad que era yo. Casi todas las mañanas David se despertaba y me veía adormilada en el suelo junto a su cama, sobre un montón de toallas, como un perro.
—¿Qué te pasa ahora? —me preguntaba al verme.
Era el enésimo hombre al que había dejado totalmente extenuado.
Creo que en aquellos tiempos adelgacé algo así como quince kilos.
Ah, pero no
todo
fue malo durante aquellos años...
Como Dios nunca te da un portazo en la cara sin regalarte una caja de galletas de consolación (según dice un viejo refrán), también me pasaron cosas maravillosas entre las sombras de tanta tristeza. Para empezar, por fin empecé a aprender italiano. Además, conocí a un gurú indio. Y por último un anciano curandero me invitó a pasar un tiempo en su casa de Indonesia.
Lo explicaré cronológicamente.
Para empezar, las cosas comenzaron a animarse bastante cuando me fui de casa de David a principios de 2002 y me fui a vivir sola a un piso por primera vez en mi vida. Casi no tenía dinero para el alquiler, porque seguía pagando las facturas de nuestra casona de las afueras —en la que ya no vivía nadie, pero que mi marido me prohibía vender— y procuraba tener al día todos los pagos de abogados y asesores... Pero para mi supervivencia era vital tener un apartamento de un dormitorio para mí sola. Lo consideraba casi un sanatorio, una clínica especializada en mi recuperación. Pinté las paredes de los colores más cálidos que encontré y me llevaba flores a mí misma todas las semanas, como si me fuera a visitar a un hospital. Mi hermana me regaló una bolsa de agua caliente cuando me mudé (para que no pasara frío al dormir sola) y dormía con ella abrazada al pecho todas las noches, como si me hubiera lesionado haciendo deporte.
David y yo nos habíamos separado del todo. O puede que no. Es difícil recordar la cantidad de veces que nos peleamos y reconciliamos durante aquellos meses. Pero acabamos desarrollando una pauta de conducta: me separaba de David, recuperaba el valor y la confianza en mí misma y entonces (atraído como siempre por mi valor y aplomo) se reavivaba la llama de su amor. Con el debido respeto, sensatez e inteligencia hablábamos de la posibilidad de «volver», siempre basándonos en algún plan razonable para minimizar nuestras aparentes incompatibilidades. Estábamos totalmente decididos a solucionar el tema. Porque ¿cómo era posible que dos personas tan enamoradas no vivieran felices por siempre jamás? Aquello
tenía
que salir bien, ¿no? Unidos de nuevo por esta esperanza, pasábamos juntos unos días delirantemente felices. O, a veces, incluso varias semanas. Pero David acababa distanciándose de mí y yo me aferraba a él (o yo me aferraba primero y él salía huyendo; nunca logramos saber cómo empezaba la cosa) y terminaba hecha polvo otra vez. Y, entonces, él se marchaba del todo.
Para mí, David era hierba gatera y criptonita.
Pero durante esos periodos que
sí
pasamos separados, por difícil que fuera, fui aprendiendo a vivir sola. Y esta experiencia me estaba haciendo cambiar por dentro. Había empezado a notar que —aunque mi vida aún parecía un accidente múltiple en la autovía de Nueva Jersey atascada— estaba dando los primeros pasos vacilantes como individua autónoma. En los momentos en que dejaba de querer suicidarme por lo del divorcio o por el drama de David la verdad es que estaba bastante contenta de ver que mis días tenían una serie de compartimentos temporales y espaciales durante los que me podía hacer una pregunta así de radical: «¿Qué quieres hacer
tú
, Liz?».
La mayor parte del tiempo (aún intranquila por haber abandonado el barco de mi matrimonio) ni siquiera me atrevía a contestar a mi propia pregunta, pero el simple hecho de hacérmela me emocionaba en privado. Y cuando al fin empecé a responder, lo hice con una enorme cautela. Sólo me permitía a mí misma expresar necesidades mínimas, casi infantiles. Como, por ejemplo:
Quiero meterme en una clase de yoga
.
Quiero marcharme de esta fiesta pronto para poder irme a casa a leer una novela
.
Quiero comprarme una caja de lápices
.
Y luego estaba esa extraña respuesta, la misma todas las veces:
Quiero aprender a hablar italiano
.
Llevaba años queriendo saber italiano —un idioma que me parece más hermoso que una rosa—, pero nunca había dado con una buena justificación para ponerme a estudiarlo. ¿No sería más lógico perfeccionar el francés o el ruso que había estudiado hacía años? ¿O aprender español para poder comunicarme mejor con varios millones de mis compatriotas estadounidenses? ¿De qué me iba a servir saber
italiano
? Si me fuera a vivir a Italia, todavía. Pero, no siendo así, era más práctico aprender a tocar el acordeón.
Pero ¿por qué tiene que ser todo tan práctico? Llevaba años siendo una diligente
soldada
dedicada a trabajar, a producir, respetando todas las fechas de entrega, cuidando de mis seres queridos, atenta a la salud de mis encías y mi cuenta bancaria, votando en las elecciones y demás. ¿Esta vida nuestra tiene que estar necesariamente volcada hacia el deber? En ese momento tan negro de mi vida ¿qué justificación me hacía falta para estudiar italiano, aparte de ser lo único que me podía hacer medianamente feliz? Además, tampoco era un objetivo tan heroico querer aprender un idioma. Otra cosa hubiera sido decir a mis 32 años: «Quiero ser la primera bailarina de la compañía de ballet de Nueva York». Estudiar un idioma es algo que se puede hacer de verdad. Así que me apunté en uno de esos sitios de educación continua (conocido como la Escuela Nocturna para Señoras Divorciadas). Al enterarse, mis amigos se tronchaban de la risa. Mi amigo Nick me preguntó: «¿Para qué estudias italiano? ¿Para que —si Italia vuelve a invadir Etiopía y esta vez le sale bien— puedas alardear de que sabes un idioma que se habla en dos países enteros?».
Pero yo estaba encantada. Cada palabra me parecía un gorrión cantarín, un truco de magia, una trufa toda para mí. Al salir de clase volvía a casa chapoteando bajo la lluvia, llenaba la bañera de agua caliente y me metía en un baño de espuma a leer el diccionario de italiano en voz alta, olvidándome de la tensión del divorcio y de todas mis penas. La musicalidad de las palabras me hacía reír entusiasmada. Cuando me hablaba de mi móvil decía
il mio telefonino
(que quiere decir «mi telefonito»). Me convertí en una de esas personas agotadoras que se pasan la vida diciendo
Ciao!
Pero lo mío era aún peor, porque siempre explicaba de dónde viene la palabra
ciao
. (Ante tanta insistencia diré que es una abreviatura un saludo coloquial que usaban los italianos en la Edad Media:
Son il suo schiavo!
, que quiere decir «¡Soy su esclavo!».) Me bastaba con pronunciar esas palabras para sentirme sexy y feliz. Mi abogada matrimonialista me dijo que no era tan raro. Otra de sus clientas (de origen coreano), después de pasar por un divorcio terrorífico, se cambió legalmente el nombre por uno italiano para volver a sentirse sexy y feliz.
No, si al final, hasta podía acabar yéndome a Italia y todo...
El otro hecho destacable de aquella época era la recién descubierta aventura de la disciplina espiritual. Este interés nació en mí cuando entró en mi vida una auténtica gurú india, hecho por el que estaré eternamente agradecida a David. A mi gurú la conocí la primera vez que fui a casa de David. La verdad es que me enamoré un poco de los dos a la vez. Entré en su casa y al ver en la cómoda de su cuarto una foto de una mujer india de belleza radiante pregunté:
—¿Quién es ésa?
Él me contestó:
—Es mi maestra espiritual.
Mi corazón dio un vuelco, tropezó y cayó de culo. Pasado el primer susto, mi corazón se puso en pie, se sacudió el polvo, respiró hondo y anunció:
—Yo quiero tener una maestra espiritual.
Me refiero, literalmente, a que fue mi
corazón
el que lo dijo aunque hablara por mi boca. Yo noté perfectamente esa escisión tan extraña, y mi mente salió de mi cuerpo durante unos instantes, se volvió asombrada hacia mi corazón y le preguntó en voz baja:
—¿
De verdad quieres eso
?
—
Sí
—respondió mi corazón—.
Sí que quiero
.
Entonces mi mente le preguntó a mi corazón con cierto retintín:
—¿
Desde cuándo
?
Eso sí que lo sabía yo: desde aquella noche en que me arrodillé en el suelo del cuarto de baño.
Dios mío, pero sí que quería tener una maestra espiritual. En ese mismo instante empecé a construirme la situación. Imaginaba a una mujer india de belleza radiante que venía a mi apartamento un par de tardes por semana, y nos veía sentadas en el salón, tomando té y hablando del poder divino, y ella me mandaba leer textos y explicarle el significado de las extrañas sensaciones que tenía yo durante la meditación...
Toda esta fantasía se volatilizó cuando David habló del estatus internacional de esta mujer, de los miles de estudiantes que la seguían, muchos de los cuales no la habían visto nunca. Pero todos los martes por la noche se reunía un grupo de sus devotos para meditar y cantar. David decía: «Si no te asusta la idea de estar en una habitación con cientos de personas que corean el nombre de Dios en sánscrito, vente algún día».
El siguiente martes por la noche fui con él. En lugar de asustarme con los cánticos de aquellas gentes tan normales, me pareció que mi alma se alzaba diáfana entre sus voces. Aquella noche volví andando a casa con la sensación de que el aire me atravesaba, como si fuese una sábana limpia colgada en una cuerda, como si Nueva York fuese una ciudad de papel y yo pesara tan poco como para correr sobre los tejados. Empecé a asistir a las sesiones de cánticos todos los martes. Después comencé a dedicar las mañanas a meditar sobre el mantra sánscrito tradicional que la gurú da a todos sus alumnos (el regio
Om Namah Sivaya
, que significa: «Honro la divinidad que vive en mí»). Entonces oí hablar a la gurú por primera vez y al escuchar sus palabras se me puso toda la piel de gallina, hasta la de la cara. Y cuando supe que tenía un ashram en India, decidí ir a visitarlo lo antes posible.
Mientras tanto, sin embargo, tenía pendiente un viaje a Indonesia.
Cosa que sucedió, una vez más, porque me habían encargado un reportaje para una revista. Justo cuando empezaba a darme bastante pena de mí misma por estar arruinada y sola y encerrada en el Campo de Concentración del Divorcio, la directora de una revista femenina me preguntó si no me importaba que me pagara por ir a Bali a escribir un artículo sobre el yoga como opción vacacional. A modo de respuesta le hice una serie de preguntas tipo
¿El agua moja?
y
¿Me lo dices o me lo cuentas?
Cuando llegué a Bali (que, por cierto, es un lugar muy agradable), el profesor que dirigía el centro de yoga nos preguntó: «Ahora que os tengo reunidos, ¿alguien se apunta a hacer una visita a un curandero balinés que es el último de una familia de nueve generaciones?» (otra pregunta demasiado obvia para contestarla) y nos fuimos todos a verlo una noche a su casa.
El curandero resultó ser un vejete pequeño de ojos vivarachos y piel rojiza con una boca bastante desdentada, cuyo parecido con el personaje Yoda de
La guerra de las galaxias
era realmente asombroso. Se llamaba Ketut Liyer. Hablaba un inglés desparramado de lo más ameno, pero había un traductor que nos sacaba del atolladero cuando se atascaba con alguna palabra.
El profesor de yoga nos había dicho que cada uno de nosotros podía hacer al curandero una pregunta o consulta que el hombre procuraría resolver. Yo llevaba días pensando en qué preguntarle. Al principio no se me ocurrían más que tonterías. ¿
Puedes conseguir divorciarme de mi marido? ¿Volveré a atraer sexualmente a David?
Lógicamente, me avergonzaba de que eso fuese lo único que se me venía a la cabeza: ¿a quién se le ocurre recorrerse el mundo entero y tener la suerte de conocer a un anciano curandero en Indonesia para acabar contándole
cosas de hombres
?
Así que, cuando el viejo me preguntó directamente que era lo que yo quería, logré hallar otras palabras más auténticas.
—Quiero sentir a Dios de una manera más prolongada —le dije—. A veces me parece entender el aspecto divino de este mundo, pero esa sensación nunca me dura, porque me acaban distrayendo mis mezquinos deseos y temores. Quiero estar con Dios siempre. Pero no quiero ser un monje ni renunciar a los placeres terrenos. Creo que lo que quiero hacer es aprender a vivir en este mundo y disfrutar de sus placeres, pero también querría entregarme a Dios.
Ketut me dijo que podía responder a mi pregunta con una imagen. Me enseñó un dibujo que había hecho una vez mientras meditaba. Era una silueta humana andrógina, erguida, con las manos unidas como si estuviera rezando. Pero la figura tenía cuatro piernas y no tenía cabeza. Donde debería haber estado la cabeza había una especie de maraña de helechos y flores. Y a la altura del pecho había un bosquejo de un rostro sonriente.