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Authors: Khaled Hosseini

Cometas en el cielo (29 page)

BOOK: Cometas en el cielo
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Miré de nuevo la cara redonda que aparecía en la fotografía, la forma en que le daba el sol. La cara de mi hermano. Hassan me había querido, me había querido como nadie me había querido o me querría jamás. Se había ido, pero una pequeña parte de él seguía con vida. Estaba en Kabul.

Esperando.

Encontré a Rahim Kan rezando el
namaz
en un rincón de la habitación. Era sólo una silueta oscura que se arqueaba hacia el este, perfilada sobre un cielo rojo sangre. Aguardé a que terminara.

Entonces le dije que me iba a Kabul, que la mañana siguiente avisase a los Caldwell.

—Rezaré por ti, Amir
jan
—afirmó.

19

Una vez más, el mareo en el coche. En el momento en que pasamos junto al cartel acribillado por las balas donde se leía «El paso de Khyber le da la bienvenida», mi boca comenzó a segregar saliva. Sentí que algo en el interior de mi estómago se revolvía y se agitaba. Farid, el chófer, me lanzó una mirada gélida que no mostraba la más mínima empatía.

—¿Podría bajar mi ventanilla? —le pregunté.

Encendió un cigarrillo y lo colocó entre los dos dedos que le quedaban en la mano izquierda. Con sus ojos negros fijos en la carretera, se encorvó, cogió el destornillador que llevaba entre los pies y me lo pasó. Lo inserté en el pequeño orificio donde un día había habido una manivela y comencé a darle vueltas para bajar mi ventanilla.

Farid me lanzó una nueva mirada de desprecio, esa vez con una hostilidad apenas disimulada, y siguió fumando su cigarrillo. Desde que habíamos salido del fuerte de Jamrud apenas había pronunciado una docena de palabras.


Tashakor
—murmuré.

Incliné la cabeza para asomarme por la ventanilla y dejar que el aire fresco de la tarde me diese en la cara. El paisaje de las tierras tribales del paso de Khyber, que serpenteaba entre precipicios de esquistos y piedra caliza, era como lo recordaba... Baba y yo habíamos cruzado aquel terreno abrupto en 1974. Las montañas, áridas e imponentes, se intercalaban con profundas gargantas y culminaban en picos dentados. En las cimas de los riscos se veían viejas fortalezas, murallas de adobe derrumbadas. Intenté mantener los ojos fijos en la cumbre nevada del Hindu Kush, en el lado norte, pero cuando parecía que mi estómago se estabilizaba un poco, el camión aceleraba bruscamente o derrapaba en una curva, provocándome nuevas oleadas de náuseas.

—Prueba con un limón.

—¿Qué?

—Un limón. Es bueno para el mareo —me dijo Farid—. Siempre que hago este viaje traigo uno.

—No, gracias —repliqué.

La simple idea de añadirle acidez a mi estómago me provocó más náuseas.

Farid se rió con disimulo.

—Ya sé que no es tan elegante como la medicina americana... Sólo es un viejo remedio que me enseñó mi madre.

Me arrepentí de echar por tierra una oportunidad de caldear la situación.

—En ese caso, tal vez deberías dármelo. —Cogió una bolsa de papel que llevaba en el asiento trasero y extrajo de ella medio limón. Le di un mordisco y esperé unos minutos—. Tenías razón. Me encuentro mejor —mentí.

Como afgano que soy, sabía que era mejor ser mentiroso que descortés. Me obligué a sonreír débilmente.

—Es un viejo truco
watani
, no hacen falta medicinas elegantes —comentó.

Su tono rozaba la mala educación. Sacudió la ceniza del cigarrillo y se regaló una mirada de satisfacción por el espejo retrovisor. Era un tayik, un hombre larguirucho y moreno con la cara curtida por la intemperie, espaldas anchas y un cuello largo interrumpido por una sobresaliente nuez que asomaba por detrás de la barba cuando volvía la cabeza. Iba vestido prácticamente como yo, aunque más bien al revés: un manto de lana burdamente tejido sobre un
pirhan-tumban
gris y un chaleco. Se tocaba la cabeza con un
pakol
de color marrón que llevaba ligeramente ladeado, como el héroe tayik Ahmad Shah Massoud, a quien los tayik conocían como el León del Panjsher.

Fue Rahim Kan quien me había presentado a Farid en Peshawar. Me dijo que tenía veintinueve años, a pesar de que su cara, cansada y arrugada, parecía la de un hombre veinte años mayor. Había nacido en Mazar-i-Sharif y vivido allí hasta que su padre trasladó a la familia a Jalalabad cuando él tenía diez años. A los catorce, él y su padre se unieron a la yihad para luchar contra los
shorawi
. Habían combatido en el valle del Pajsher durante dos años hasta que el fuego lanzado desde un helicóptero hizo trizas a su padre. Farid tenía dos esposas y cinco hijos. «Tenía siete», me había dicho Rahim Kan con tristeza en la mirada. Por lo visto, unos años atrás había perdido a sus dos hijas menores cuando estalló una mina en las afueras de Jalalabad, la misma que le dejó sin dedos en los pies y se llevó tres de la mano izquierda. Después de aquello, se trasladó con sus esposas y sus hijos a Peshawar.

—Puesto de control —gruñó Farid.

Me hundí un poco en mi asiento, con los brazos cruzados sobre el pecho, intentando olvidar por un instante la sensación de náusea. Pero no había motivo de alarma. Dos soldados paquistaníes se acercaron a nuestro maltrecho Land Cruiser, revisaron superficialmente su interior y nos indicaron con la mano que siguiéramos adelante.

Farid era lo primero que aparecía en la lista de preparativos que hicimos Rahim Kan y yo, una lista que incluía cambiar dólares por kaldar y billetes afganos, mis prendas de vestir y mi
pakol
(por irónico que parezca, nunca lo había llevado mientras viví en Afganistán), la fotografía de Hassan y Sohrab y, por último, quizá lo más importante: una barba postiza negra y larga hasta el pecho, al gusto de la
shari'a
. O, al menos, de la versión talibán de la
shari'a
o Ley Islámica. Rahim Kan conocía a un tipo en Peshawar especializado en tejerlas. A veces las hacía para los periodistas occidentales que cubrían la guerra.

Rahim Kan habría querido que me quedase con él unos días más para planificarlo todo con mayor detalle, pero yo sabía que debía partir lo antes posible. Me daba miedo cambiar de idea. Me daba miedo deliberar, rumiar, agonizar, racionalizar y decirme a mí mismo que no iba. Me daba miedo que la atracción que sentía hacia mi vida en América pudiera echarme atrás e invitarme a vadear de nuevo ese descomunal río, olvidándolo todo, dejando que todo lo que había descubierto aquellos últimos días se hundiese en el fondo. Me daba miedo dejar que las aguas me arrastrasen hasta alejarme de lo que debía hacer. De Hassan. De la llamada del pasado. Y de esa última oportunidad de redención. Así que partí antes de que apareciese cualquier posibilidad de que aquello ocurriera. En cuanto a Soraya, no podía decirle que volvía a Afganistán. De haberlo hecho, ella habría reservado inmediatamente un billete para el siguiente vuelo hacia Pakistán.

Habíamos cruzado la frontera y los signos de pobreza aparecían por doquier. A ambos lados de la carretera se veían cadenas de pueblecitos dispersos aquí y allá, como juguetes abandonados entre las piedras, casas de adobe destrozadas y cabañas construidas con cuatro palos y un pedazo de tela que hacía las veces de tejado. En el exterior de las cabañas se veían niños vestidos con andrajos detrás de un balón de fútbol. Varios kilómetros más adelante vi a un grupo de hombres sentados en cuclillas, como cuervos puestos en fila, sobre el cadáver de un viejo tanque soviético quemado. El viento azotaba los extremos de sus mantos. Detrás de ellos, una mujer con burka marrón cargaba al hombro una gran tinaja de arcilla y se dirigía por un trillado sendero hacia una hilera de casas de adobe.

—Es curioso... —comenté.

—¿El qué?

—Me siento como un turista en mi propio país —dije, fascinado ante la visión de un cabrero que iba por la carretera encabezando un cortejo de media docena de cabras escuálidas. Farid rió con disimulo y tiró el cigarrillo.

—¿Todavía consideras este lugar como tu país?

—Creo que una parte de mí lo considerará siempre así —contesté más a la defensiva de lo que pretendía.

—¿Después de veinte años en América? —repuso, dando un volantazo para esquivar un bache del tamaño de una pelota de playa.

Asentí con la cabeza.

—Me crié en Afganistán. —Farid volvió a reír disimuladamente—. ¿Por qué haces esto?

—No importa —murmuró.

—No, quiero saberlo. ¿Por qué haces esto?

Vi por el retrovisor un brillo en su mirada.

—¿Quieres que te lo diga? —me preguntó con sarcasmo—. Deja que me lo imagine,
agha Sahib
. Seguramente vivías en una gran casa de dos o tres pisos con un bonito jardín que tu jardinero sembraba de flores y árboles frutales. Todo rodeado por una verja, naturalmente. Tu padre conduciría un coche americano. Tendrías criados, probablemente hazaras. Tus padres contratarían empleados para decorar la casa con motivo de las elegantes
mehmanis
que ofrecerían, para que de ese modo sus amigos pudieran ir a beber y a fanfarronear de sus viajes por Europa y América. Y apostaría los ojos de mi primer hijo a que es la primera vez en tu vida que llevas un
pakol
. —Me sonrió, dejando al descubierto una boca llena de dientes podridos prematuramente—. ¿Voy bien?

—¿Por qué dices todo eso?

—Porque tú querías saberlo —me espetó. Señaló en dirección a un anciano vestido con harapos que avanzaba con dificultad por un camino de tierra y que llevaba atado a la espalda un gran saco de arpillera lleno de malas hierbas—. Éste es el Afganistán de verdad,
agha Sahib
. Éste es el Afganistán que yo conozco. Tú siempre has sido un turista aquí, sólo que no eras consciente de ello.

Rahim Kan me había puesto sobre aviso en cuanto a que no debía esperar una cálida bienvenida en Afganistán por parte de los que se quedaron allí y lucharon en las guerras.

—Siento lo de tu padre —dije—. Siento lo de tus hijas y lo de tu mano.

—Eso no significa nada para mí —replicó, y sacudió la cabeza negativamente—. ¿A qué has vuelto? ¿Para vender las tierras de tu Baba? ¿Para embolsarte el dinero y regresar corriendo a América con tu madre?

—Mi madre murió cuando yo nací. —Suspiró y encendió un nuevo cigarrillo. No dijo nada—. Detente.

—¿Qué?

—¡Que te detengas, maldita sea! Me estoy mareando... —Salí precipitadamente del camión en el mismo momento en que se detenía sobre la gravilla del arcén.

A última hora de la tarde, el paisaje había cambiado de los picos azotados por el sol y los riscos estériles a otro más verde, más rural. La carretera principal descendía desde Landi Kotal hasta Landi Kana a través de territorio Shinwari. Habíamos entrado en Afganistán por Torkham. La carretera estaba flanqueada por pinos, menos de los que yo recordaba y muchos de ellos completamente desnudos, pero ver árboles de nuevo después del arduo trayecto del paso Khyber era una sensación placentera. Nos acercábamos a Jalalabad, donde Farid tenía un hermano que nos hospedaría aquella noche.

Cuando entramos en Jalalabad, capital del estado de Nangarhar, ciudad famosa por su fruta y su cálido clima, el sol estaba ocultándose. Farid pasó de largo los edificios y las casas de piedra del centro de la ciudad. No había tantas palmeras como recordaba y algunas de las casas habían quedado reducidas a cuatro paredes sin tejado y montañas de escombros.

Farid entró en una calle estrecha sin asfaltar y aparcó el Land Cruiser junto a un arroyo seco. Salté del vehículo, me desperecé y respiré hondo. En los viejos tiempos, los vientos soplaban en las irrigadas planicies de Jalalabad, donde los granjeros cultivaban la caña de azúcar, impregnando la atmósfera de la ciudad con su dulce perfume. Cerré los ojos en busca de aquella dulzura. No la encontré.

—Vamos —dijo Farid impaciente.

Echamos a andar por la calle de tierra, pasamos junto a unos sauces sin hojas y avanzamos entre muros de adobe derrumbados. Farid me condujo hasta una desvencijada casa de una sola planta y llamó a una puerta hecha con tablas.

Asomó la cabeza una mujer joven con los ojos de color verde mar. Un pañuelo blanco le enmarcaba el rostro. Me vio a mí primero y retrocedió, pero luego vio a Farid y sus ojos resplandecieron.

—¡
Salaam alaykum
, Kaka Farid!


Salaam
, Maryam
jan
—respondió Farid, y le ofreció algo que llevaba el día entero negándome a mí: una cálida sonrisa. Le estampó un beso en la coronilla. La mujer se hizo a un lado y me observó con cierta aprensión mientras seguía a Farid hacia el interior de la casa.

El tejado de adobe era bajo, las paredes estaban completamente desnudas y la única luz que había procedía de un par de lámparas colocadas en una esquina. Nos despojamos de los zapatos y pisamos la estera de paja que cubría el suelo. Junto a una de las paredes había tres niños sentados sobre un colchón que estaba cubierto con una manta deshilachada. Se levantó a saludarnos un hombre alto y barbudo, de espaldas anchas. Farid y él se abrazaron y se dieron un beso en la mejilla. Farid me lo presentó como Wahid, su hermano mayor.

—Es de América —le dijo a Wahid, señalándome con el pulgar. Luego nos dejó solos y fue a saludar a los niños.

Wahid se sentó conmigo junto a la pared opuesta a donde estaban los niños, los cuales habían cogido por sorpresa a Farid y le habían saltado a la espalda. A pesar de mis protestas, Wahid ordenó a uno de los niños que fuese a buscar otra manta para que estuviese más cómodo sentado en el suelo y le pidió a Maryam que me sirviera un poco de té. Me preguntó sobre el viaje desde Peshawar y el trayecto por el paso de Khyber.

—Espero que no os cruzarais con los
dozds
—dijo. El paso de Khyber era tan famoso por su duro terreno como por los bandidos que asaltaban a los viajeros. Antes de que me diera tiempo a responder, me guiñó el ojo y dijo en voz alta—: Aunque, por supuesto, ningún
dozd
perdería el tiempo con un coche tan feo como el de mi hermano.

Farid consiguió tirar al suelo al niño más pequeño y le hizo cosquillas en las costillas con su mano buena. El niño reía y pataleaba.

—Al menos tengo un coche —repuso jadeando Farid—. ¿Cómo va tu burro últimamente?

—Mi burro es mejor montura que tu todoterreno.


Khar khara mishnassah
—le disparó Farid a modo de respuesta. «Sólo un burro reconoce a otro burro.» Empezaron a reír y yo me uní a ellos. Oí voces femeninas en la habitación contigua. Desde donde estaba sentado veía la mitad de dicha habitación. Maryam y una mujer mayor vestida con un
hijab
de color marrón, presumiblemente su madre, hablaban en voz baja y vertían el té de una tetera a un puchero.

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