Cometas en el cielo (41 page)

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Authors: Khaled Hosseini

BOOK: Cometas en el cielo
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—¿Una limonada? —me preguntó.

—No, gracias —dije.

—¿Y su hijo?

—¿Perdón?

—Este caballero tan guapo —dijo sonriendo a Sohrab.

—Oh. Muy amable, gracias.

Sohrab y yo tomamos asiento en un sofá de piel negra que había enfrente del mostrador de recepción, junto a una bandera estadounidense. Sohrab cogió una revista de la mesita de centro con sobre de cristal. La hojeó sin prestar atención a las fotografías.

—¿Qué pasa? —me preguntó Sohrab.

—¿Perdón?

—Estás sonriendo.

—Estaba pensando en ti. —Me sonrió algo nervioso, cogió otra revista y acabó de hojearla en treinta segundos—. No tengas miedo —le dije, acariciándole un brazo—. Esta gente es amiga. Relájate. —Podría haberme aplicado el consejo a mí mismo, pues cambié varias veces de posición en el asiento y me desaté y até de nuevo los cordones de los zapatos.

La secretaria depositó en la mesita un vaso alto de limonada con hielo.

—Aquí está.

Sohrab sonrió tímidamente.

—Muchas gracias —dijo en inglés. Lo hizo con un acento muy marcado. Me había dicho que era lo único que sabía decir en inglés, eso y «Que tengas un buen día».

Ella se echó a reír.

—De nada. —Volvió a su mostrador taconeando.

—Que tengas un buen día —añadió Sohrab.

Raymond Andrews era un tipo bajito, calvo, de manos pequeñas y uñas perfectamente cuidadas. Lucía un anillo de casado en el dedo anular. Me estrechó la mano de forma breve y educada; fue como apretar un gorrión. «Ésas son las manos de las que dependen nuestros destinos», pensé mientras Sohrab y yo tomábamos asiento frente a su escritorio. Andrews tenía colgado a su espalda un póster de
Les Misérables
junto a un mapa topográfico de Estados Unidos. En el alféizar de la ventana tomaba el sol una maceta con tomates.

—¿Fuma? —me preguntó. Su profunda voz de barítono chocaba con lo pequeño de su estatura.

—No, gracias —respondí sin conceder importancia a cómo los ojos de Andrews miraban de soslayo a Sohrab o al hecho de que no me mirase al dirigirse a mí.

Abrió un cajón del escritorio y encendió un cigarrillo que sacó de un paquete medio vacío. Del mismo cajón sacó también un bote de crema. Se frotó las manos con ella sin apartar la mirada de la tomatera. El cigarrillo le colgaba de la comisura de los labios. Luego cerró el cajón, puso los codos sobre la mesa y resopló.

—¿Y bien? —dijo entrecerrando sus ojos grises por culpa del humo—. Cuénteme su historia.

Me sentía como Jean Valjean sentado frente a Javert. Me recordé a mí mismo que en aquellos momentos era ciudadano norteamericano, que ese tipo estaba de mi lado y que le pagaban para ayudar a personas como yo.

—Quiero adoptar a este niño y llevármelo a Estados Unidos conmigo —afirmé.

—Cuénteme su historia —repitió, retirando con el dedo índice del escritorio, perfectamente ordenado, una brizna de ceniza y depositándola en el cenicero.

Le expliqué la versión que había estado elaborando mentalmente desde que colgué el auricular después de hablar con Soraya. Me había desplazado hasta Afganistán para ir en busca del hijo de mi hermanastro. Lo había encontrado, en condiciones de malnutrición, consumiéndose en un orfanato. Había pagado una cantidad de dinero al director del orfanato para llevarme al niño y había viajado con él hasta Pakistán.

—¿Así que es usted medio tío del niño?

—Sí.

Miró la hora. Se inclinó y le dio la vuelta a la tomatera del alféizar.

—¿Conoce a alguien que pueda dar fe de ello?

—Sí, pero no sé dónde se encuentra en estos momentos.

Se volvió hacia mí y movió la cabeza. Intenté leer su expresión, pero me resultó imposible. Me pregunté si alguna vez habría jugado al póquer con aquellas manitas.

—Me imagino que los hierros que lleva en la mandíbula no son para ir a la última moda —dijo. Sohrab y yo estábamos metidos en un lío, y lo supe en aquel instante. Le conté que me habían atracado en Peshawar.

—Naturalmente —replicó, y tosió para aclararse la garganta—. ¿Es usted musulmán?

—Sí.

—¿Practicante?

—Sí.

La verdad era que no recordaba exactamente cuándo había sido la última vez que me había puesto de rodillas mirando al este para rezar mis oraciones. Entonces lo recordé: el día en que el doctor Amani le dio el diagnóstico a Baba. Aquel día me arrodillé en la alfombra de oración y recité algunos fragmentos de sura que había aprendido en el colegio.

—Eso siempre es de alguna ayuda, aunque no mucha —dijo rascándose un punto de la parte impoluta de su arenoso cabello.

—¿A qué se refiere? —le pregunté. Le di la mano a Sohrab y entrelacé sus dedos con los míos. Sohrab me miraba intranquilo; luego miró a Andrews.

—Existe una respuesta larga que estoy seguro de que acabaré dándole. ¿Quiere primero la corta?

—Supongo —dije.

Andrews aplastó el cigarrillo y apretó los labios.

—Déjela correr.

—¿Perdón?

—Su solicitud de adopción de este niño. Déjela correr. Es mi consejo.

—Recibido —dije—. Ahora tal vez pueda explicarme por qué.

—Eso significa que quiere escuchar la respuesta más larga —repuso con su inalterable tono de voz, sin reaccionar a mi cortante respuesta. Luego juntó las palmas de las manos como si estuviese a punto de arrodillarse ante la Virgen María—. Supongamos que la historia que acaba de contarme es cierta, aunque apostaría parte de mi jubilación a que es inventada o falta buena parte de ella. Pero eso no importa, créame. Usted está aquí, y él está aquí, eso es lo único que importa. Sin embargo, aun así, su petición se enfrenta a obstáculos muy relevantes, el menor de los cuales es que este niño no es huérfano.

—Por supuesto que lo es.

—No, legalmente no lo es.

—Sus padres fueron ejecutados en la calle. Los vecinos lo vieron —dije, alegrándome de que la conversación se estuviera desarrollando en inglés.

—¿Tiene certificados de defunción?

—¿Certificados de defunción? Estamos hablando de Afganistán. La mayoría de la gente no tiene ni tan siquiera certificado de nacimiento.

Sus ojos vidriosos apenas pestañearon.

—No soy yo quien redacta las leyes, señor. A pesar de la atrocidad, sigue siendo necesario que pruebe que los padres han muerto. El niño debe ser declarado legalmente huérfano.

—Pero...

—Quería escuchar la respuesta larga y es la que estoy ofreciéndole. El siguiente problema es que necesita la cooperación del país de origen del niño, algo difícil de conseguir actualmente incluso bajo las mejores circunstancias, ya que estamos hablando de Afganistán. En Kabul no disponemos de embajada norteamericana. Lo que pone las cosas extremadamente complicadas. Por no decir imposibles.

—¿Qué me está diciendo? ¿Qué debería dejarlo abandonado en la calle?

—Yo no he dicho eso.

—Han abusado sexualmente de él —añadí, pensando en las campanillas que sonaban en los tobillos de Sohrab, en sus ojos pintados.

—Siento mucho lo que me cuenta —dijo la boca de Andrews. Sin embargo, por su manera de mirarme, podríamos haber estado charlando tranquilamente del tiempo—. Pero no por ello va a conseguir que el INS emita un visado para este jovencito.

—¿Qué me está diciendo?

—Estoy diciéndole que si quiere ayudar a su país, mande dinero a una organización de reputación probada. Ofrézcase como voluntario en un campamento de refugiados. Pero en estos momentos no recomendamos a los ciudadanos de Estados Unidos que intenten adoptar niños afganos.

Me puse en pie.

—Vámonos, Sohrab —dije en farsi. Sohrab se deslizó a mi lado y apoyó la cabeza en mi cadera. Recordé la fotografía en la que aparecía junto a Hassan en la misma postura—. ¿Puedo preguntarle una cosa, señor Andrews?

—Sí.

—¿Tiene hijos? —Pestañeó por vez primera—. ¿Los tiene? Es una pregunta fácil. —Permaneció en silencio—. Lo sabía —dije dándole la mano a Sohrab—. Deberían poner en su puesto a alguien que supiese lo que es desear un hijo. — Me volví para marcharme, Sohrab tiraba de mí.

—¿Puedo yo hacerle una pregunta a usted? —gritó Andrews.

—Adelante.

—¿Le ha prometido a este niño que se lo llevaría con él?

—¿Y qué si lo he hecho?

Sacudió la cabeza.

—Prometer cosas a los niños es un asunto muy peligroso. —Suspiró y volvió a abrir el cajón del escritorio—. ¿Piensa seguir intentándolo? —dijo revolviendo entre los papeles.

—Pienso seguir intentándolo.

Sacó del cajón una tarjeta de visita.

—Entonces le aconsejo que busque a un buen abogado de inmigración. Omar Faisal trabaja aquí, en Islamabad. Dígale que va de mi parte.

Cogí la tarjeta.

—Gracias —murmuré.

—Buena suerte —dijo.

Miré por encima del hombro antes de salir de la estancia. Andrews miraba ausente por la ventana. Estaba de pie en un rectángulo delimitado por la luz del sol, girando la tomatera, acariciándola con cariño.

—Hasta otra —dijo la secretaria cuando pasamos junto a su mesa.

—Su jefe podría aprender modales —repliqué.

Esperaba que levantase la vista, tal vez que asintiera diciendo algo así como «Lo sé, todo el mundo lo dice». En cambio, lo que hizo fue bajar el tono de voz y comentar:

—Pobre Ray. No ha vuelto a ser el mismo desde que murió su hija. —Arqueé una ceja—. Se suicidó —añadió en un susurro.

Durante el camino de regreso al hotel en taxi, Sohrab recostó la cabeza en la ventanilla y fijó la mirada en los edificios que desfilaban delante de nosotros entre hileras de gomeros. Su respiración empañaba el cristal, desaparecía el vaho y volvía a empañarlo. Esperaba que me preguntase acerca de la reunión, pero no lo hizo.

La puerta del baño estaba cerrada y se oía correr el agua. Desde el día en que llegamos al hotel, Sohrab se daba todas las noches un largo baño antes de acostarse. En Kabul el agua caliente se había convertido, como los padres, en un bien escaso. Sohrab se pasaba todas las noches casi una hora en el baño, hasta que se le arrugaba la piel en el agua jabonosa. Me senté al borde de la cama y llamé a Soraya. Mientras, observaba la fina línea de luz que se perfilaba por debajo de la puerta del baño. «¿Aún no estás lo bastante limpio, Sohrab?», pensé.

Le comuniqué a Soraya lo que Raymond Andrews me había dicho.

—¿Qué piensas tú? —le pregunté.

—Debemos pensar que se equivoca.

Me explicó que había contactado con diversas agencias que se ocupaban de adopciones internacionales. Aún no había encontrado ninguna que se ocupara de adopciones de niños afganos, pero seguía buscando.

—¿Cómo se han tomado la noticia tus padres?


Madar
se siente feliz por nosotros. Ya sabes lo que siente por ti, Amir, nada de lo que hagas estará mal hecho para ella.
Padar
..., bueno, como de costumbre, resulta un poco difícil adivinar sus pensamientos. Dice poca cosa.

—¿Y tú? ¿Te sientes feliz?

Oí que cambiaba el auricular de mano.

—Creo que será bueno para tu sobrino, y que tal vez ese pequeño sea también bueno para nosotros.

—Yo opino lo mismo.

—Sé que tal vez te parezca una locura, pero sin darme cuenta estoy pensando en cuál será su
qurma
favorito, su asignatura favorita en el colegio... Ya me imagino ayudándolo con los deberes... —Se echó a reír. El agua había parado en el baño. Oía que Sohrab se movía en la bañera, y el ruido del agua que salpicaba por los lados.

—Serás una madre estupenda —dije.

—¡Oh, casi me olvidaba! He llamado a Kaka Sharif.

Lo recordaba recitando un poema escrito en un trozo de papel de carta del hotel con motivo de nuestro
nika
. Fue su hijo quien sostuvo el Corán sobre nuestras cabezas mientras nos dirigíamos al escenario, sonriendo a las cámaras.

—¿Qué te ha dicho?

—Moverá el asunto por nosotros. Hablará con algunos de sus colegas del INS —dijo.

—Eso son buenas noticias. Tengo ganas de que veas a Sohrab.

—Y yo tengo ganas de verte a ti.

Colgué sonriendo.

Sohrab salió del baño unos minutos más tarde. Después de la reunión con Raymond Andrews apenas había pronunciado una docena de palabras, y mis intentos por iniciar cualquier conversación habían tropezado con meros movimientos de cabeza o respuestas monosilábicas. Saltó a la cama y se subió las sábanas hasta la barbilla. En cuestión de minutos estaba roncando.

Desempañé un trozo de espejo con la mano y me afeité con una de las anticuadas maquinillas del hotel, de las que se abrían para introducir la cuchilla. Entonces fui yo quien se dio un baño, quien permaneció allí hasta que el agua humeante se enfrió y se me quedó la piel arrugada. Permanecí allí dejándome llevar, preguntándome, imaginando...

Omar Faisal era gordinflón, moreno, se le formaban hoyuelos en las mejillas, tenía los ojos negros como el carbón, una sonrisa afable y huecos entre los dientes. Su melena canosa empezaba a clarear y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Iba vestido con un traje de pana marrón, con coderas de piel, y usaba un maletín viejo y sobrecargado. Como le faltaba el asa, lo abrazaba contra su pecho. Era de ese tipo de personas que empiezan muchas de sus frases con una risa y una disculpa innecesaria, como «Lo siento, estaré allí a las cinco». Risa. Le llamé e insistió en ser él quien se acercase a vernos.

—Lo siento, los taxistas de esta ciudad son como tiburones —dijo en un inglés perfecto, sin pizca de acento—. Huelen de lejos a los extranjeros y triplican sus tarifas.

Empujó la puerta, todo sonrisas y disculpas, algo jadeante y sudoroso. Se secó la frente con un pañuelo y abrió el maletín, hurgó en su interior en busca de una libreta y se disculpó por las hojas de papel que habían ido a parar sobre la cama. Sohrab, sentado en su cama con las piernas cruzadas, tenía un ojo en el televisor sin volumen y el otro en el atribulado abogado. Por la mañana le había explicado que Faisal iría a visitarnos, y había hecho un movimiento afirmativo con la cabeza; había estado a punto de preguntar algo, pero había seguido viendo un programa con animales que hablaban.

—Bueno, veamos... —dijo Faisal abriendo el cuaderno de color amarillo—. Espero que mis hijos salgan a su madre por lo que a la organización se refiere. Lo siento, seguramente no es lo que le gustaría oír en boca de su hipotético abogado, ¿verdad? —Rió.

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