Cometas en el cielo (45 page)

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Authors: Khaled Hosseini

BOOK: Cometas en el cielo
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Nos acostamos. Soraya se quedó dormida con la cabeza apoyada en mi pecho. Yo permanecí despierto en la oscuridad de nuestra habitación; el insomnio una vez más. Despierto y solo con mis propios demonios.

En algún momento de la noche salté de la cama y me dirigí al dormitorio de Sohrab. Me quedé de pie a su lado y al bajar la vista vi algo que sobresalía de su almohada. Lo cogí. Se trataba de la fotografía de Rahim Kan, la que le regalé a Sohrab la noche en que nos quedamos sentados junto a la mezquita de Sah Faisal. Aquélla en la que aparecían Hassan y Sohrab el uno junto al otro, entrecerrando los ojos para evitar la luz del sol y sonriendo como si el mundo fuese un lugar bueno y justo. Me pregunté cuánto tiempo habría estado Sohrab acostado en la cama contemplando la fotografía, dándole vueltas.

Miré la foto. «Tu padre era un hombre partido en dos mitades», había dicho Rahim Kan en su carta. Yo había sido la parte con derecho, la aprobada por la sociedad, la mitad legítima, la encarnación involuntaria de la culpabilidad de Baba. Miré a Hassan, cuya sonrisa mostraba el vacío dejado por los dos dientes delanteros; la luz del sol le daba oblicuamente en la cara. Él era la otra mitad de Baba. La mitad sin derecho, sin privilegios. La mitad que había heredado lo que Baba tenía de puro y noble. La mitad que tal vez, en el lugar más recóndito de su corazón, Baba consideraba su verdadero hijo.

Devolví la fotografía al lugar donde la había encontrado. Entonces noté algo: que ese último pensamiento no me había producido ningún tipo de punzada. Mientras cerraba la puerta de la habitación de Sohrab me pregunté si el perdón se manifestaría de esa manera, sin la fanfarria de la revelación, si simplemente el dolor recogería sus cosas, haría las maletas y se esfumaría sin decir nada en mitad de la noche.

Al día siguiente vinieron a cenar el general y su esposa. Khala Jamila, que se había cortado el pelo y se lo había teñido de un rojo más oscuro, le entregó a Soraya una bandeja de
maghout
cubierto de almendras que había preparado como postre. En cuanto vio a Sohrab exclamó:


Mashallah
! Soraya
jan
nos había dicho lo
khoshteep
que eras, pero en persona eres incluso más guapo, Sohrab
jan
. —Le entregó un jersey de cuello alto de color azul—. Lo he tejido para ti —aclaró—. Para este invierno.
Inshallah
que te vaya.

Sohrab cogió el jersey.

—Hola, jovencito —fue todo lo que dijo el general, con ambas manos apoyadas en su bastón y mirando a Sohrab como si estuviera inspeccionando un objeto decorativo exótico en casa de alguien.

Respondí y volví a responder a todas las preguntas de Khala Jamila con respecto a mis heridas (le había dicho a Soraya que les contase que me habían atracado), tranquilizándola y asegurándole que no sufría ningún daño irreparable, que me quitarían los hierros en unas semanas y que después podría volver a comer todas sus comidas, que sí, que me frotaría las heridas con jugo de ruibarbo y azúcar para que las cicatrices desaparecieran antes.

El general y yo tomamos asiento en el salón y nos servimos una copa de vino mientras Soraya y su madre ponían la mesa. Le expliqué lo de Kabul y los talibanes. Él me escuchaba y asentía con la cabeza. Tenía el bastón apoyado en el regazo. Cuando le dije que había visto a un hombre vender su pierna ortopédica puso mala cara. No mencioné las ejecuciones del estadio Ghazi ni a Assef. Me preguntó por Rahim Kan, con quien dijo haber coincidido en Kabul varias veces, y movió negativa y solemnemente la cabeza cuando le conté lo de su enfermedad. Mientras hablábamos, sin embargo, vi que su mirada se desplazaba una y otra vez hacia Sohrab, que dormía en el sofá. Como si estuviésemos retrasando lo que en realidad él quería saber.

Los rodeos llegaron a su fin durante la cena, cuando el general dejó el tenedor sobre la mesa y dijo:

—Y bien, Amir
jan
, ¿vas a explicarnos por qué has traído contigo a este niño?

—¡Iqbal
jan
! ¿Qué tipo de pregunta es ésa? —repuso Khala Jamila.

—Mientras tú estás tan ocupada tejiendo jerséis, querida, a mí me toca lidiar con la percepción que la comunidad tiene de nuestra familia. La gente preguntará. Querrán saber qué hace un niño hazara viviendo con nuestra hija. ¿Qué quieres que les cuente?

Soraya soltó la cuchara y se volvió hacia su padre.

—Puedes decirles...

—No pasa nada, Soraya —dije tocándole una mano—. No pasa nada. El general
sahib
tiene razón. La gente preguntará.

—Amir... —empezó ella.

—De acuerdo. —Me giré hacia el general—. Mire, general
sahib
, mi padre se acostó con la mujer de su criado. Ella le dio un hijo que recibió el nombre de Hassan. Hassan ha muerto. Ese niño que duerme en el sofá es el hijo de Hassan. Es mi sobrino. Eso es lo que le dirá a la gente cuando le pregunten. —Todos me miraban fijamente—. Y una cosa más, general
sahib
. Nunca volverá a referirse a él en mi presencia como el «niño hazara». Tiene nombre, y es Sohrab.

Nadie volvió a abrir la boca durante el resto de la cena.

Sería erróneo decir que Sohrab era tranquilo. Tranquilidad es paz, calma, bajar el «volumen» de la vida.

El silencio es pulsar el botón de «off». Apagarlo. Todo.

El silencio de Sohrab no era el silencio que alguien se impone a sí mismo por determinadas convicciones, ni el de los manifestantes que reivindican su causa sin pronunciar palabra. Era el silencio de quien se ha refugiado en un escondrijo oscuro, de quien se ha hecho un ovillo y se ha ocultado.

Tampoco ocupaba apenas espacio, aunque vivía con nosotros. A veces, en el mercado o en el parque, me daba cuenta de que los demás ni lo miraban, era como si no estuviese allí. Yo levantaba la cabeza del libro que estaba leyendo y de pronto veía que Sohrab había entrado en la habitación, había tomado asiento delante de mí y ni me había enterado. Caminaba como si le diese miedo dejar huellas a su paso. Se movía como si no quisiera desplazar el aire que había a su alrededor. Básicamente dormía.

El silencio de Sohrab también se le hacía difícil a Soraya. Cuando me llamó a Pakistán, Soraya me había contado todas las cosas que estaba planeando para el niño. Clases de natación. Fútbol. La liga de bolos. Pero cuando pasaba delante de la habitación de Sohrab y veía de reojo los libros sin abrir en la cesta de mimbre la escala de crecimiento sin marca alguna, el rompecabezas sin montar, cada uno de esos objetos era un recordatorio de una vida que podía haber sido. Un recordatorio de un sueño que se marchitaba aunque estuviese floreciendo. Pero ella no estaba sola. También yo tenía mis propios sueños con respecto a él.

Y mientras Sohrab permanecía en silencio, el mundo no lo estaba. Un martes por la mañana del pasado mes de septiembre se derrumbaron las torres gemelas y el mundo cambió de la noche a la mañana. La bandera estadounidense apareció de repente por todos los lados, ondeando en las antenas de los taxis amarillos, en las solapas de los peatones que caminaban por las aceras con paso ligero, incluso en las gorras mugrientas de los mendigos de San Francisco que se aposentaban bajo las marquesinas de las galerías de arte elegantes y los escaparates de las tiendas. Un día pasé junto a Edith, la mujer vagabunda que toca a diario el acordeón en la esquina de Sutter con Stockton, y vi una pegatina con la bandera norteamericana en el estuche del instrumento que tenía a sus pies.

Poco después de los ataques Estados Unidos bombardeó Afganistán, la Alianza del Norte subió al poder y los talibanes desaparecieron como ratas en las cuevas. De pronto la gente hacía cola en la tienda de ultramarinos y hablaba de las ciudades de mi infancia, Kandahar, Herat, Mazar-i-Sharif. Cuando éramos muy pequeños, Baba nos llevó a Hassan y a mí a Kunduz. Recuerdo poca cosa del viaje, excepto que nos sentamos a la sombra de una acacia a beber zumo fresco de sandía de una vasija de arcilla y jugamos a ver quién escupía más lejos las pepitas. A partir de entonces Dan Rather, Tom Brokaw y otros hablaban de la batalla de Kunduz, el último reducto de los talibanes en el norte, delante de una taza de café con leche en Starbucks. En el mes de diciembre pastunes, tayikos, uzbecos y hazaras se reunieron en Bonn y, bajo el ojo vigilante de Naciones Unidas, iniciaron el proceso que tal vez algún día acabe con veinte años de infelicidad en su
watan
. El sombrero de piel de cordero caracul de Hamid Karzai y su
chapan
verde se hicieron famosos.

Sohrab pasó como sonámbulo por todo ello.

Soraya y yo empezamos a involucrarnos en proyectos afganos, más que por un sentimiento solidario por la necesidad de tener algo, cualquier cosa con la que llenar el silencio que vivía en la planta de arriba y que lo absorbía todo como un agujero negro. Yo nunca había sido un hombre comprometido, pero cuando me llamó un tal Kabir, antiguo embajador afgano en Sofía, para preguntarme si deseaba ayudarlo en un proyecto hospitalario, le respondí que sí. El pequeño hospital estaba instalado cerca de la frontera entre Afganistán y Pakistán y disponía de una unidad quirúrgica donde atendían a refugiados afganos heridos por las minas antipersonas; pero había cerrado por falta de fondos. Me convertí en director del proyecto y Soraya en mi ayudante. Pasaba los días en el estudio, enviando mensajes por correo electrónico a gente de todo el mundo, solicitando donaciones, organizando actos para recaudar fondos. Y repitiéndome a mí mismo que traer a Sohrab conmigo había sido lo correcto.

El año terminó y nos sorprendió a Soraya y a mí sentados en el sofá, con una manta sobre las piernas y viendo a Dick Clark en la televisión. La gente empezó a gritar y a besarse cuando cayó la bola plateada y la pantalla se inundó del blanco del confeti. En casa, el nuevo año comenzó prácticamente igual a como había acabado el anterior. En silencio.

Entonces, hace cuatro días, un frío y lluvioso día de marzo de 2002, sucedió algo pequeño y maravilloso.

Fui con Soraya, Khala Jamila y Sohrab a una reunión de afganos que tenía lugar en Lake Elizabeth Park, en Fremont. Finalmente el general había sido llamado para un puesto en el ministerio y hacía dos semanas que había volado a Afganistán... dejando atrás su traje gris y su reloj de bolsillo. El plan era que Khala Jamila se uniese a él en cuestión de pocos meses, una vez se hubiera instalado. Ella lo echaba muchísimo de menos (y le preocupaba su estado de salud), por lo que insistimos en que pasara en casa una temporada.

El jueves anterior, el primer día de primavera, había sido el día de Año Nuevo afgano (el
Sawl-e-Nau
), y los afganos residentes en Bay Area habían organizado diversas celebraciones en East Bay y por toda la península. Kabir, Soraya y yo teníamos un motivo de alegría adicional: nuestro pequeño hospital de Rawalpindi acababa de abrir la semana anterior, no la unidad quirúrgica, pero sí la clínica pediátrica. Todos coincidíamos en que aquello era un buen principio.

El tiempo era soleado desde hacía varios días, pero cuando el domingo por la mañana puse los pies en el suelo, oí el sonido de las gotas de lluvia que aporreaban la ventana. «Suerte afgana», pensé. Reí con disimulo. Recé mi
namaz
de la mañana mientras Soraya seguía durmiendo... Ya no necesitaba consultar la guía de oraciones que había conseguido en la mezquita; las suras me salían con total naturalidad, sin el mínimo esfuerzo.

Llegamos allí cerca del mediodía y nos encontramos con un puñado de gente que estaba cobijada bajo un gran plástico rectangular sujeto por seis postes clavados al suelo. Alguien había empezado a freír
bolani
; las tazas de té humeaban como una cazuela con
aush
de coliflor. En un radiocasete rechinaba una vieja canción de Ahmad Zahir. Sonreí levemente al ver que los cuatro corríamos por la hierba empapada de agua, Soraya y yo en cabeza, Khala Jamila en medio, y Sohrab detrás de todos con la capucha del impermeable amarillo botándole en la espalda.

—¿Qué es lo que te resulta tan divertido? —me preguntó Soraya tapándose la cabeza con un periódico doblado.

—Tal vez los afganos abandonen Paghman, pero es imposible que Paghman abandone el corazón de los afganos —dije.

Llegamos a la tienda improvisada. Soraya y Khala Jamila se dirigieron hacia una mujer obesa que freía espinacas
bolani
. Sohrab permaneció bajo el toldo durante unos instantes y luego salió bajo la lluvia. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos del impermeable y el cabello (que le había crecido y era castaño y liso como el de Hassan) aplastado contra la cabeza. Se detuvo junto a un charco de color café y se quedó mirándolo. Nadie pareció darse cuenta. Nadie lo llamó para que regresase. Con el tiempo, las preguntas sobre nuestro pequeño adoptado y decididamente excéntrico habían cesado por fin, lo cual, teniendo en cuenta lo poco delicadas que pueden resultar las preguntas de los afganos, fue un alivio considerable. La gente dejó de preguntarnos por qué nunca hablaba. Por qué nunca jugaba con los demás niños. Y, lo mejor de todo, dejó de asfixiarnos con su empatía exagerada, con sus lentos balanceos de cabeza, con sus malas caras, con sus «oh,
gung bichara
». «Oh, pobre mudito.» La novedad se había agotado. Como un papel pintado soso, Sohrab había acabado confundiéndose con el fondo.

Le estreché la mano a Kabir, un hombrecillo de cabello blanco que me presentó a una docena de hombres, uno de ellos profesor retirado, otro ingeniero, un antiguo arquitecto, un cirujano que en la actualidad regentaba un chiringuito de perritos calientes en Hayward. Todos afirmaron conocer a Baba de los tiempos de Kabul y hablaban de él con respeto. Él había entrado en la vida de todos ellos de una u otra manera. Los hombres me dijeron que tenía mucha suerte por haber tenido como padre a un hombre tan grande como él.

Charlamos sobre la difícil y tal vez ingrata tarea que Karzai tenía ante sí, sobre el próximo
Loya jirga
y sobre el retorno inminente del rey a su patria después de veintiocho años de exilio. Recordé la noche de 1973, la noche en que el sha Zahir fue derrocado por su primo; recordé los disparos y el cielo iluminándose de plata... Alí nos protegió a Hassan y a mí entre sus brazos y nos dijo que no tuviésemos miedo, que sólo estaban cazando patos.

Entonces alguien contó un chiste del
mullah
Nasruddin y todos nos echamos a reír.

—¿Sabes?, tu padre también era un hombre con sentido del humor —dijo Kabir.

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