Cometas en el cielo (5 page)

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Authors: Khaled Hosseini

BOOK: Cometas en el cielo
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—Bueno, eso está muy bien, ¿verdad?

Y nada más. Se limitó a mirarme a través de la nube de humo.

Seguramente permanecí allí durante menos de un minuto, pero, hasta ahora, ése ha sido uno de los minutos más largos de mi vida. Cayeron los segundos, cada uno de ellos separado del siguiente por una eternidad. El ambiente era cada vez más pesado, húmedo, casi sólido. Yo respiraba con mucha dificultad. Baba seguía mirándome fijamente y sin ofrecerse a leerlo.

Como siempre, fue Rahim Kan quien acudió en mi rescate. Me tendió la mano y me regaló una sonrisa que no tenía nada de fingido.

—¿Me lo dejas, Amir
jan
? Me gustaría mucho leerlo. —Baba casi nunca utilizaba la palabra cariñosa «jan» para dirigirse a mí.

Baba se encogió de hombros y se puso en pie. Parecía aliviado, como si también acabaran de rescatarlo a él.

—Sí, dáselo a Kaka Rahim. Voy arriba a cambiarme.

Y abandonó la estancia. Yo reverenciaba a Baba con una intensidad cercana a la religión, pero en aquel preciso momento deseé haber podido abrirme las venas y extraer de mi cuerpo toda su maldita sangre.

Una hora más tarde, cuando el cielo del atardecer estaba ya oscuro, ambos partieron en el coche de mi padre para asistir a una fiesta. Antes de salir, Rahim Kan se puso en cuclillas delante de mí y me devolvió el cuento junto con otra hoja de papel doblada. Me sonrió y me guiñó un ojo.

—Para ti. Léelo después.

Entonces hizo una pausa y añadió una única palabra que me dio más ánimos para seguir escribiendo que cualquier cumplido que cualquier editor me haya hecho jamás. Esa palabra fue «Bravo».

Después de que se marcharan, me senté en la cama y deseé que Rahim Kan hubiese sido mi padre. A continuación pensé en Baba y en su estupendo y enorme pecho y en lo bien que me sentía allí cuando me apoyaba en él, en el olor a colonia que desprendía por las mañanas y en cómo me rascaba su barba en la cara. Entonces me vi abrumado por un sentimiento de culpa tal que corrí hasta el baño y vomité en el lavabo.

Más tarde, aquella misma noche, me acurruqué en la cama y leí una y otra vez la nota de Rahim Kan. Decía lo siguiente:

Amir
jan:

Me ha gustado mucho tu historia. Mashallah, Dios te ha otorgado un talento especial. Tu deber ahora es afinar ese talento, porque la persona que desperdicia los talentos que Dios le ha dado es un burro. Tu historia está escrita con una gramática correcta y un estilo interesante. Pero lo más impresionante de tu historia es su ironía. Tal vez ni siquiera sepas qué significa esta palabra. Pero algún día lo sabrás. Es algo que algunos escritores persiguen a lo largo de toda su vida y que nunca consiguen. Tú, sin embargo, lo has conseguido en tu primer relato.

Mi puerta está y estará siempre abierta para ti, Amir jan. Escucharé cualquier historia que quieras contarme. Bravo.

Tu amigo,

Rahim

Alentado por la nota de Rahim Kan, cogí las hojas y me precipité escaleras abajo hacia el vestíbulo, donde Alí y Hassan dormían en un colchón. Únicamente dormían en la casa cuando Baba no estaba y Alí tenía que cuidar de mí. Sacudí a Hassan para despertarlo y le pregunté si quería que le contase un cuento.

Se frotó los ojos soñolientos y se desperezó.

—¿Ahora? ¿Qué hora es?

—No importa la hora. Este cuento es especial. Lo he escrito yo —susurré, esperando no despertar a Alí. La cara de Hassan se iluminó.

Se lo leí en el salón, junto a la chimenea de mármol. Aquella vez sin juegos esporádicos con las palabras; aquella vez era yo. Hassan era el público perfecto en muchos sentidos. Se sumergía totalmente en el cuento y alteraba las facciones en consonancia con los tonos cambiantes del relato. Cuando leí la última frase, hizo con las manos un aplauso mudo.


Mashallah
, Amir
agha
. ¡Bravo! —Estaba radiante.

—¿Te ha gustado? —le pregunté, saboreando así por segunda vez la dulzura de un nuevo juicio positivo.

—Algún día,
Inshallah
, serás un gran escritor —dijo Hassan—. Y la gente de todo el mundo leerá tus cuentos.

—Exageras, Hassan —repliqué, queriéndolo por lo que había dicho.

—No. Serás grande y famoso —insistió. Luego hizo una pausa, como si estuviese a punto de añadir algo. Sopesó sus palabras y tosió para aclararse la garganta—. Pero ¿me permites que te haga una pregunta sobre tu historia? —dijo tímidamente.

—Por supuesto.

—Bueno... —empezó, y se cortó.

—Dime, Hassan —dije. Sonreí, aunque de pronto el escritor inseguro que vivía dentro de mí no estuviera muy convencido de desear oírlo.

—Bueno, ya que me lo permites..., ¿por qué el hombre mató a su mujer? ¿Y por qué siempre tenía que sentirse triste para llorar? ¿No podía haber partido una cebolla?

Me quedé pasmado. No se me había ocurrido pensar en ese detalle. Era tan evidente que resultaba estúpido. Moví los labios sin decir palabra. Resultaba que en el transcurso de la misma noche había descubierto la existencia de la ironía, uno de los objetivos de la escritura, y también me habían presentado una de sus trampas: el fallo en el argumento. Y de entre todo el mundo, me lo había enseñado Hassan. Hassan, que no sabía leer y que no había escrito una sola palabra en toda su vida. Una voz, fría y oscura, me susurró de repente al oído: «Pero ¿qué sabe este hazara analfabeto? Nunca será más que un cocinero. ¿Cómo se atreve a criticarme?»

—Bueno... —empecé. Pero nunca conseguí terminar la frase.

Porque, de repente, Afganistán cambió para siempre.

5

Algo rugió como un trueno. La tierra se sacudió ligeramente y escuchamos el ra-ta-tá del tiroteo.

—¡Padre! —exclamó Hassan. Nos pusimos en pie de un brinco y salimos corriendo del salón. Nos encontramos con Alí, que cruzaba el vestíbulo cojeando frenéticamente—. ¡Padre! ¿Qué es ese ruido? —gritó Hassan, tendiendo los brazos hacia Alí, que nos abrazó a los dos.

En ese momento centelleó una luz blanca que iluminó el cielo de plata. Después centelleó de nuevo, seguida por el repiqueteo de un tiroteo.

—Están cazando patos —dijo Alí con voz ronca—. Cazan patos de noche, ya lo sabéis. No tengáis miedo.

El sonido de una sirena se desvanecía a lo lejos. En algún lugar se hizo añicos un cristal y alguien gritó. En la calle se oía gente que, despertada del sueño, seguramente iría en pijama, con el pelo alborotado y los ojos hinchados. Hassan lloraba. Alí lo colocó a su lado y lo abrazó con ternura. Más tarde me diría a mí mismo que no había sentido envidia de Hassan. En absoluto.

Permanecimos apretujados de aquella manera hasta primera hora de la mañana. Los disparos y las explosiones habían durado menos de una hora, pero nos habían asustado mucho porque ninguno de nosotros había oído nunca disparos en las calles. Entonces eran sonidos desconocidos para nosotros. La generación de niños afganos cuyos oídos no conocerían otra cosa que no fueran los sonidos de las bombas y los tiroteos no había nacido aún. Acurrucados en el comedor y a la espera de la salida del sol, ninguno de nosotros tenía la menor idea de que acababa de finalizar una forma de vida. Nuestra forma de vida. Aunque sin serlo del todo, aquello fue, como mínimo, el principio del fin. El fin, el fin oficial, llegaría primero en abril de 1978, con el golpe de estado comunista, y luego en diciembre de 1979, cuando los tanques rusos se hicieron dueños de las mismas calles donde Hassan y yo jugábamos, provocando con ello la muerte del Afganistán que yo conocía y marcando el principio de una época de carnicería que todavía hoy continúa.

Poco antes del amanecer, el coche de Baba irrumpió a toda velocidad por el camino de acceso. Oímos la puerta que se cerraba de un portazo y pasos que subían con prisa las escaleras. Apareció entonces en el umbral de la puerta y vi algo en su cara. Algo que no reconocí al principio porque nunca lo había visto: miedo.

—¡Amir! ¡Hassan! —exclamó, corriendo hacia nosotros con los brazos abiertos—. Han bloqueado todas las carreteras y el teléfono no funcionaba. ¡Estaba muy preocupado!

Nos dejamos cobijar entre sus brazos y, por un breve momento de locura, me alegré de lo que había pasado aquella noche.

Al final resultó que no estaban disparando a los patos. Aquella noche del 17 de julio de 1973 no dispararon en realidad a mucha cosa. Kabul se despertó a la mañana siguiente y descubrió que la monarquía era cosa del pasado. El rey, el sha Zahir, se encontraba de viaje por Italia. Aprovechando su ausencia, su primo, Daoud Kan, había dado por finalizados los cuarenta años de reinado del sha con un golpe de estado incruento.

Recuerdo que Hassan y yo estábamos acurrucados aquella misma mañana junto a la puerta del despacho de mi padre, mientras Baba y Rahim Kan bebían té negro y escuchaban las noticias del golpe que emitía Radio Kabul.

—¿Amir
agha
? —susurró Hassan.

—¿Qué?

—¿Qué es una república?

Me encogí de hombros.

—No lo sé. —En la radio de Baba, repetían esa palabra una y otra vez.

—¿Amir
agha
?

—¿Qué?

—¿República significa que mi padre y yo tendremos que irnos?

—No lo creo —murmuré como respuesta.

Hassan reflexionó sobre aquello.

—¿Amir
agha
?

—¿Qué?

—No quiero que nos obliguen a marcharnos a mi padre y a mí.

Sonreí.


Bas,
eres un burro. Nadie va a echaros.

—¿Amir
agha
?

—¿Qué?

—¿Quieres que vayamos a trepar a nuestro árbol?

Mi sonrisa se hizo más grande. Ésa era otra cosa buena que tenía Hassan. Siempre sabía cuándo decir la palabra adecuada... En ese caso, porque las noticias de la radio eran cada vez más aburridas. Hassan fue a su choza a prepararse y yo corrí arriba a buscar un libro. Luego me dirigí a la cocina, me llené los bolsillos de piñones y salí de casa. Hassan me esperaba. Atravesamos corriendo las verjas delanteras y nos encaminamos hacia la colina.

Cruzamos la calle residencial y avanzábamos a toda prisa por un descampado que llevaba hacia la colina cuando, de repente, Hassan recibió una pedrada en la espalda. Al volvernos se me detuvo el corazón. Se aproximaban Assef y dos de sus amigos, Wali y Kamal.

Assef era hijo de un amigo de mi padre, Mahmood, piloto de aviación. Su familia vivía unas cuantas calles más al sur de nuestra casa, en una propiedad lujosa rodeada de muros altos y poblada de palmeras. Cualquier niño que viviera en el barrio de Wazir Akbar Kan de Kabul conocía, con un poco de suerte no por experiencia propia, a Assef y su famosa manopla de acero inoxidable. Nacido de madre alemana y padre afgano, Assef, rubio y con ojos azules, era mucho más alto que los demás niños. Su bien ganada reputación de salvaje le precedía allá por donde iba. Flanqueado por sus obedientes amigos, deambulaba por el vecindario como un kan paseándose por su territorio con su séquito, dispuesto a complacerle en todo momento. Su palabra era ley y aquella manopla de acero era la herramienta de enseñanza idónea para todo aquel que necesitara un poco de educación legal. En una ocasión le vi utilizar esa manopla contra un niño del barrio de Karteh-Char. Jamás olvidaré los ojos azules de Assef, que brillaban con un resplandor de locura, ni su sonrisa mientras apalizaba al pobre niño hasta dejarlo inconsciente. Algunos muchachos de Wazir Akbar Kan le habían puesto el mote de Assef
Goshkhor,
«el devorador de orejas». Naturalmente, ninguno de ellos se atrevía a decirlo delante de él, a menos que desease sufrir el mismo destino que el pobre niño que, sin quererlo, inspiró el mote de Assef cuando se peleó con él por una cometa y acabó recogiendo su oreja derecha en un desagüe enfangado. Años después aprendí una palabra que definía el tipo de criatura que era Assef, una palabra que no tenía un buen equivalente en el idioma farsi: sociópata.

De todos los chicos del vecindario que acosaban a Alí, Assef era de lejos el más despiadado. De hecho, había sido él el creador de la mofa de Babalu: «Hola, Babalu, ¿a quién te has comido hoy? ¿Huh? ¡Venga, Babalu, regálanos una sonrisa!» Y los días en que se sentía especialmente inspirado salpimentaba un poco más su acoso: «Hola, Babalu, chato, ¿a quién te has comido hoy? ¡Dínoslo, burro de ojos rasgados!»

Y en ese momento era él, Assef, quien se dirigía hacia nosotros con las manos en las caderas y entre las pequeñas nubes de polvo que levantaban sus zapatillas de deporte.

—¡Buenos días,
kuni
! —exclamó Assef, saludando con la mano.
Kuni,
«maricón», otro de sus insultos favoritos.

Viendo que se acercaban tres chicos mayores, Hassan se colocó inmediatamente detrás de mí. Se plantaron delante de nosotros, tres tipejos altos, vestidos con pantalones vaqueros y camiseta. Assef, que sobresalía por encima de todos, se cruzó de brazos y esbozó una especie de sonrisa salvaje. No era la primera vez que pensaba que Assef no estaba del todo cuerdo. Y también pensé en lo afortunado que era yo por tener a Baba de padre, la única razón, creo, por la que Assef se había refrenado de incordiarme.

Apuntó con la barbilla hacia Hassan.

—Hola, chato —dijo—. ¿Cómo está Babalu? —Hassan no respondió—. ¿Os habéis enterado, chicos? —añadió Assef sin perder la sonrisa ni un instante—. El rey se ha ido. Que se largue con viento fresco. ¡Larga vida al presidente! Mi padre conoce a Daoud Kan, ¿sabías eso, Amir?

—Y mi padre también —dije. En realidad, no sabía si aquello era o no verdad.

—Y mi padre también... —me imitó Assef con un hilillo de voz. Kamal y Wali cacarearon al unísono. Deseé que Baba estuviese allí.

—Daoud Kan cenó en mi casa el año pasado —prosiguió Assef—. ¿Qué te parece eso, Amir? —Me preguntaba si alguien podría escucharnos gritar desde aquel terreno tan alejado. La casa de Baba estaba a un kilómetro de distancia. Ojalá nos hubiésemos quedado allí—. ¿Sabes lo que le diré a Daoud Kan la próxima vez que venga a casa a cenar? —siguió Assef—. Tendré una pequeña charla con él, de hombre a hombre, de
mard a mard.
Le diré lo que le dije a mi madre. Sobre Hitler. Había una vez un líder. Un gran líder. Un hombre con visión. Le diré a Daoud Kan que recuerde que si hubieran dejado que Hitler acabara lo que había empezado, el mundo sería ahora un lugar mucho mejor.

—Baba dice que Hitler estaba loco, que ordenó el asesinato de muchos inocentes —me oí decir, y me tapé inmediatamente la boca con la mano.

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