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Authors: Khaled Hosseini

Cometas en el cielo (6 page)

BOOK: Cometas en el cielo
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Assef se rió con disimulo.

—Parece mi madre, y eso que ella es alemana. Veo que no quieren que conozcas la verdad. —No sabía a quiénes se refería o qué verdad estaban ocultándome, y tampoco me apetecía averiguarlo. Deseé no haber dicho nada. Deseé levantar la vista y ver a Baba acercándose a la colina—. Pero para eso tienes que leer libros que no nos dan en el colegio —dijo Assef—. Yo los tengo. Y me han abierto los ojos. Ahora tengo una visión y voy a compartirla con nuestro nuevo presidente. ¿Sabes cuál es?

Sacudí la cabeza. Aunque iba a decírmela igualmente; Assef respondía siempre a sus propias preguntas.

Sus ojos azules centellearon en dirección a Hassan.

—Afganistán es la tierra de los pastunes. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Nosotros somos los verdaderos afganos, los afganos puros, no este nariz chata de aquí. Su gente contamina nuestra tierra, nuestro
watan.
Ensucian nuestra sangre. —Realizó un gesto ostentoso con las manos, barriéndolo todo—. Afganistán es de los pastunes. Ésa es mi visión de las cosas. —Assef me miraba de nuevo a mí. Parecía alguien que acabara de despertar de un sueño—. Demasiado tarde para Hitler —dijo—, pero no para nosotros. —Buscó algo en el bolsillo trasero de sus vaqueros—. Le pediré al presidente que haga lo que el rey no tuvo el
quwat
de hacer. Liberar a Afganistán de todos los sucios y
kasseef
hazaras.

—Déjanos marchar —dije, odiando el temblor de mi voz—. Nosotros no te estamos molestando.

—Oh, claro que me molestáis —silbó entre dientes Assef. Y vi, con el corazón encogido, lo que acababa de extraer del bolsillo. Por supuesto. Su manopla de acero inoxidable centelleaba al sol—. Me molestáis mucho. De hecho, tú me molestas más que este hazara de aquí. ¿Cómo puedes hablarle, jugar con él, permitir que te toque? —dijo, cada vez en un tono más asqueado. Wali y Kamal asintieron con la cabeza y gruñeron para dar su conformidad. Assef entrecerró los ojos, sacudió la cabeza y, cuando volvió a hablar, lo hizo de una forma tan extraña como la expresión que tenía—. ¿Cómo puedes llamarlo amigo?

«Pero ¡si no es mi amigo! —casi dejé escapar impulsivamente—. ¡Es mi criado!» ¿Lo había pensado realmente? Por supuesto que no. No. Trataba a Hassan casi como a un amigo, mejor incluso, más bien como a un hermano. Pero si era así, ¿por qué cuando iban a visitarnos los amigos de Baba con sus hijos nunca incluía a Hassan en nuestros juegos? ¿Por qué jugaba yo con Hassan sólo cuando no nos veía nadie más?

Assef se puso la manopla de acero y me lanzó una gélida mirada.

—Tú eres parte del problema, Amir. Si los idiotas como tu padre y tú no hubiesen acogido a esta gente, a estas alturas ya nos habríamos librado de ellos. Estarían pudriéndose todos en Hazarajat, adonde pertenecen. Eres una desgracia para Afganistán.

Observé sus ojos de loco y me di cuenta de que hablaba en serio. Quería hacerme daño de verdad. Assef levantó el puño y fue a por mí.

Entonces se produjo un vertiginoso movimiento a mis espaldas. Por el rabillo del ojo vi a Hassan, que se agachaba y se ponía de nuevo en pie. Los ojos de Assef se trasladaron rápidamente hacia algo que había detrás de mí y se abrieron sorprendidos. Observé la misma mirada de asombro en la cara de Kamal y Wali cuando también se percataron de lo que había sucedido detrás de mí.

Me volví y me topé de frente con el tirachinas de Hassan. Hassan había tensado hacia atrás la banda elástica, que estaba cargada con una piedra del tamaño de una nuez. Hassan apuntaba directamente a la cara de Assef. La mano le temblaba y el sudor le caía a chorros por la frente.

—Déjanos tranquilos, por favor,
agha
—dijo Hassan intentando aparentar tranquilidad.

Acababa de referirse a Assef como
agha,
y me pregunté por un instante cómo debía de ser vivir con un sentimiento tan arraigado del lugar que se ocupa en una jerarquía.

Assef apretó los dientes y replicó:

—Suelta eso, hazara sin madre.

—Por favor, déjanos solos,
agha
—dijo Hassan.

Assef sonrió.

—Tal vez no te hayas dado cuenta, pero nosotros somos tres y vosotros dos.

Hassan se encogió de hombros. Para los ojos de un espectador cualquiera, no parecía asustado. Pero la cara de Hassan era mi primer recuerdo y conocía sus matices más sutiles, conocía todas y cada una de las contracciones y vacilaciones que la cruzaban. Y veía que estaba asustado. Estaba muy asustado.

—Tienes razón,
agha.
Pero tal vez no te hayas dado cuenta de que el que sujeta el tirachinas soy yo. Si haces el más mínimo movimiento, tendrán que cambiarte el mote de Assef
el devorador de orejas
por el de Assef
el tuerto,
porque estoy apuntándote con esta piedra al ojo izquierdo. —Lo dijo tan llanamente que incluso yo tuve que esforzarme para detectar el miedo que sabía que ocultaba bajo aquel tono de voz tan calmado.

La boca de Assef se crispó. Wali y Kamal observaban aquel diálogo con algo parecido a la fascinación. Alguien había desafiado a su dios. Lo había humillado. Y, lo peor de todo, ese alguien era un escuálido hazara. La mirada de Assef iba de la piedra a Hassan, cuyo rostro observaba fijamente. Lo que debió de encontrar en él pareció convencerlo de la seriedad de las intenciones de Hassan, puesto que bajó el puño.

—Te diré una cosa de mí, hazara —dijo Assef con voz grave—. Soy una persona paciente. Esto no tiene por qué acabar hoy, créeme. —Se volvió hacia mí—. Y tampoco es el final para ti, Amir. Algún día conseguiré enfrentarme contigo cara a cara. —Assef dio un paso atrás y sus discípulos lo siguieron—. Tu hazara ha cometido hoy un grave error, Amir —añadió.

Luego dieron media vuelta y se marcharon. Los vi descender colina abajo y desaparecer detrás de un muro.

Hassan intentaba guardar el tirachinas en la cintura con las manos temblorosas. En la boca esbozaba lo que quería ser una sonrisa tranquilizadora. Necesitó cinco intentos para anudar el cordón de los pantalones. Ninguno de los dos dijo mucho durante el camino de vuelta a casa, turbados como estábamos, temerosos de que Assef y sus amigos fueran a tendernos una emboscada en cada esquina. No lo hicieron, y eso debería habernos consolado un poco. Pero no fue así. En absoluto.

• • •

Durante los dos años siguientes, expresiones como «desarrollo económico» y «reforma» bailaron en boca de las gentes de Kabul. El anticuado sistema monárquico había quedado abolido para ser sustituido por una república moderna, dirigida por un presidente. La totalidad del país se veía sacudida por una sensación de rejuvenecimiento y determinación. La gente hablaba de los derechos de la mujer y de la tecnología moderna.

Sin embargo, a pesar de que el Arg, el palacio real de Kabul, estaba ocupado por otro inquilino, la vida continuaba igual que antes. La gente trabajaba de sábado a jueves y los viernes iba a merendar a los parques, a orillas del lago Ghargha o a los jardines de Paghman. Las estrechas calles de Kabul estaban transitadas por autobuses y camiones multicolores llenos de pasajeros, dirigidos por los gritos constantes de los ayudantes del conductor, que iban apoyados sobre los parachoques traseros de los vehículos vociferándole instrucciones con su marcado acento de Kabul. Para el
Eid,
la celebración de tres días que seguía al mes sagrado del ramadán, los habitantes de Kabul se vestían con sus mejores y más nuevas galas e iban a visitar a la familia. La gente se abrazaba, se besaba y se saludaba con la frase
«Eid Munbarak».
Feliz Eid. Los niños abrían regalos y jugaban con huevos duros pintados.

A comienzos del invierno de 1974, estábamos Hassan y yo en el jardín construyendo una fortaleza de nieve cuando Alí lo llamó para que entrara en la casa.

—¡Hassan, el
agha Sahib
quiere hablar contigo! —Estaba en el umbral de la puerta de entrada, vestido de blanco y con las manos escondidas bajo las axilas. Al respirar le salía vaho por la boca.

Hassan y yo intercambiamos una sonrisa. Llevábamos todo el día esperando la llamada: era el cumpleaños de Hassan.

—¿Qué es, padre, lo sabes? ¿Me lo dices? —le preguntó Hassan, a quien le brillaban los ojos.

Alí se encogió de hombros.

—El
agha Sahib
no me lo ha dicho.

—Venga, Alí, dínoslo —le presioné yo—. ¿Es un cuaderno de dibujo? ¿Tal vez una pistola nueva?

Igual que Hassan, Alí era incapaz de mentir. Siempre fingía no saber lo que Baba nos había comprado a Hassan o a mí con motivo de nuestros cumpleaños.

Y siempre sus ojos le traicionaban y le sonsacábamos qué era. Esa vez, sin embargo, parecía decir la verdad. Baba jamás se olvidaba del cumpleaños de Hassan. Al principio solía preguntarle a Hassan qué quería, pero luego dejó de nacerlo porque Hassan era excesivamente modesto para pedirle nada. De manera que todos los inviernos Baba elegía personalmente el regalo. Un año le compró un camión de juguete japonés, otro, una locomotora eléctrica con vías de tren En su último aniversario, Baba lo había sorprendido con un sombrero vaquero de cuero como el que llevaba Clint Eastwood en
El bueno, el feo y el malo,
que había desbancado a
Los siete magníficos
como nuestra película del Oeste favorita. Durante todo aquel invierno, Hassan y yo nos turnamos para llevar el sombrero mientras tarareábamos a grito pelado la famosa melodía de la película, escalábamos montones de nieve y nos matábamos a tiros.

Al llegar a la puerta nos despojamos de los guantes y de las botas llenas de nieve. Cuando entramos en el vestíbulo, nos encontramos a Baba, sentado junto a la estufa de hierro fundido en compañía de un hombre hindú bajito y medio calvo, vestido con traje marrón y corbata roja.

—Hassan —dijo Baba, sonriendo tímidamente— te presento a tu regalo de cumpleaños.

Hassan y yo cruzamos miradas de incomprensión No se veía por ninguna parte ningún paquete envuelto en papel de regalo. Ninguna bolsa. Ningún juguete. Sólo estaban Alí, de pie detrás de nosotros, y Baba con aquel delgado hindú que recordaba a un profesor de matemáticas.

El hindú del traje marrón sonrió y le tendió la mano a Hassan.

—Soy el doctor Kumar —dijo—. Encantado de conocerte. —Hablaba farsi con un marcado y arrastrado acento hindi.


Salaam alaykum
—dijo Hassan poco seguro.

Inclinó educadamente la cabeza, aunque su mirada buscaba a su padre, que seguía detrás de él. Alí se acercó y puso las manos sobre el hombro de Hassan.

Baba se encontró con la mirada cautelosa y perpleja de Hassan.

—He hecho venir al doctor Kumar de Nueva Delhi. El doctor Kumar es cirujano plástico.

—¿Sabes lo que es? —le preguntó el hombre hindú..., el doctor Kumar.

Hassan sacudió la cabeza. Me miró en busca de ayuda, pero yo me encogí de hombros. Lo único que yo sabía era que el cirujano era el médico al que se visitaba para curar una apendicitis. Lo sabía porque uno de mis compañeros de clase había muerto de eso el año anterior y el maestro nos había explicado que habían tardado demasiado en llevarlo a un cirujano. Ambos miramos a Alí, aunque con él nunca se sabía. Mostraba la cara impasible de siempre, a pesar de que en su mirada se traslucía un toque de embriaguez.

—Bueno —dijo el doctor Kumar—, mi trabajo consiste en arreglar cosas del cuerpo de la gente. A veces también de la cara.

—¡Oh! —exclamó Hassan. Miró primero al doctor Kumar y luego a Baba y a Alí. A continuación, se acarició el labio superior y le dio golpecitos—. ¡Oh! —dijo de nuevo.

—Ya sé que se trata de un regalo fuera de lo común —intervino Baba—. Y supongo que no era lo que tú tenías en mente, pero es un regalo que te durará toda la vida.

—Oh —repitió Hassan. Se pasó la lengua por los labios y se aclaró la garganta—.
Agha Sahib,
¿me hará... me hará...?

—Nada de nada —terció el doctor Kumar con una sonrisa amable—. No te dolerá ni una pizca. Te daré una medicina y no sentirás nada.

—Oh —dijo otra vez Hassan, quien devolvió la sonrisa al médico, aliviado.

Aunque sentía poco alivio, de cualquier modo—. No estoy asustado,
agha Sahib,
sólo que...

Puede que a Hassan le engañaran, pero a mí no. Sabía que cuando los médicos decían que no dolería querían decir que sí. Con horror, recordé la circuncisión que me habían realizado el año anterior. El médico me había soltado el mismo argumento, tranquilizándome y asegurándome que no me dolería ni una pizca. Pero cuando a última hora de la noche desapareció el efecto de la anestesia, sentí como si me hubiesen puesto carbón caliente en la entrepierna. Por qué Baba esperó hasta que yo cumpliera diez años para hacerme la circuncisión era algo que iba más allá de mi comprensión y una de las cosas por las que jamás lo olvidaré.

—Feliz cumpleaños —dijo Baba, acariciando la cabeza afeitada de Hassan.

De pronto, Alí tomó las manos de Baba entre las suyas, les estampó un beso y hundió su cara en ellas.

El doctor Kumar se había quedado en un segundo plano y los observaba con una sonrisa cortés.

Yo sonreía, como los demás, aunque deseaba haber tenido también algún tipo de cicatriz que hubiera despertado la simpatía de Baba. No era justo. Hassan no había hecho nada para ganarse el afecto de Baba; se había limitado a nacer con ese estúpido labio leporino.

La operación fue bien. Cuando le retiraron los vendajes, todos nos quedamos un poco sorprendidos, pero mantuvimos la sonrisa, siguiendo las instrucciones del doctor Kumar. No era fácil, porque el labio superior de Hassan era un pedazo grotesco de tejido inflamado y en carne viva. Yo esperaba que Hassan gritara horrorizado cuando la enfermera le entregó el espejo. Alí le mantenía cogida la mano mientras Hassan inspeccionaba prolongada y detalladamente el resultado. Murmuró alguna cosa que no comprendí. Acerqué mi oreja a su boca y volvió a susurrar.


Tashakor.
Gracias.

Entonces su boca se curvó, y esa vez supe lo que hacía. Estaba sonriendo. Igual que había hecho al salir del seno materno.

La inflamación desapareció y la herida cicatrizó con el tiempo, convirtiéndose en una línea rosa irregular que recorría el labio. Para el invierno siguiente, se había reducido a una discreta cicatriz. Una ironía. Porque ése fue el invierno en que Hassan dejó de sonreír.

6

Invierno.

Todos los años, el primer día de nevada, hago lo mismo: salgo de casa temprano, todavía en pijama, y me abrazo al frío. Descubro el camino de entrada, el coche de mi padre, las paredes, los árboles, los tejados y los montes enterrados bajo treinta centímetros de nieve. Sonrío. El cielo es azul, sin una nube. La nieve es tan blanca que me arden los ojos. Me introduzco un puñado de nieve fresca en la boca y escucho el silencio amortiguado, roto únicamente por el graznido de los cuervos. Desciendo descalzo la escalinata delantera y llamo a Hassan para que salga a verlo.

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