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Authors: Laura Esquivel

Tags: #Drama, romántico

Como agua para chocolate (11 page)

BOOK: Como agua para chocolate
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Mientras se secaban las tiras, el doctor le mostró un experimento a Tita.

—Aunque el fósforo no hace combustión en el oxígeno a la temperatura ordinaria, es susceptible de arder con gran rapidez a una temperatura elevada, mire…

El doctor introdujo un pequeño pedazo de fósforo bajo un tubo cerrado por uno de sus extremos y lleno de mercurio. Hizo fundir el fósforo acercando el tubo a la llama de una vela. Después, por medio de una pequeña campana de ensayos llena de gas oxígeno hizo pasar el gas a la campana muy poco a poco. En cuanto el gas oxígeno llegó a la parte superior de la campana, donde se encontraba el fósforo fundido, se produjo una combustión viva e instantánea, que los deslumbró como si fuese un relámpago.

—Como ve, todos tenemos en nuestro interior los elementos necesarios para producir fósforo. Es más, déjeme decirle algo que a nadie le he confiado. Mi abuela tenía una teoría muy interesante, decía que si bien todos nacemos con una caja de cerillos en nuestro interior, no los podemos encender solos, necesitamos, como en el experimento, oxígeno y la ayuda de una vela. Sólo que en este caso el oxígeno tiene que provenir, por ejemplo, del aliento de la persona amada; la vela puede ser cualquier tipo de alimento, música, caricia, palabra o sonido que haga disparar el detonador y así encender uno de los cerillos. Por un momento nos sentiremos deslumbrados por una intensa emoción. Se producirá en nuestro interior un agradable calor que irá desapareciendo poco a poco conforme pase el tiempo, hasta que venga una nueva explosión a reavivarlo. Cada persona tiene que descubrir cuáles son sus detonadores para poder vivir, pues la combustión que se produce al encenderse uno de ellos es lo que nutre de energía el alma. En otras palabras, esta combustión es su alimento. Si uno no descubre a tiempo cuáles son sus propios detonadores, la caja de cerillos se humedece y ya nunca podremos encender un solo fósforo.

»Si eso llega a pasar el alma huye de nuestro cuerpo, camina errante por las tinieblas más profundas tratando vanamente de encontrar alimento por sí misma, ignorante de que sólo el cuerpo que ha dejado inerme, lleno de frío, es el único que podría dárselo.

¡Qué ciertas eran estas palabras! Si alguien lo sabía era ella. Desgraciadamente, tenía que reconocer que sus cerillos estaban llenos de moho y humedad. Nadie podría volver a encender uno solo. Lo más lamentable era que ella sí conocía cuáles eran sus detonadores, pero cada vez que había logrado encender un fósforo se lo habían apagado inexorablemente.

John, como leyéndole el pensamiento, comentó:

—Por eso hay que permanecer alejados de personas que tengan un aliento gélido. Su sola presencia podría apagar el fuego más intenso, con los resultados que ya conocemos. Mientras más distancia tomemos de estas personas, será más fácil protegernos de su soplo.

Tomando una mano de Tita entre las suyas, fácil añadió:

—Hay muchas maneras de poner a secar una caja de cerillos húmeda, pero puede estar segura de que tiene remedio.

Tita dejó que unas lágrimas se deslizaran por su rostro. Con dulzura John se las secó con su pañuelo.

—Claro que también hay que poner mucho cuidado en ir encendiendo los cerillos uno a uno. Porque si por una emoción muy fuerte se llegan a encender todos de un solo golpe producen un resplandor tan fuerte que ilumina más allá de lo que podemos ver normalmente y entonces ante nuestros ojos aparece un túnel esplendoroso que nos muestra el camino que olvidamos al momento de nacer y que nos llama a reencontrar nuestro perdido origen divino. El alma desea reintegrarse al lugar de donde proviene, dejando al cuerpo inerte… Desde que mi abuela murió he tratado de demostrar científicamente esta teoría. Tal vez algún día lo logre. ¿Usted qué opina?

El doctor Brown guardó silencio, para darle tiempo a Tita de comentar algo si así lo deseaba. Pero su silencio era como de piedra.

—Bueno, no quiero aburrirla con mi plática. Vamos a descansar, pero antes de irnos quisiera enseñarle un juego que mi abuela y yo practicábamos con frecuencia. Aquí pasábamos la mayor parte del día y entre juegos me transmitió todos sus conocimientos.

»Ella era una mujer muy callada, así como usted. Se sentaba frente a esa estufa, con su gran trenza cruzada sobre la cabeza; y solía adivinar lo que yo pensaba. Yo quería aprender a hacerlo, así que después de mucho insistirle me dio la primera lección. Ella escribía utilizando una sustancia invisible, y sin que yo la viera, una frase en la pared. Cuando por la noche yo veía la pared, adivinaba lo que ella había escrito. ¿Quiere que hagamos la prueba?

Con esta información Tita se enteró de que la mujer con la que tantas veces había estado era la difunta abuela de John. Ya no tenía que preguntarlo.

El doctor tomó con un lienzo un pedazo de fósforo y se lo dio a Tita.

—No quiero romper la ley del silencio que se ha impuesto, así que como un secreto entre los dos, le voy a pedir que en cuanto yo salga usted me escriba en esta pared las razones por las que no habla, ¿de acuerdo? Mañana yo las adivinaré ante usted.

El doctor, por supuesto, omitió decirle a Tita que una de las propiedades del fósforo era la de hacer brillar por la noche lo que ella hubiera escrito en la pared. Obviamente, él no necesitaba de este subterfugio para conocer lo que ella pensaba, pero confiaba en que éste sería un buen comienzo para que Tita entablara nuevamente una comunicación consciente con el mundo, aunque ésta fuera por escrito. John percibía que ya estaba lista para ello. En cuanto el doctor salió, Tita tomó el fósforo y se acercó al muro.

En la noche, cuando John Brown entró al laboratorio, sonrió complacido al ver escrito en la pared con letras firmes y fosforescentes: «Porque no quiero.» Tita con estas tres palabras había dado el primer paso hacia la libertad.

Mientras tanto, Tita, con los ojos fijos en el techo, no podía dejar de pensar en las palabras de John: ¿sería posible hacer vibrar su alma nuevamente? Deseó con todo su ser que así fuera. Tenía que encontrar a alguien que lograra encenderle este anhelo. ¿Y si esa persona fuera John? Recordaba la placentera sensación que le recorrió el cuerpo cuando él la tomó de la mano en el laboratorio. No. No lo sabía. De lo único que estaba convencida es de que no quería volver al rancho. No quería vivir cerca de Mamá Elena nunca más.

Continuará

Siguiente receta
:

Caldo de colita de res

Caldo de colita de res

VII. Julio

INGREDIENTES:

2 colitas de res

1 cebolla

2 dientes de ajo

4 jitomates

¼ de kilo de ejotes

2 papas

4 chiles moritas

Manera de hacerse
:

Las colitas partidas se ponen a cocer con un trozo de cebolla, un diente de ajo, sal y pimienta al gusto. Es conveniente poner un poco más de agua de la que normalmente se utiliza para un cocido, teniendo en cuenta que vamos a preparar un caldo. Y un buen caldo que se respete tiene que ser caldoso, sin caer en lo aguado.

Los caldos pueden curar cualquier enfermedad física o mental, bueno, al menos ésa era la creencia de Chencha y Tita, que por mucho tiempo no le había dado el crédito suficiente. Ahora no podía menos que aceptarla como cierta.

Hacía tres meses, al probar una cucharada del caldo que Chencha le preparó y le llevó a la casa del doctor John Brown, Tita había recobrado toda su cordura.

Estaba recargada en el cristal, viendo a través de la ventana a Alex, el hijo de John, en el patio, corriendo tras unas palomas. Escuchó los pasos de John subiendo las escaleras, esperaba con ansia su acostumbrada visita. Las palabras de John eran su único enlace con el mundo. Si pudiera hablar y decirle lo importante que era para ella su presencia y su plática. Si pudiera bajar y besar a Alex como al hijo que no tenía y jugar con él hasta el cansancio, si pudiera recordar como cocinar tan siquiera un par de huevos, si pudiera gozar de un platillo cualquiera que fuera, si pudiera… volver a la vida. Un olor que percibió la sacudió. Era un olor ajeno a esta casa. John abrió la puerta y apareció ¡con una charola en las manos y un plato con caldo de colita de res!

¡Un caldo de colita de res! No podía creerlo. Tras John entró Chencha bañada en lágrimas. El abrazo que se dieron fue breve, para evitar que el caldo se enfriara. Cuando dio el primer sorbo, Nacha llegó a su lado y le acarició la cabeza mientras comía, como lo hacía cuando de niña ella se enfermaba y la besó repetidamente en la frente. Ahí estaban, junto a Nacha, los juegos de su infancia en la cocina, las salidas al mercado, las tortillas recién cocidas, los huesitos de chabacano de colores, las tortas de Navidad, su casa, el olor a leche hervida, a pan de natas, a champurrado, a comino, a ajo, a cebolla. Y como toda la vida, al sentir el olor que despedía la cebolla, las lágrimas hicieron su aparición. Lloró como no lo hacía desde el día en que nació. Qué bien le hizo platicar largo rato con Nacha. Igual que en los viejos tiempos, cuando Nacha aún vivía y juntas habían preparado infinidad de veces caldo de colita. Rieron al revivir esos momentos y lloraron al recordar los pasos a seguir en la preparación de esta receta. Por fin había logrado recordar una receta, al rememorar como primer paso, la picada de la cebolla.

La cebolla y el ajo se pican finamente y se ponen a freír en un poco de aceite; una vez que se acitronan se les incorporan las papas, los ejotes y el jitomate picado hasta que se sazonen.

John interrumpió estos recuerdos al entrar bruscamente en el cuarto, alarmado por el riachuelo que corría escaleras abajo.

Cuando se dio cuenta de que se trataba de las lágrimas de Tita, John bendijo a Chencha y a su caldo de colita por haber logrado lo que ninguna de sus medicinas había podido: que Tita llorara de esa manera. Apenado por la intromisión, se dispuso a retirarse. La voz de Tita se lo impidió. Esa melodiosa voz que no había pronunciado palabra en seis meses.

—¡John! ¡No se vaya, por favor!

John permaneció a su lado y fue testigo de cómo pasó Tita de las lágrimas a las sonrisas, al escuchar por boca de Chencha todo tipo de chismes e infortunios. Así se enteró el doctor de que Mamá Elena tenía prohibidas las visitas a Tita. En la familia De la Garza se podían perdonar algunas cosas, pero nunca la desobediencia ni el cuestionamiento de las actitudes de los padres. Mamá Elena no le perdonaría jamás a Tita que, loca o no loca, la hubiera culpado de la muerte de su nieto. Y al igual que con Gertrudis, tenía vetado inclusive el que se pronunciara su nombre. Por cierto, Nicolás había regresado hacía poco con noticias de ella.

Efectivamente la había encontrado trabajando en un burdel. Le había entregado su ropa y ella le había mandado una carta a Tita. Chencha se la dio y Tita la leyó en silencio:

Querida Tita:

No sabes cómo te agradezco el que me hayas enviado mi ropa. Por fortuna aún me encontraba aquí y la pude recibir. Mañana voy a dejar este lugar, pues no es el que me pertenece. Aún no se cuál será, pero sé que en alguna parte tengo que encontrar un sitio adecuado para mí. Si caí aquí fue porque sentía que un fuego muy intenso me quemaba por dentro, el hombre que me cogió en el campo prácticamente me salvó la vida. Ojalá lo vuelva a encontrar algún día. Me dejó porque sus fuerzas se estaban agotando a mi lado, sin haber logrado aplacar mi fuego interior. Por fin ahora, después de que infinidad de hombres han pasado por mí, siento un gran alivio. Tal vez algún día regrese a casa y te lo pueda explicar.

Te quiere tu hermana Gertrudis.

Tita guardó la carta en la bolsa de su vestido y no hizo el menor comentario. El que Chencha no le preguntara nada sobre el contenido de la carta indicaba claramente que ya la había leído al derecho y al revés.

Más tarde, entre Tita, Chencha y John secaron la recámara, las escaleras y la planta baja.

Al despedirse, Tita le comunicó a Chencha su decisión de no regresar nunca más al rancho y le pidió que se lo hiciera saber a su madre. Mientras Chencha cruzaba por enésima vez el puente entre Eagle Pass y Piedras Negras, sin darse cuenta, pensaba cuál sería la mejor manera de darle la noticia a Mamá Elena. Los celadores de ambos países la dejaron hacerlo, pues la conocían desde niña. Además resultaba de lo más divertido verla caminar de un lado a otro hablando sola y mordisqueando su rebozo. Sentía que su ingenio para inventar estaba paralizado por el terror.

Cualquier versión que diera de seguro iba a enfurecer a Mamá Elena. Tenía que inventar una en la cual ella, al menos, saliera bien librada. Para lograrlo tenía que encontrar una excusa que disculpara la visita que le había hecho a Tita. Mamá Elena no se tragaría ninguna. ¡Como si no la conociera! Envidiaba a Tita por haber tenido el valor de no regresar al rancho. Ojalá ella pudiera hacer lo mismo, pero no se atrevía. Desde niña había oído hablar de lo mal que les va a las mujeres que desobedecen a sus padres o a sus patrones y se van de la casa. Acaban revolcadas en el arroyo inmundo de la vida galante. Nerviosa daba vueltas y vueltas a su rebozo, tratando de exprimirle la mejor de sus mentiras para estos momentos. Nunca antes le había fallado. Al llegar a las cien retorcidas al rebozo siempre encontraba el embuste apropiado para la ocasión. Para ella mentir era una práctica de supervivencia que había aprendido desde su llegada al rancho. Era mucho mejor decir que el padre Ignacio la había puesto a recoger las limosnas, que reconocer que se le había tirado la leche por estar platicando en el mercado. El castigo al cual uno se hacía merecedora era completamente diferente.

Total todo podía ser verdad o mentira, dependiendo de que uno se creyera las cosas verdaderamente o no. Por ejemplo, todo lo que había imaginado sobre la suerte de Tita no había resultado cierto.

Todos estos meses se los había pasado angustiada pensando en los horrores por los que estaría pasando fuera de la cocina de su casa. Rodeada de locos gritando obscenidades, atada por una camisa de fuerza y comiendo quién sabe qué tipo de comida horrenda fuera de casa. Imaginaba la comida de un manicomio gringo, para acabarla de amolar, como lo peor del mundo. Y la verdad, a Tita la había encontrado bastante bien, nunca había puesto un pie en un manicomio, se veía que la trataban de lo más bien en casa del doctor y no ha de haber comido tan mal, pues le notaba hasta unos kilitos de más. Pero eso sí, por mucho que hubiera comido, nunca le habían dado algo como el caldo de colita. De eso sí podía estar bien segura, si no, ¿por qué había llorado tanto cuando lo comió?

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