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Authors: Laura Esquivel

Tags: #Drama, romántico

Como agua para chocolate (12 page)

BOOK: Como agua para chocolate
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Pobre Tita, de seguro ahora que la había dejado estaría llorando nuevamente, atormentada por los recuerdos y la idea de no volver a cocinar al lado de Chencha nunca más. Sí, de seguro estaría sufriendo mucho. Nunca se le hubiera ocurrido imaginarla como realmente estaba, bellísima, luciendo un vestido de raso tornasol con encajes, cenando a la luz de la luna y recibiendo una declaración de amor. Para la mente sufridora y exagerada de Chencha esto hubiera sido demasiado. Tita estaba sentada cerca de una fogata asando un malvavisco. A su lado John Brown le proponía matrimonio. Tita había aceptado acompañar a John a una lunada en un rancho vecino para festejar que le acababa de dar de alta. John le había regalado un hermoso vestido que desde hacía tiempo había comprado en San Antonio, Texas, para este momento. Su color tornasol le hacia recordar el plumaje que las palomas tienen en el cuello, pero ya sin ninguna asociación dolorosa con el lejano día en que se encontró en el palomar. Francamente, estaba completamente recuperada y dispuesta a iniciar una nueva vida al lado de John. Con un tierno beso en los labios sellaron su compromiso. Tita no sintió lo mismo que cuando Pedro la había besado, pero esperaba que su alma por tanto tiempo enmohecida lograra poco a poco encenderse con la cercanía de este hombre tan maravilloso.

¡Por fin, después de haber caminado tres horas, Chencha tenía ya la respuesta! Como siempre había encontrado la mentira idónea. Le diría a Mamá Elena que paseando por Eagle Pass se había encontrado en una esquina a una limosnera con la ropa sucia y desgarrada. Que la compasión la había hecho acercársele para darle 10 centavos, y que azorada descubrió que se trataba de Tita. Se había escapado del manicomio y vagaba por el mundo pagando la culpa de haber insultado a su madre. Ella la había invitado a regresar, pero Tita se había negado. No se sentía merecedora de vivir nuevamente al lado de tan buena madre y le había pedido que por favor le dijera a su mamá que la quería mucho y que nunca olvidaría lo mucho que siempre había hecho por ella, prometiendo que en cuanto se hiciera una mujer de bien regresaría a su lado para darle todo el amor y el respeto que Mamá Elena se merecía.

Chencha pensaba cubrirse de gloria con esta mentira, pero por desgracia no lo pudo lograr. Esa noche, al llegar a la casa un grupo de bandoleros atacó el rancho. A Chencha la violaron y Mamá Elena, al tratar de defender su honor, recibió un fuerte golpe en la espalda y éste le provocó una paraplejia que la paralizó de la cintura para abajo. En esas condiciones no estaba como para recibir ese tipo de noticias, ni Chencha como para darlas.

Por otro lado estuvo bien que no le hubiera dicho nada, pues con el retorno de Tita al rancho al conocer la desgracia, su piadosa mentira se habría venido a pique ante la esplendorosa belleza y energía que Tita irradiaba. Su madre la recibió en silencio. Y por primera vez Tita le sostuvo firmemente la mirada y Mamá Elena retiró la suya. Había en la mirada de Tita una luz extraña.

Mamá Elena desconocía a su hija. Sin palabras se hicieron mutuos reproches y con esto se rompió entre ellas el hasta entonces fuerte lazo de sangre y obediencia que las unía y que ya nunca se restablecería. Por tanto, intentó de todo corazón atenderla lo mejor posible. Con mucho cuidado preparaba la comida para su madre y en especial el caldo de colita, con la sana intención de que le sirviera como a ella para recuperarse totalmente.

Vació el caldillo ya sazonado con las papas y los ejotes en la olla donde había puesto a cocer las colitas de res.

Ya que se vacía, sólo hay que dejar hervir por media hora todos los ingredientes juntos. En seguida se retira del fuego y se sirve bien caliente.

Tita sirvió el caldo y se lo subió a su madre en una hermosa charola de plata cubierta con una servilleta de algodón, bellamente deshilada y perfectamente blanqueada y almidonada.

Tita esperaba con ansiedad la reacción positiva de su madre en cuanto diera el primer sorbo, pero por el contrario Mamá Elena escupió el alimento sobre la colcha y a gritos le pidió a Tita que inmediatamente le retirara de su vista esa charola.

—Pero ¿por qué?

—Porque está asquerosamente amargo, no lo quiero. ¡Llévatelo! ¿No me oíste?

Tita en lugar de obedecerla dio media vuelta tratando de ocultar a los ojos de su madre el sentimiento de frustración que experimentaba. Escapaba a su comprensión el que un ser, independiente del parentesco que pudiera tener con otro, así no más, con la mano en la cintura rechazara de una manera tan brutal una atención. Porque estaba segura de que el caldo estaba exquisito. Ella misma lo había probado antes de subirlo. No podía ser de otra manera, pues había puesto mucho cuidado al prepararlo.

Se sentía verdaderamente una estúpida por haber regresado al rancho para atender a su madre. Lo mejor hubiera sido quedarse en casa de John sin pensar nunca más en la suerte que pudiera correr Mamá Elena. Pero los remordimientos no la hubieran dejado. La única manera de liberarse realmente de ella sería con la muerte y Mamá Elena aún no tenía para cuándo.

Sentía ganas de correr lejos, muy lejos para proteger de la gélida presencia de su madre el pequeño fuego interior que John con trabajos había logrado encender. Era como si el escupitajo de Mamá Elena hubiera caído justo en el centro de la incipiente hoguera y la hubiera extinguido. Sufría dentro de sí los efectos del apagón; el humo le subía a la garganta y se le arremolinaba en un nudo espeso, que le nublaba la vista y le producía lagrimeo.

Bruscamente abrió la puerta y corrió, en el preciso momento en que John llegaba a realizar su visita médica. Chocaron intempestivamente. John la sostuvo en sus brazos justo a tiempo para evitar que cayera. Su cálido abrazo salvó a Tita de una congelación, fueron sólo unos instantes los que estuvieron unidos pero los suficientes como para reconfortarle el alma. Tita estaba empezando a dudar si esta sensación de paz y seguridad que John le daba era el verdadero amor, y no el ansia y el sufrimiento que experimentaba al lado de Pedro. Con verdadero esfuerzo se separó de John y salió de la recámara.

—¡Tita, ven acá! ¡Te dije que te llevaras esto!

—Doña Elena, no se altere por favor, le hace daño. Yo le quito esa charola, pero dígame ¿no tiene deseos de comer?

Mamá Elena le pidió al doctor que cerrara la puerta con llave y casi en secreto le externó su inquietud respecto a lo amargo de la comida. John le respondió que tal vez se debía al efecto de las medicinas que estaba tomando.

—De ninguna manera, doctor, si fuera la medicina todo el tiempo tendría ese sabor en la boca y no es así. Algo me están dando con la comida. Curiosamente desde que Tita regresó. Necesito que lo investigue.

John, sonriendo ante la maliciosa insinuación, se acercó a probar el caldo de colita que le habían llevado y que estaba intacto en la charola.

—A ver, vamos a descubrir qué le están poniendo en la comida. ¡Mmmmm! Qué delicia. Esto tiene ejotes, papas, chile y… no logro distinguir bien… qué tipo de carne es.

—No estoy para juegos, ¿no siente un sabor amargo?

—No, doña Elena, para nada. Pero si quiere lo mando analizar. No quiero que se preocupe. Pero mientras me dan los resultados tiene que comer.

—Entonces mándeme una buena cocinera.

—¡Pero cómo! Si tiene en casa a la mejor. Tengo entendido que su hija Tita es una cocinera excepcional. Un día de estos voy a pedirle su mano.

—¡Ya sabe que ella no se puede casar! —exclamó presa de una furiosa agitación.

John guardó silencio. No le convenía irritar más a Mamá Elena. Ni tenía caso puesto que estaba plenamente convencido de que él se casaría con Tita con o sin la autorización de ella. Sabía también que ahora a Tita le tenía muy sin cuidado su absurdo destino y que en cuanto cumpliera 18 años se casarían. Dio por terminada la visita, pidiéndole calma a Mamá Elena y prometiéndole que al día siguiente le mandaría una nueva cocinera. Y así lo hizo, pero Mamá Elena ni siquiera se dignó a recibirla. El comentario del doctor sobre la idea de pedir la mano de Tita le había abierto los ojos.

De seguro que entre los dos había surgido una relación amorosa.

Desde hacía tiempo sospechaba que Tita deseaba que ella desapareciera de este mundo para así poderse casar libremente, no una sino mil veces si le daba la gana. Este deseo lo percibía como una presencia constante entre ellas, en cada roce, en cada palabra, en cada mirada. Pero ahora no le cabía la menor duda de que Tita intentaba envenenarla poco a poco para poder casarse con el doctor Brown. Por tanto, desde ese día se negó terminantemente a comer nada que Tita hubiera cocinado. Le ordenó a Chencha que se hiciera cargo de la preparación de su comida. Sólo ella y nadie más podía llevársela y la tenía que probar en su presencia antes de que Mamá Elena se animara a comerla.

La nueva disposición no afectó para nada a Tita, es más, fue para ella un alivio el delegar en Chencha la penosa obligación de atender a su madre y así tener libertad para empezar a bordar las sábanas para su ajuar de novia. Había decidido casarse con John en cuanto su madre estuviera mejor.

La que sí se vio muy afectada por la orden fue Chencha. Aún se estaba restableciendo física y emocionalmente del brutal ataque del que fue objeto. Y aunque aparentemente se veía beneficiada al no tener que realizar ninguna otra tarea más que la de hacer la comida y llevársela a Mamá Elena, no era así. Al principio recibió con gusto la noticia, pero en cuanto empezaron los gritos y los reproches se dio cuenta de que no hay pan que no cueste una torta.

Un día en que había ido a que el doctor John Brown le quitara las costuras que le había tenido que hacer, pues había sufrido un desgarre durante la violación, Tita preparó la comida en su lugar.

Creyeron que podrían engañar a Mamá Elena sin mayor problema. A su regreso Chencha le llevó la comida y la probó como siempre lo hacía, pero al dársela a comer a ella, Mamá Elena de inmediato detectó el sabor amargo. Con enojo lanzó la charola al piso y corrió a Chencha de la casa, por haber intentado burlarse de ella.

Chencha se aprovechó de este pretexto para irse a pasar unos días a su pueblo. Necesitaba olvidarse del asunto de la violación y de la existencia de Mamá Elena. Tita trató de convencerla de que no le hiciera caso a su mamá. Tenía muchos años de conocerla y ya sabía muy bien cómo manejarla.

—¡Si niña, pero
òrita pà
que quiero más
agrura
, si con el mole tengo! Déjame ir, no seas ingrata.

Tita la abrazó y la consoló como lo había hecho todas las noches desde su regreso. No veía la manera de sacar a Chencha de su depresión y de la creencia de que ya nadie se casaría con ella después del violento ataque que sufrió por parte de los bandoleros.

—Ya ves cómo son los hombres. Toditos dicen que plato de segunda mesa ni en otra vida, ¡menos en ésta!

Al ver su desesperación, Tita decidió dejarla ir. Por experiencia sabía que si permanecía en el rancho y cerca de su madre no tendría salvación. Sólo la distancia podría hacerla sanar. Al otro día la mandó con Nicolás a su pueblo.

Tita entonces se vio en la necesidad de contratar una cocinera. Pero ésta se fue de la casa a los tres días de haber llegado. No soportó las exigencias ni los malos modos de Mamá Elena. Entonces buscaron a otra, que sólo duró dos días y a otra y a otra, hasta que no quedó ninguna en el pueblo que quisiera trabajar en la casa. La que más duró fue una muchacha sordomuda: aguantó 15 días, pero se fue porque Mamá Elena le había dicho en señas que era una mensa.

Entonces a Mamá Elena no le quedó otra que comer lo que Tita cocinaba, pero lo hacía con las debidas precauciones. Aparte de exigir que Tita probara la comida antes que ella, siempre pedía que le llevara un vaso de leche tibia con cada comida y se lo tomaba antes de ingerir los alimentos, para contrarrestar los efectos del amargo veneno, que según ella, percibía disuelto en la comida. Algunas veces sólo esta medida era suficiente, pero en ocasiones sentía vivos dolores en el vientre, entonces se tomaba, además, un trago de vino de ipecacuana y otro de cebolla de albarrana como vomitivo. No fue por mucho tiempo. Al mes murió Mamá Elena presa de unos dolores espantosos acompañados de espasmos y convulsiones intensas. En un principio, Tita y John no se explicaban esta extraña muerte, pues aparte de la paraplejia Mamá Elena clínicamente no tenía ninguna enfermedad. Pero al revisar su buró encontraron el frasco de vino de ipecacuana y dedujeron que de seguro Mamá Elena lo había estado tomando a escondidas. John le hizo saber a Tita que este vomitivo es tan fuerte que puede provocar la muerte.

Tita no podía quitarle la vista al rostro de su madre durante el velorio. Hasta ahora, después de muerta, la veía por primera vez y la empezaba a comprender. Quien la viera podría fácilmente confundir esa mirada de reconocimiento con una mirada de dolor, pero Tita no sentía dolor alguno. Ahora comprendía el significado de la frase de «fresca como una lechuga», así de extraña y lejana se debería sentir una lechuga ante su repentina separación de otra lechuga con la que hubiera crecido. Sería ilógico esperar que sufriera por la separación de esa lechuga con la que nunca había podido hablar ni establecer ningún tipo de comunicación y de la que sólo conocía las hojas exteriores, ignorando que en su interior había muchas otras escondidas. No podía imaginar a esa boca con rictus amargo besando con pasión, ni esas mejillas ahora amarillentas, sonrosadas por el calor de una noche de amor. Y, sin embargo, así había sido alguna vez. Y Tita lo había descubierto ahora, demasiado tarde y de una manera meramente circunstancial. Cuando Tita la estaba vistiendo, para el velorio, le quitó de la cintura el enorme llavero que como una cadena la había acompañado desde que ella recordaba. En la casa todo estaba bajo llave y bajo estricto control. Nadie podía sacar ni una taza de azúcar de la despensa sin la autorización de Mamá Elena. Tita conocía las llaves de todas las puertas y escondrijos. Pero además del enorme llavero, tenía colgado al cuello un pequeño dije en forma de corazón y dentro de él había una pequeña llave que le llamó la atención. De inmediato, relacionó la llave con la cerradura indicada. De niña, un día jugando a las escondidillas se había metido en el ropero de Mamá Elena. Entre las sábanas había descubierto un pequeño cofre. Mientras Tita esperaba que la fueran a buscar trató inútilmente de abrirlo, pues estaba bajo llave. Mamá Elena a pesar de no estar jugando a las escondidas fue quien la encontró al abrir el ropero. Había ido por una sábana o algo así y la cogió con las manos en la masa. La castigó en el granero y la pena consistió en desgranar 100 elotes. Tita sintió que la falta no ameritaba el castigo tan grande, esconderse con zapatos entre las sábanas limpias no era para tanto. Y ahora, muerta su madre, mientras leía las cartas que contenía el cofre, se daba cuenta de que no había sido castigada por eso, sino por haber intentado ver el contenido del cofre, y que el castigo sí era para tanto.

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