Escuchemos ahora a los adolescentes.
«Hizo algo incorrecto», dijo Gary Wagner, de 15 años, estudiante de segundo año del instituto John Adams. «No deberías chivarte de tus amigos, mejor le valdría largarse a Florida.»
«Bobby Riley ya no tiene amigos: es un soplón y lo digo en voz bien alta», dijo Jody Aramo, de 16 años, una estudiante de penúltimo curso.
«Ésta es mi mejor amiga», dijo una chica frente al instituto John Adams, abrazando a otra chica que, al igual que ella, tenía el pelo castaño ondulado y llevaba una chaqueta de tela vaquera. «De ninguna manera me chivaría de ella, no importa de qué se tratara. Tu amiga es tu amiga. ¿Quieres que tu amiga se pase la vida en la cárcel?»
El artículo del Times concluye: «De momento, para la mayoría de adolescentes de Howard Beach, las lecciones de este caso parecen haber tenido mucho más que ver con lo que ellos consideran el pecado de perfidia antes que sobre las virtudes de decir la verdad»
[9]
.
En este caso el conflicto no es simplemente entre la lealtad a los amigos y las obligaciones morales hacia la sociedad. Bobby Riley no era un espectador inocente. La persona que decidió si protegía o no a sus amigos también era culpable del mismo crimen. El deseo de rectificar o de cumplir con sus obligaciones morales puede que no fuera todo lo que ocupaba la mente de Bobby Riley. Puede que hubiera esperado una sentencia menor como compensación a su testimonio. Cuando se publicó el artículo que he citado, Riley era el único de los doce sospechosos que no se encontraba esperando el juicio en la cárcel.
Aunque los motivos de Riley pueden haber sido complejos, sigue existiendo el hecho de que los padres y los jóvenes ofrecieron perspectivas completamente diferentes sobre el tema de proteger a un delator.
MENTIR PARA PROTEGER A SEMEJANTES
En nuestras entrevistas exploramos las actitudes de los chicos sobre el delatar a un compañero cuando ellos, al contrario que Riley, no habían participado en la ofensa. Diciendo la verdad no ganaban nada en términos de evitar el castigo. Les hicimos la siguiente pregunta: «Si un profesor te preguntara si tu amigo había roto el magnetófono de la escuela, y tú supieras que sí, ¿delatarías a tu amigo?».
Menos de un tercio de los chicos entrevistados dijeron que sí lo harían. La decisión no resultó fácil para la mayoría de ellos. Estas son algunas de las respuestas más típicas:
«Depende de si hubiera sido un accidente.»
«Tus amigos son más importantes que un magnetófono roto.»
«¿Era muy caro?»
«¿Están culpando a otro (una persona inocente) por ello?»
«¿Él/ella (la persona que lo rompió) me había delatado a mí alguna vez?»
Estos niños están sopesando las exigencias morales en conflicto al decidir lo que deberían hacer. A su manera están intentando descubrir el motivo del infractor, la extensión del daño, la reciprocidad y la lealtad, y también si algún inocente pudiera resultar afectado.
Un día, en una clase de historia en un instituto de clase media, se pudo ver cómo los niños resuelven el conflicto entre la lealtad hacia sus semejantes y las obligaciones hacia los padres. El profesor tuvo que salir de clase para atender una llamada telefónica importante. Uno de los estudiantes se levantó de su asiento, fue hacia el frente de la clase, dejó caer su chicle en la papelera y cogió setenta y cinco centavos del dinero del profesor, que estaba sobre la mesa. Al ponerse el dinero en el bolsillo, exclamó: «Eh, ¿qué os parece eso?», y volvió a su sitio.
Los otros estudiantes de la clase no lo sabían, pero el incidente fue preparado por dos psicólogos como parte de un experimento diseñado para investigar la lealtad hacia los semejantes. El estudiante que cogió el dinero fue lo que los psicólogos llaman un confederado, alguien que sigue las instrucciones del investigador. Los doctores Herbert Harari y John McDavid, los científicos que llevaron a cabo este estudio, reclutaron a dos confederados para que robaran los setenta y cinco centavos. El así llamado confederado de condición alta era un estudiante cuyo nombre aparecía con mayor frecuencia cuando se pedía a los alumnos que dieran cinco nombres de estudiantes que consideraran merecedores de representar a la clase en un banquete para representantes escolares. El confederado de «condición baja» era un estudiante cuyo nombre nunca aparecía en esas listas. En una clase el confederado que cogió el dinero fue el de condición alta, y en la otra clase el de condición baja.
Posteriormente, los estudiantes de ambas clases fueron llamados y entrevistados solos o por parejas por uno de los psicólogos. Se les formularon tres preguntas: «¿Sabes si alguien cogió hoy algún dinero que había en la mesa del profesor? ¿Sabes quién lo hizo? Si es así, ¿quién fue?».
Todos los estudiantes entrevistados individualmente dijeron la verdad. Independientemente de si el estudiante que había cogido el dinero era el de condición alta o baja, nadie mintió. No obstante, la situación cambió al ser entrevistados por parejas. En este caso, dijeran lo que dijeran, uno de sus compañeros lo sabría: ¡presión entre semejantes! En el caso del culpable de condición alta, nadie dijo la verdad. Todos negaron que sabían que se había robado dinero y quién era el que lo había cogido. El culpable de condición baja no fue protegido. Todos dijeron la verdad y lo mencionaron a él. Se obtuvieron los mismos resultados en un segundo experimento, en el que se llevó a cabo otro tipo de transgresión
[10]
.
Pero como muchos padres saben, algunos niños resisten mejor la presión de sus semejantes que otros. Más adelante examinaré lo que sabemos sobre los motivos por los cuales un niño cede ante la presión de su compañero más que otro.
Los padres sí esperan que los niños se delaten a ellos mismos, que revelen sus propias malas acciones, aun cuando sepan que van a tener problemas por ello. Eso es lo que yo esperaba que Tom hiciera con su fiesta. Eso es lo que sigo esperando de él si se mete en líos en la escuela. No es una expectativa fácil, lo reconozco, pero espero que por el hecho de saber que debe decírnoslo a los padres, existirán menos posibilidades de que tenga un comportamiento problemático. Siempre que puedo, intento también no castigarle, o imponerle un castigo más leve, en las ocasiones en que es sincero, antes que cuando oculta cualquier transgresión.
MENTIRAS DE «ACOGERSE A LA QUINTA ENMIENDA»
No se espera de los adultos que se incriminen a ellos mismos ante un tribunal, pero el niño no se puede acoger a la quinta enmienda ante el tribunal de sus padres. Una salida para el niño es creer que no tiene necesidad de aportar información voluntariamente, que solamente debe darla cuando se le pide directamente. «No contestar no es mentir», me dijo una chica de doce años. Incluso mejor, puede excusarse creyendo que ni su padre ni su madre quieren saberlo en realidad. Esa línea de defensa no aparece normalmente hasta la adolescencia; y no se acaba ahí. La asesora y columnista Ann Landers suele decir a su público adulto que no confiesen infidelidades pasadas, que dejen las cosas tal como están.
Betsy, de dieciséis años, me dijo que nunca había mentido a sus padres sobre haber tenido relaciones sexuales. Nunca se lo habían preguntado, así que no se lo había dicho. «Sí, claro, mamá me dijo una vez que no lo hiciera, y me habló de enfermedades y de embarazos y cosas así, pero de eso hace ya dos años. Y mamá nunca me pregunta, ni cuando llego muy tarde a casa, quiero decir realmente tarde, nunca pregunta, sólo me dice: «¿Te lo has pasado bien?».
Betsy cree que sus padres no quieren saber sobre su vida sexual o si no le preguntarían. Yo no podía saber si Betsy tiene razón sin preguntárselo a sus padres, lo cual sería una violación de su confianza. Pero algunos padres a quienes he mencionado el tema dicen que sí quisieran saber.
Si los padres de Betsy realmente no quieren saber, ¿acaso está mintiendo ella por no ofrecer voluntariamente la información? Ciertamente les está engañando, y además de manera deliberada, y por lo tanto debemos llamarlo una mentira. Pero si sus padres realmente quieren ser engañados, entonces no es una mentira grave; se parece más a la buena educación. Enseñamos tacto a nuestros hijos, lo cual significa no decir lo que saben que es cierto, como en: «Este es un regalo muy soso, abuela». Y a veces les animamos a decir lo que saben que es falso, como: «¡Muchísimas gracias! Realmente quería una corbata». La razón por la cual consideramos que eso es tacto y educación y no una mentira no es solamente porque no hiere los sentimientos de la otra persona. Muchas mentiras tienen también ese propósito. No es ningún placer para los padres descubrir que su hijo se portó mal en la escuela, pero si se esconde el mal comportamiento no lo llamarían tacto ni educación. El niño sabe que el padre o la madre esperan que les informe de tales incidentes. Todo el mundo sabe que, por tacto y educación, no siempre decimos la verdad literal. Fingimos halagar, aprobar y mostrar interés. A todos nos enseñan las reglas de bien pequeños.
En casos de mentiras como la de Betsy, las reglas no están tan bien definidas y no todos los padres se pondrían de acuerdo en su definición. Podemos creer que alguien no desea saber la verdad porque eso nos hace más fácil hacer aquello que sabemos que desaprueban sin sentirnos culpables por ello. Si la otra persona no ha sido perfectamente clara al definir qué espera exactamente que se le diga —y normalmente los padres no lo son, ni con sus hijos ni entre ellos— y no existe ninguna regla social clara que todo el mundo conozca y acepte, resulta fácil justificar las mentiras por ocultación.
Sospecho que los padres de Betsy tienen sentimientos conflictivos. Como la mayoría de padres, quieren saber lo que está haciendo Betsy para así intentar protegerla, pero también se sienten turbados por hablar con ella de su actividad sexual. Y tienen miedo de que si descubren que está teniendo relaciones sexuales e intentan detenerla, les desobedecerá y ya no podrán controlarla. Dados estos sentimientos, actúan de una manera indiferente y tentativa, que Betsy interpreta como que no les importa. Es fácil para mí decir que deberían atreverse y preguntarle a su hija si tiene o no relaciones sexuales, porque yo no tengo estos sentimientos conflictivos. Si pueden soportar hablar con ella, Betsy sabrá que les importa a sus padres, y puede que entonces puedan aconsejarla sobre la manera más segura de practicar el sexo, o sobre castidad.
MENTIRAS QUE AUMENTAN LA PROPIA CATEGORÍA: PRESUMIR, ALARDEAR
El presumir o exagerar es otra de las mentiras más comunes tanto en niños como en adultos. El motivo es el mismo: aumentar la propia condición o categoría, aparecer ante los demás como más importante, glamoroso y estimulante. El relato exagerado suele ser más interesante y halagador que el que no se adorna. En toda exageración hay un fragmento de verdad que se embellece y exhibe. En el engaño, lo que se cuenta es totalmente falso: el alarde es sobre algo que nunca ocurrió. Tanto los niños como los adultos son capaces de inventarse un relato mucho más entretenido del que la vida real les ofrece.
Una amiga mía, que es maestra, me contó sobre Samantha, una niña de siete años que nos puede servir de ejemplo para este estilo de alarde. Mi amiga llegó a la conclusión de que Samantha, la más joven de varios hermanos, exageraba las historias como forma de distinguirse de sus otros hermanos. Una vez llevó una camiseta estampada a la escuela y le dijo a mi amiga que todos los miembros de su familia iban a llevar camisetas como la suya a la boda de su tío, en la cual ella iba a ser la niña que llevara las flores. Su tío, dijo Samantha, era ciego. También comentó que tenía tres empleos. Algunas semanas más tarde, en una charla para padres, mi amiga le preguntó a la madre de Samantha cómo iban los preparativos de la boda. «¿Qué boda?», replicó la madre. La realidad era que el tío se iba a vivir con su amiga, pero no se casaba, ni tampoco era ciego, y solamente tenía un empleo, el de contable. «Creo que contaba esas historias porque sabía que en mí tenía a un público crédulo», me dijo mi amiga.
Es difícil resistirse a ser un actor si uno tiene talento natural para contar historias. La mayoría de personas consideran que estas mentiras son triviales, mentirijillas o mentiras piadosas. No hacen daño a nadie (excepto quizás al mentiroso, si después se olvida de lo que realmente ocurrió). Algunas personas desaprueban estas mentiras porque creen que la mentira es una pendiente resbaladiza. Muchas veces se dice, tanto de niños como de adultos, que si adquieren el hábito de contar mentiras inofensivas, terminarán contando otras más graves que pueden dañar a otros. Nadie sabe si esto es cierto. Sobre ello, al igual que sobre muchas otras creencias sobre el tema de la mentira, no se ha hecho ninguna investigación definitiva.
MENTIRAS PARA PROTEGER LA INTIMIDAD
El deseo de obtener o mantener la intimidad es otra razón frecuente por la cual mienten los niños. Ello es especialmente cierto en los niños de más edad. Algunos padres mienten a sus hijos por la misma razón. Cuando el niño oye un intercambio amoroso o una pelea a través de la puerta del dormitorio, los padres normalmente ocultan la verdad con un relato falso. «Ese ruido no fue nada, tu padre que tropezó.» «Nadie gemía, te lo debes haber imaginado.» «No estaba gritando, sólo le estaba contando a tu madre cómo uno le gritó al jefe.»
Los padres sí tienen la opción de evitar esas mentiras, y decir en su lugar: «No puedo responder a esa pregunta», o: «No es asunto tuyo». Éste es un derecho que muy pocos padres conceden a sus hijos. Cuando lo hacen, puede ocurrir sin tener que expresarlo, como cuando los padres aprenden a no preguntar a sus hijos adolescentes ciertas cuestiones para que éstos no se vean tentados a mentir. (Cuando Tom leyó este trozo del libro, subrayó la última frase. «Eso es realmente importante», dijo).
En algún punto del desarrollo del niño, los padres tendrán que concederle el derecho a controlar el acceso a informaciones personales. Todos necesitamos disponer de intimidad y poder tomar la decisión sobre quién sabe qué de ella. La necesidad de esa intimidad por parte del niño que está creciendo, y su independencia del control paterno, entran en conflicto con la necesidad paterna de proteger a su hijo de cualquier mal.
MENTIRAS DE PODER
Otro motivo para mentir, que normalmente no es importante hasta la adolescencia pero que puede aparecer mucho antes, es poner a prueba y retar a la autoridad. Una mentira con éxito establece el poder del niño, tanto ante el niño como ante el padre que sospecha que el niño le ha mentido pero no puede probarlo. En los niños de menor edad eso puede aparecer primero como una broma o un truco. Cuando mi hija Eve tenía cuatro años y medio, empezó a tomarme el pelo en broma para ver si era lo suficientemente crédulo para creerme sus descaradas mentiras. Recuerdo muy bien una de las primeras veces que lo intentó.