Cómo nos venden la moto (4 page)

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Authors: Ignacio Ramonet Noam Chomsky

BOOK: Cómo nos venden la moto
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Tenemos así, pues, uno de los métodos con el cual se puede evitar que el rebaño desconcertado preste atención a lo que está sucediendo a su alrededor, y permanezca distraído y controlado. Recordemos que la operación terrorista internacional más importante llevada a cabo hasta la fecha ha sido la operación Mongoose, a cargo de la administración Kennedy, a partir de la cual este tipo de actividades prosiguieron contra Cuba. Parece que no ha habido nada que se le pueda comparar ni de lejos, a excepción quizás de la guerra contra Nicaragua, si convenimos en denominar aquello también terrorismo. El Tribunal de La Haya consideró que aquello era algo más que una agresión.

Cuando se trata de construir un monstruo fantástico siempre se produce una ofensiva ideológica, seguida de campañas para aniquilarlo. No se puede atacar si el adversario es capaz de defenderse: sería demasiado peligroso. Pero si se tiene la seguridad de que se le puede vencer, quizá se le consiga despachar rápido y lanzar así otro suspiro de alivio.

Percepción selectiva

Esto ha venido sucediendo desde hace tiempo. En mayo de 1986 se publicaron las memorias del preso cubano liberado Armando Valladares, que causaron rápidamente sensación en los medios de comunicación. Voy a brindarles algunas citas textuales. Los medios informativos describieron sus revelaciones como «el relato definitivo del inmenso sistema de prisión y tortura con el que Castro castiga y elimina a la oposición política». Era «una descripción evocadora e inolvidable» de las «cárceles bestiales, la tortura inhumana [y] el historial de violencia de estado [bajo] todavía uno de los asesinos de masas de este siglo», del que nos enteramos, por fin, gracias a este libro, que «ha creado un nuevo despotismo que ha institucionalizado la tortura como mecanismo de control social» en el «infierno que era la Cuba en la que [Valladares] vivió». Esto es lo que apareció en el
Washington Post
y el
New York Times
en sucesivas reseñas. Las atrocidades de Castro —descrito como un «matón dictador»— se revelaron en este libro de manera tan concluyente que «solo los intelectuales occidentales fríos e insensatos saldrán en defensa del tirano», según el primero de los diarios citados. Recordemos que estamos hablando de lo que le ocurrió a un hombre. Y supongamos que todo lo que se dice en el libro es verdad. No le hagamos demasiadas preguntas al protagonista de la historia. En una ceremonia celebrada en la Casa Blanca con motivo del Día de los Derechos Humanos, Ronald Reagan destacó a Armando Valladares e hizo mención especial de su coraje al soportar el sadismo del sangriento dictador cubano. A continuación, se le designó representante de los Estados Unidos en la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Allí tuvo la oportunidad de prestar notables servicios en la defensa de los gobiernos de El Salvador y Guatemala en el momento en que estaban recibiendo acusaciones de cometer atrocidades a tan gran escala que cualquier vejación que Valladares pudiera haber sufrido tenía que considerarse forzosamente de mucha menor entidad. Así es como están las cosas.

La historia que viene ahora también ocurría en mayo de 1986, y nos dice mucho acerca de la fabricación del consenso. Por entonces, los supervivientes del Grupo de Derechos Humanos de El Salvador —sus líderes habían sido asesinados— fueron detenidos y torturados, incluyendo al director, Herbert Anaya. Se les encarceló en una prisión llamada La Esperanza, pero mientras estuvieron en ella continuaron su actividad de defensa de los derechos humanos, y, dado que eran abogados, siguieron tomando declaraciones juradas. Había en aquella cárcel 432 presos, de los cuales 430 declararon y relataron bajo juramento las torturas que habían recibido: aparte de la picana y otras atrocidades, se incluía el caso de un interrogatorio, y la tortura consiguiente, dirigido por un oficial del ejército de los Estados Unidos de uniforme, al cual se describía con todo detalle. Ese informe —160 páginas de declaraciones juradas de los presos— constituye un testimonio extraordinariamente explícito y exhaustivo, acaso único en lo referente a los pormenores de lo que ocurre en una cámara de tortura. No sin dificultades se consiguió sacarlo al exterior, junto con una cinta de video que mostraba a la gente mientras testificaba sobre las torturas, y la
Marin
County Interfaith Task Force
(Grupo de trabajo multiconfesional Marin County) se encargó de distribuirlo. Pero la prensa nacional se negó a hacer su cobertura informativa y las emisoras de televisión rechazaron la emisión del video. Creo que como mucho apareció un artículo en el periódico local de Marin County, el
San Francisco Examiner.
Nadie iba a tener interés en aquello. Porque estábamos en la época en que no eran pocos
los intelectuales insensatos y ligeros de cascos
que estaban cantando alabanzas a José Napoleón Duarte y Ronald Reagan.

Anaya no fue objeto de ningún homenaje. No hubo lugar para él en el Día de los Derechos Humanos. No fue elegido para ningún cargo importante. En vez de ello fue liberado en un intercambio de prisioneros y posteriormente asesinado, al parecer por las fuerzas de seguridad siempre apoyadas militar y económicamente por los Estados Unidos. Nunca se tuvo mucha información sobre aquellos hechos: los medios de comunicación no llegaron en ningún momento a preguntarse si la revelación de las atrocidades que se denunciaban —en vez de mantenerlas en secreto y silenciarlas— podía haber salvado su vida.

Todo lo anterior nos enseña mucho acerca del modo de funcionamiento de un sistema de fabricación de consenso. En comparación con las revelaciones de Herbert Anaya en El Salvador, las memorias de Valladares son como una pulga al lado de un elefante. Pero no podemos ocuparnos de pequeñeces, lo cual nos conduce hacia la próxima guerra. Creo que cada vez tendremos más noticias sobre todo esto, hasta que tenga lugar la operación siguiente.

Solo algunas consideraciones sobre lo último que se ha dicho, si bien al final volveremos sobre ello. Empecemos recordando el estudio de la Universidad de Massachusetts ya mencionado, ya que llega a conclusiones interesantes. En él se preguntaba a la gente si creía que los Estados Unidos debía intervenir por la fuerza para impedir la invasión ilegal de un país soberano o para atajar los abusos cometidos contra los derechos humanos. En una proporción de dos a uno la respuesta del público americano era afirmativa. Había que utilizar la fuerza militar para que se diera marcha atrás en cualquier caso de invasión o para que se respetaran los derechos humanos. Pero si los Estados Unidos tuvieran que seguir al pie de la letra el consejo que se deriva de la citada encuesta, habría que bombardear El Salvador, Guatemala, Indonesia, Damasco, Tel Aviv, Ciudad del Cabo, Washington, y una lista interminable de países, ya que todos ellos representan casos manifiestos, bien de invasión ilegal, bien de violación de derechos humanos. Si uno conoce los hechos vinculados a estos ejemplos, comprenderá perfectamente que la agresión y las atrocidades de Sadam Husein —que tampoco son de carácter extremo— se incluyen claramente dentro de este abanico de casos. ¿Por qué, entonces, nadie llega a esta conclusión? La respuesta es que nadie sabe lo suficiente. En un sistema de propaganda bien engrasado nadie sabrá de qué hablo cuando hago una lista como la anterior. Pero si alguien se molesta en examinarla con cuidado, verá que los ejemplos son totalmente apropiados.

Tomemos uno que, de forma amenazadora, estuvo a punto de ser percibido durante la guerra del Golfo. En febrero, justo en la mitad de la campaña de bombardeos, el gobierno del Líbano solicitó a Israel que observara la resolución 425 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, de marzo de 1978, por la que se le exigía que se retirara inmediata e incondicionalmente del Líbano. Después de aquella fecha ha habido otras resoluciones posteriores redactadas en los mismos términos, pero desde luego Israel no ha acatado ninguna de ellas porque los Estados Unidos dan su apoyo al mantenimiento de la ocupación. Al mismo tiempo, el sur del Líbano recibe las embestidas del terrorismo del estado judío, y no solo brinda espacio para la ubicación de campos de tortura y aniquilamiento sino que también se utiliza como base para atacar a otras partes del país. Desde 1978, fecha de la resolución citada, el Líbano fue invadido, la ciudad de Beirut sufrió continuos bombardeos, unas 20.000 personas murieron —en torno al 80% eran civiles—, se destruyeron hospitales, y la población tuvo que soportar todo el daño imaginable, incluyendo el robo y el saqueo. Excelente… los Estados Unidos lo apoyaban. Es solo un ejemplo. La cuestión está en que no vimos ni oímos nada en los medios de información acerca de todo ello, ni siquiera una discusión sobre si Israel y los Estados Unidos deberían cumplir la resolución 425 del Consejo de Seguridad, o cualquiera de las otras posteriores, del mismo modo que nadie solicitó el bombardeo de Tel Aviv, a pesar de los principios defendidos por dos tercios de la población. Porque, después de todo, aquello es una ocupación ilegal de un territorio en el que se violan los derechos humanos. Solo es un ejemplo, pero los hay incluso peores. Cuando el ejército de Indonesia invadió Timor Oriental dejó un rastro de 200.000 cadáveres, cifra que no parece tener importancia al lado de otros ejemplos. El caso es que aquella invasión también recibió el apoyo claro y explícito de los Estados Unidos, que todavía prestan al gobierno indonesio ayuda diplomática y militar. Y podríamos seguir indefinidamente.

La guerra del Golfo

Veamos otro ejemplo más reciente. Vamos viendo cómo funciona un sistema de propaganda bien engrasado. Puede que la gente crea que el uso de la fuerza contra Iraq se debe a que América observa realmente el principio de que hay que hacer frente a las invasiones de países extranjeros o a las transgresiones de los derechos humanos por la vía militar, y que no vea, por el contrario, qué pasaría si estos principios fueran también aplicables a la conducta política de los Estados Unidos. Estamos ante un éxito espectacular de la propaganda.

Tomemos otro caso. Si se analiza detenidamente la cobertura periodística de la guerra desde el mes de agosto (1990), se ve, sorprendentemente, que faltan algunas opiniones de cierta relevancia. Por ejemplo, existe una oposición democrática iraquí de cierto prestigio, que, por supuesto, permanece en el exilio dada la quimera de sobrevivir en Iraq. En su mayor parte están en Europa y son banqueros, ingenieros, arquitectos, gente así, es decir, con cierta elocuencia, opiniones propias y capacidad y disposición para expresarlas. Pues bien, cuando Sadam Husein era todavía el amigo favorito de Bush y un socio comercial privilegiado, aquellos miembros de la oposición acudieron a Washington, según las fuentes iraquíes en el exilio, a solicitar algún tipo de apoyo a sus demandas de constitución de un parlamento democrático en Iraq. Y claro, se les rechazó de plano, ya que los Estados Unidos no estaban en absoluto interesados en lo mismo. En los archivos no consta que hubiera ninguna reacción ante aquello.

A partir de agosto fue un poco más difícil ignorar la existencia de dicha oposición, ya que cuando de repente se inició el enfrentamiento con Sadam Husein después de haber sido su más firme apoyo durante años, se adquirió también conciencia de que existía un grupo de demócratas iraquíes que seguramente tenían algo que decir sobre el asunto. Por lo pronto, los opositores se sentirían muy felices si pudieran ver al dictador derrocado y encarcelado, ya que había matado a sus hermanos, torturado a sus hermanas y les había mandado a ellos mismos al exilio. Habían estado luchando contra aquella tiranía que Ronald Reagan y George Bush habían estado protegiendo. ¿Por qué no se tenía en cuenta, pues, su opinión? Echemos un vistazo a los medios de información de ámbito nacional y tratemos de encontrar algo acerca de la oposición democrática iraquí desde agosto de 1990 hasta marzo de 1991: ni una línea. Y no es a causa de que dichos resistentes en el exilio no tengan facilidad de palabra, ya que hacen repetidamente declaraciones, propuestas, llamamientos y solicitudes, y, si se les observa, se hace difícil distinguirles de los componentes del movimiento pacifista americano. Están contra Sadam Husein y contra la intervención bélica en Iraq. No quieren ver cómo su país acaba siendo destruido, desean y son perfectamente conscientes de que es posible una solución pacífica del conflicto. Pero parece que esto no es políticamente correcto, por lo que se les ignora por completo. Así que no oímos ni una palabra acerca de la oposición democrática iraquí, y si alguien está interesado en saber algo de ellos puede comprar la prensa alemana o la británica. Tampoco es que allí se les haga mucho caso, pero los medios de comunicación están menos controlados que los americanos, de modo que, cuando menos, no se les silencia por completo.

Lo descrito en los párrafos anteriores ha constituido un logro espectacular de la propaganda. En primer lugar, se ha conseguido excluir totalmente las voces de los demócratas iraquíes del escenario político, y, segundo, nadie se ha dado cuenta, lo cual es todavía más interesante. Hace falta que la población esté profundamente adoctrinada para que no haya reparado en que no se está dando cancha a las opiniones de la oposición iraquí, aunque, caso de haber observado el hecho, si se hubiera formulado la pregunta
¿por qué?,
la respuesta habría sido evidente: porque los demócratas iraquíes piensan por sí mismos; están de acuerdo con los presupuestos del movimiento pacifista internacional, y ello les coloca en fuera de juego.

Veamos ahora las razones que justificaban la guerra. Los agresores no podían ser recompensados por su acción, sino que había que detener la agresión mediante el recurso inmediato a la violencia: esto lo explicaba todo. En esencia, no se expuso ningún otro motivo. Pero, ¿es posible que sea esta una explicación admisible? ¿Defienden en verdad los Estados Unidos estos principios: que los agresores no pueden obtener ningún premio por su agresión y que esta debe ser abonada mediante el uso de la violencia? No quiero poner a prueba la inteligencia de quien me lea al repasar los hechos, pero el caso es que un adolescente que simplemente supiera leer y escribir podría rebatir estos argumentos en dos minutos. Pero nunca nadie lo hizo. Fijémonos en los medios de comunicación, en los comentaristas y críticos liberales, en aquellos que declaraban ante el Congreso, y veamos si había alguien que pusiera en entredicho la suposición de que los Estados Unidos era fiel de verdad a esos principios. ¿Se han opuesto los Estados Unidos a su propia agresión a Panamá, y se ha insistido, por ello, en bombardear Washington? Cuando se declaró ilegal la invasión de Namibia por parte de Sudáfrica, ¿impusieron los Estados Unidos sanciones y embargos de alimentos y medicinas? ¿Declararon la guerra? ¿Bombardearon Ciudad del Cabo? No, transcurrió un período de veinte años de
diplomacia discreta.
Y la verdad es que no fue muy divertido lo que ocurrió durante estos años, dominados por las administraciones de Reagan y Bush, en los que aproximadamente un millón y medio de personas fueron muertas a manos de Sudáfrica en los países limítrofes. Pero olvidemos lo que ocurrió en Sudáfrica y Namibia: aquello fue algo que no lastimó nuestros espíritus sensibles. Proseguimos con nuestra
diplomacia discreta
para
acabar concediendo una generosa recompensa a los agresores. Se les concedió el puerto más importante de Namibia y numerosas ventajas que tenían que ver con su propia seguridad nacional. ¿Dónde está aquel famoso principio que defendemos? De nuevo, es un juego de niños el demostrar que aquellas no podían ser de ningún modo las razones para ir a la guerra, precisamente porque nosotros mismos no somos fieles a estos principios.

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