Cómo nos venden la moto (7 page)

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Authors: Ignacio Ramonet Noam Chomsky

BOOK: Cómo nos venden la moto
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Desde la cuna y durante el estado de sueño —consideraba Aldoux Huxley en
Un mundo feliz
(1932)— es como los niños de pecho pueden ser condicionados (mejor que con el método pavloviano del castigo y la recompensa), por medio de un discurso sonoro que les repetirá indefinidamente cuál es su rango y su estatuto en el seno de la comunidad. A pesar de su idéntico capital genético, estos niños, después de interiorizar su condición social, se comportaban de manera diferenciada y aceptaban dócilmente sus funciones respectivas en el seno de la sociedad. Lo adquirido puede a lo innato, decía el escritor británico, que ponía en guardia contra las tentativas de domesticación humana.

La advertencia de Huxley no ha sido escuchada y las intervenciones que se efectúan hoy para condicionar al pequeño humano van incluso más allá del nacimiento. Los progresos actuales de la biogenética permiten, en efecto, estar informado, desde la concepción, del estado general del feto, de su sexo y de sus posibles deformaciones o enfermedades. La existencia de estas, reveladas por la ecografía, pueden conducir a interrumpir la gestación; la manipulación de ciertos genes ya permite evitar graves enfermedades invalidantes. ¿Hasta dónde se puede llegar por este camino? Los criterios mercantiles de la ideología de las ganancias, ¿son pertinentes en este ámbito? Todos sentimos que no, que eso sería la vía abierta al eugenismo, a elegir el bebé por catálogo en función de las modas y los argumentos del mercado. ¿No hemos visto acaso recientemente que una mujer negra, en Estados Unidos, se hizo implantar un óvulo fecundado para poder traer al mundo un niño blanco? Los delirios más extravagantes en materia de genética se vuelven en adelante técnicamente posibles.

Ingeniería de la persuasión

Pero el hombre programado lo está también después de su nacimiento. Al lado de su familia, cuyo ascendiente ha disminuido, hay otras estructuras de normalización que desde muy pronto se hacen cargo de él.

En primer lugar, la televisión, convertida en la principal
canguro
y la distracción primordial de los niños. ¿Qué se llevan del cíclope catódico? En primer lugar, la violencia. Sucesos recientes y trágicos han vuelto a lanzar desde hace unos meses, el debate acerca de la responsabilidad de la televisión y los medios de comunicación en el paso al acto criminal de niños a veces de muy corta edad.

Así, en Liverpool, en febrero de 1993, dos chicos de diez y once años, secuestraron, torturaron y mataron a un chiquillo de dos años según un ritual parecido al puesto en escena en una película de horror
(Child's Play 3)
, que acostumbraban a ver en el vídeo. En Vitry-Sur Seine (Francia), en octubre de 1993, tres escolares de nueve y diez años participaron en el linchamiento mortal de un vagabundo. En Newcastle (Inglaterra), en 1993, dos niños de nueve y diez años fueron inculpados por torturas a un niño de seis años. En la misma época, en Sarrebrük (Alemania), tres alumnos de la escuela primaria intentaron colgar a uno de sus compañeros de clase. A principios de 1994, en Marsella, varios adolescentes inculpados por
violación, torturas y actos de barbarie
a una niña de doce años, declararon a quienes los interrogaban no saber que hacían
algo malo…
Finalmente, en Noruega, en octubre de 1994, una niña de cinco años murió después de que la golpearan tres niños de cinco y seis años, una vez más, según un ritual que imitaba a una serie de televisión para niños
(Power Rangers).
Este último asunto principalmente provocó, en toda Europa, una viva emoción y reactivó el debate sobre el impacto de ciertas emisiones sobre los niños más pequeños.

A consecuencia de estos dramáticos casos, muchos países han tomado decisiones para limitar las escenas de violencia en la televisión. Dos cadenas suecas, por ejemplo, decidieron no seguir difundiendo las series
Power Ranger
y
The Edge,
sospechosas de haber ejercido una nefasta influencia en los niños homicidas noruegos.

Bajo la presión de la opinión pública, la televisión canadiense, por su parte, se ha provisto de un código ético con objeto de suprimir de la pequeña pantalla las escenas de violencia
gratuitas,
a partir del 1 de enero de 1995.

En el Reino Unido, el gobierno ha decidido restringir el acceso de los menores a los videos violentos. En E
sta
dos Unidos, las principales cadenas —ABC, CBS, NBC y Fox— han resuelto suprimir gran parte de las emisiones violentas de su programación. Esto, sobre todo, para evitar que el gobierno reglamente aún con más severidad la representación de la violencia en la pequeña pantalla, ya que cuatro de cada cinco americanos están convencidos de que la violencia en la televisión contribuye a aumentar la violencia en la vida real y después de que la Asociación americana de psicología hiciera público un informe que revelaba que durante los cinco años que dura la escuela primaria, un niño ve en la televisión unos 8.000 asesinatos y más de 100.000 actos violentos.

En Francia, por último, el informe de la diputada Christine Boutin elaborado en octubre de 1994, en el marco de la Comisión de asuntos culturales, familiares y sociales de la Asamblea nacional titulado
Niño y televisión,
hace veinte propuestas para proteger a los jóvenes telespectadores de la influencia excesiva de los programas televisados.

Las encuestas muestran que un niño francés que tenga entre ocho y catorce años, ve la televisión tres horas diarias de promedio. Y que el número de actos violentos que se difunden es, en general, percibido como irrazonable y difícil de soportar. El semanario parisino
Le Point,
en una encuesta efectuada en octubre de 1988, había hecho un recuento de todas las escenas de violencia a las que los telespectadores habían podido asistir durante una semana: 670 homicidios, 15 violaciones, 848 peleas, 419 fusilamientos, 14 secuestros, 32 tomas de rehenes, 27 escenas de tortura, 13 tentativas de estrangulamiento, 11 atracos a mano armada, 11 escenas de guerra, 9 defenestraciones… Esto, por cierto, en todas las emisiones y no sólo en las emisiones para niños, pero hay que saber que los programas para la juventud no representan nada más que el 30% del tiempo de audiencia de los niños de ocho a doce años; de modo que estos ven durante el 70% de su tiempo de audiencia programas para adultos.

Y, a este respecto, hay que subrayar que entre los programas más violentos de la televisión están los informativos. Crímenes, atrocidades de las guerras en Bosnia o en Ruanda, sufrimiento de los niños (se estima que alrededor de la mitad de las víctimas civiles de las guerras son niños), catástrofes naturales y epidemias; los informativos televisados recitan el rosario de las tragedias ordinarias con un realismo y una crudeza impresionantes.

Esto afecta terriblemente a los niños que están mirando. Primero, por el impacto mismo de las imágenes, su crudeza intrínseca, pero además porque los niños saben instintivamente que lo que están viendo es verdad, es real, y que no tiene que ver con la ficción y también porque escuchan las reacciones de los padres (el telediario es una de las emisiones que la familia ve reunida); estos comentarios conmocionan a veces a los niños porque subrayan el dramatismo de lo que ven. El efecto de ansiedad es muy fuerte; los niños sienten que los mismos padres están impresionados, horrorizados a veces, por lo que están viendo.

Este efecto de ansiedad se traduce en una violencia psicológica que puede marcar el ánimo del niño, impresionarlo y perturbarlo. Esto puede hacerlo habituarse a la violencia, a banalizarla y hacerlo insensible, más tarde, al sufrimiento de los demás. Para poner en guardia contra esta perversa influencia, la cadena americana CBS difundió en enero de 1995, bajo el título de «En el campo de masacres de América», un documental de tres horas (!) elaborado a partir de las secuencias televisadas durante los informativos, en el que se acumulan los cadáveres desfigurados, las imágenes alucinantes de las víctimas de la violencia ordinaria de los sucesos americanos.

Pero la violencia no es el único problema que plantea en los niños el hábito de ver la televisión. Antes de alcanzar la edad de doce años, un niño habrá visto, en Francia, unos 100.000 anuncios que, subrepticiamente, van a contribuir a hacerle interiorizar las normas ideológicas dominantes. Y enseñarle criterios consensuales de lo bello, el bien, lo justo y lo verdadero; es decir, los cuatro valores morales sobre los cuales para siempre se edificará su visión moral y estética del mundo.

Muy pronto, la televisión impondrá los criterios emocionales como superiores a los argumentos racionales.

El abismo entre la racionalidad y la publicidad se ha ahondado tanto ahora [escribe el ensayista americano Neil Postman] que es difícil recordar que alguna vez haya existido relación entre ellas. Hoy, en la televisión publicitaria, las proposiciones de lógica son tan raras como la gente fea. La cuestión de saber si el publicista dice la verdad o no, ni siquiera se plantea.

Un anuncio de Mc Donalds, por ejemplo, no es una serie de aserciones verificables y presentadas con lógica. Es una puesta en escena —una mitología si se quiere— de gente muy guapa, vendiendo, comprando y comiendo hamburguesas y ostentando una felicidad de éxtasis. No se hace ninguna afirmación si no son las que los telespectadores proyectan sobre la escena o deducen de ella. Un anuncio puede gustar o no gustar. No se puede refutar.

Los dibujos animados, de los que los niños siguen siendo grandes consumidores, no se refutan tampoco. Si es cierto que algunos son de una notable calidad poética y una riqueza para el imaginario, muchos otros presentan un modo simplista, maniqueo, atestado de prejuicios y extremadamente violento (41 actos de violencia por hora, de promedio, en los dibujos animados americanos). Ahora bien, como se ha visto, la cuestión de la violencia en la televisión y su influencia en los niños se plantea con más fuerza que nunca. Según el doctor Samuel Lepastier, del Centro de psiquiatría del niño y el adolescente del hospital de Santa Ana, en París:

El hecho de ver espectáculos violentos puede tener un efecto calmante hasta cierto umbral. Más allá de él, el excedente de excitación vinculado a las imágenes ya no se elabora en el plano psicológico. Es ahí donde aparece una
descarga
de esta excitación por vías varias. Los niños pueden estar ansiosos o tener pesadillas. En un grado ma
y
or, la evacuación se hace por medio de juegos, imitaciones, por pasar al acto…

Por imitar al héroe de una película para adolescentes,
The Program,
que se acostaba sobre el asfalto de una autopista y permanecía inmóvil en medio de la circulación, varios jóvenes americanos fueron atropellados en las carreteras de Estados Unidos en otoño de 1993. Esto obligó a la empresa productora, Walt Disney Company, a cortar la escena en todas las copias en circulación y llevó al Congreso a exigir medidas contra la violencia en la televisión. Lo cual hizo también el gobierno británico el 12 de abril de 1994.

Este debate se trasladó hacia la influencia de los videojuegos, que han llegado a ser la principal distracción de los adolescentes (una encuesta ha revelado, en setiembre de 1994, que las tres cuartas partes de los niños franceses de la primaria juegan con regularidad a los videojuegos). Estas diversiones electrónicas proponen de ordinario mini relatos de aventuras; los guiones suelen estar inspirados en guerras reales: Vietnam, Afganistán, Nicaragua, Golfo, Bosnia…: un héroe sigue un recorrido iniciático durante el cual no cesa de eliminar adversarios cada vez más temibles. Matar, destruir, fusilar, son actos constantes que reclaman estos juegos y a los que el adolescente procede, pulsando simplemente un botón. Este pequeño gesto que mata, a la larga, se banaliza e irrealiza la idea misma de la muerte, pilar, no obstante, de la filosofía y de la religión en todas las civilizaciones.

A la edad de 18 años, un joven americano ha eliminado así, sin pesares, a unos 40.000 adversarios. El profesor George Grebner, de la Universidad de Pensilvania, uno de los más grandes especialistas de la violencia en la pequeña pantalla, toca el timbre de alarma:

La exposición reiterada a la violencia vuelve al público ansioso y desconfiado, le hace exagerar los riesgos de agresión en su medio. Cuantas más emisiones violentas vean los niños, más aceptable les parece la violencia y más les produce placer. Les cuesta discernir, lo verdadero de lo falso.

Este condicionamiento a la violencia alcanza un refinamiento superior con el desarrollo espectacular de la realidad virtual. Cascos de visión en tres dimensiones con cristales líquidos y guantes estriados con fibras ópticas conectados a un ordenador pueden producir una perfecta impresión de contacto con una realidad concreta… sin embargo, inexistente. El jugador no está viendo una película, está
él
en la película; circula por ella e interactúa en el
ciberespacio.
Combates, exploraciones, aventuras de todas clases y guerras con láser, puestas a punto por especialistas de la simulación militar parecen, desde ahora, —virtualmente— al alcance de cada cual. Parques de juegos de este tipo, como Cinetrópolis en Connecticut, cerca de Nueva York, o
Virtual World Entertainment
en California, (el de Nagoya, en Japón, se abre en noviembre de 1995), así como experiencias de
sexualidad virtual…

El año pasado, los americanos gastaron 18,8 millones de dólares en estos juegos y se prevé que gastarán 33,8 millones este año. Pero los psicólogos ya están advirtiendo contra los peligros de la realidad virtual:

El centro de la personalidad se resitúa en un cuerpo virtual dotado de capacidades suprahumanas. Al regreso de ese viaje, el jugador podría sufrir una especie de desprecio por sí mismo, experimentar una sensación de insignificancia, de soledad acrecentada dentro del mundo real. En última instancia, una exposición demasiado frecuente a la realidad virtual induciría a una verdadera descomposición psicológica, haciendo una sangría en las fuerzas vivas de la personalidad en beneficio de uno o varios mundos virtuales.

Sin ser pesimista, uno no puede sino interrogarse sobre la influencia de las escenas de violencia difundidas por la televisión y los videojuegos cuando se ve cómo en Estados Unidos, por ejemplo, donde la televisión es una de las más violentas del mundo, el número de detenciones de menores ha aumentado en un 60% entre 1981 y 1990. En Francia, el número de delitos cometidos por menores ha pasado de 36.000 en 1980 a 48.000 en 1987 y no cesa de aumentar. Esta delincuencia de adolescentes es, además, cada vez más violenta y mortífera, con frecuencia directamente inspirada por escenas de la televisión.

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