Con los muertos no se juega (17 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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Al parecer, el doctor Barrios no pensaba llegar puntual a la cita que tenía con Marín y Farina, porque en seguida le reconocimos allí, delante nuestro, con bata verde. Estaba hablando con una enfermera, los dos muy atentos a una mancha de pintura que había en la pared.

—Como me ha dicho que lo tapáramos hoy mismo, y los de mantenimiento no podían venir en seguida, yo misma…

Era una chapuza, efectivamente. En la pared, se veían cuatro o cinco pinceladas de pintura blanca aplicadas a golpes y con desgana, que habían goteado unos churretones que llegaban hasta el suelo, y que sólo servían para hacer que el resto de la habitación, pintada de un blanco que el tiempo había amarilleado, pareciese sucia. O bien aquella enfermera no estaba dotada para la pintura, o se había visto obligada a hacer una tarea que creía que no le tocaba y había tratado de demostrar su ineptitud en aquel terreno.

—¿Por qué no pueden venir en seguida los de mantenimiento? ¿Para qué están, si no? ¿Qué cosas más urgentes tienen que hacer? Ésta es un área abierta al público…

Al hacer el gesto demostrativo, el doctor Barrios se volvió hacia nosotros y nos vió. Desde que se había hecho la fotografía de la orla, se había afeitado la barba. Era un hombre robusto, más corpulento que yo, con el cuerpo esculpido en alguno de los gimnasios más selectos de Barcelona, manos de dedos largos y delicados como correspondía a su categoría de cirujano milagroso y la piel bronceada por el sol de Gstaad y de la Admirals Cup, como mínimo. Reprimió su enojo inmediatamente.

—Pero, si tenemos que pintar toda la sala —objetaba la enfermera, agobiada ante la perspectiva de un trabajo agotador—, tendremos que sacar todo el mobiliario, doctor…

Evidentemente, aquellas pinceladas habían pretendido borrar unas letras de palmo, pintadas con un rotulador permanente de tinta roja y punta gruesa, que se resistían a desaparecer del todo. Sentí curiosidad por saber qué decía aquel grafito. Forcé la vista. Pero la atención del doctor y de la enfermera ya estaba clavada en nosotros y tuve que aplazar la lectura para más tarde.

El doctor Barrios sentenció:

—Pues dentro de quince días, por Semana Santa, que habrá menos trabajo. Y no hace falta que molestes a los de mantenimiento, ya que están tan ocupados. Yo mismo me encargo. Conozco un pintor competente y de confianza. Lo hará en pocas horas.

Melania Lladó y yo nos permitimos dudar de que alguien pudiera hacer aquel trabajo en pocas horas. Me parece que los dos nos imaginamos el desorden que supondría, durante la Semana Santa, retirar las mesas de aquel pequeño espacio, y los ordenadores, los armarios y, especialmente, una ciclópea vitrina de metal y cristal de metro y medio de altura por tres de ancho, sin patas y apoyada en una pared, llena de arriba abajo de material y aparatos médicos y de enfermería, con abundancia de utensilios de apariencia frágil y quebradiza, que no debía de pesar menos que un barco de carga con carga y todo. El vaciado y el traslado de aquel mueble exigiría, como mínimo, las fuerzas combinadas de un cuarteto de tipos musculosos. Un buen desorden teniendo en cuenta que no podrían dejar de atender a los pacientes, porque los enfermos no se curan sólo porque el hospital esté en obras.

—Muy bien, doctor.

El doctor Barrios miró el reloj y, al descubrir que ya llegaba tarde a su cita, vino hacia nosotros y salió sin dirigirnos la mirada, esquivo como lo son los médicos que temen que los parientes de algún enfermo los paren para pedir explicaciones.

Antes de que la enfermera pudiera impedirnos el paso cerrando la media puerta que él había abierto, se lo impedí poniendo el pie y acercándome mucho.

—Perdone, queremos hablar con Melania Lladó.

Ella se mostró contrariada. Aparentaba unos treinta años, y tenía una cara redonda y blanda, embadurnada con tanto maquillaje que le blindaba el área facial a prueba de balas y de obuses de calibre moderado. Llevaba el pelo en media melena teñida de rojo y su cuerpo, tendía a neumático. El apodo Melania
Melones
se entendía perfectamente a primera vista. Se la veía cansada, quizá de dormir mal por culpa de los turnos de guardia.

—Soy yo. —Tenía la intención de impedirnos el paso.

—Queremos hablar con usted en privado —le dije acercándome un poco más, invasor, entrando en su espacio vital.

—¿De qué?

—De un par de muertes —me pareció que una formulación así sería contundente y convincente—. De la muerte de Marc Colmenero y la muerte de Ramón Casagrande. Preferiría no armar mucho jaleo… —Miré por encima del hombro, como si me dispusiera a chillar para convocar a todo el público posible.

Melania dio un paso atrás. Yo cedí el paso a Beth, caballeroso, y le toqué el codo para recordarle que también le cedía la palabra. Manteniéndome en un discreto segundo término, me desplacé disimuladamente hacia la pintada de la pared.

—¿De las dos muertes? —exclamaba la enfermera, un poco alarmada—. ¿Por qué de las dos? ¿Qué tienen que ver una con otra?

—No lo sabemos —dijo Beth—. ¿Tienen que ver?

Llenando con la ayuda de la lógica los vacíos de las letras que habían quedado más tapadas, era fácil imaginar lo que ponía: «Médicos = todos k-brones» (o quizá k-britos) y otra palabra larga que acababa en «sinos», posiblemente «asesinos».

—¿Qué quieren? ¿Quiénes son ustedes? —los nervios ya hacían jadear a la pobre Melania
Melones.

Beth empezó a improvisar como supo. No llevaba preparado ningún discurso, y se le notaba. Mala cosa la improvisación.

—Yo trabajaba con el señor Colmenero. Era su secretaria. Y este señor es detective privado, de la compañía de seguros, que está investigando acerca de unas irregularidades en los papeles de la herencia. Suponen que yo tuve algo que ver con aquella muerte. El señor Colmenero era alérgico y, no obstante, ustedes le inyectaron el medicamento que lo mató…

Melania ya parecía a punto de ahogarse. Pensé que, de un momento a otro, rompería a chillar pidiendo auxilio.

—Oye, oye, oye… No soy yo quien tiene que hablar de estas cosas… Esto tienen que preguntárselo al doctor Barrios…

Estaba muerta de miedo y empezaba a descontrolarse.

Adopté mi expresión más tranquila y amable e intervine:

—Tranquila, tranquila. Esto es sólo una comprobación… Claro que hablaremos con el doctor Barrios, pero no queremos sacar las cosas de quicio.

—¿Ah, no? —protestò Melania—. Pues a mí me parece que esta chica está muy exaltada. Quizá por que la acusan en falso, sin pruebas…

—No lo ha entendido. Yo trabajo para esta chica. Ella me ha contratado para demostrar su inocencia.

—Pensaba que la inocencia ya estaba demostrada por definición. Que lo que se tenía que demostrar era la culpabilidad.

Aquellos prolegómenos me habían permitido elaborar un discurso.

—La señorita Carrera no se ha explicado bien. Verá: hay quien cree que existe alguna relación entre la muerte del señor Colmenero y la del señor Casagrande. Como sabemos que el señor Casagrande fue asesinado por Adrián Gomal, quisiéramos saber qué relación podría tener el señor Gornal con el caso Colmenero. ¿Se le ocurre alguna?

Aquélla era una pregunta concreta, y las preguntas concretas tranquilizan porque permiten respuestas concretas. Melania Lladó se puso a pensar y respondió:

—No. No se me ocurre nada.

—Tenemos entendido que usted conocía muy bien al señor Ramón Casagrande…

—¿Conocerlo? ¿Yo? ¿Muy bien?

—Todos dicen que salió con él… —apuntó Beth.

—¿Todos? ¿Quién lo sabe? ¿Quién lo dice?

—¿Qué pasa? —me impacienté—. ¿No es verdad o nos lo quiere ocultar? Si no es verdad, perdone e iremos a hablar con quien nos lo ha dicho. Y, si nos lo quiere esconder, de acuerdo, está en su derecho, pero me parece muy significativo.

Me odió un momento, con sus ojos pintarrajeados.

—Salí con él cinco o seis veces en un año, y de la última ya hace un mes. Nada especial. Él era soltero y yo soy separada. Salíamos para pasar el rato.

—¿Estuvo en su casa? —inquirí tratando de entender qué significaba para ella exactamente el concepto de «pasar el rato».

—Oiga —se impacientó—, ¿me está viendo llorar y darme cabezazos contra las paredes? Lamento que ese imbécil lo haya asesinado, sí, pero nada más. Sólo éramos conocidos.

Dejé que Beth hiciera la siguiente pregunta:

—¿Qué sabe de la discusión que tuvo con una visitadora que se llama Helena Gimeno?

—¿Una discusión?

—En un rincón de la zona de consultas. Se insultaron como verduleras. Ella lo amenazó de muerte. Hay testigos.

—Pues pregunten a los testigos. Yo no tengo ni idea. Ya le he dicho que hace más de dos meses que no nos hablamos y no presto atención a los chismes, tengo otro trabajo.

Como para demostrarnos que efectivamente tenía otro trabajo, en aquel momento entró otra enfermera que le hizo una pregunta incomprensible, a la cual Melania
Melones
contestó con perfecta seriedad. Como si aquella interrupción tuviese algún significado oculto, en seguida Melania se puso a buscar algún medicamento en la colosal vitrina de hierro y cristal que había contra la pared. Se obstinó en darnos la espalda, pero no cedí.

—Lo que sí debe de saber es que el señor Casagrande y Adrián Gornal eran muy amigos.

—Muy amigos… —quiso decir «No es para tanto».

—Nos han dicho que Adrián Gornal era un poco juerguista, travieso, liante… —Los ojos de Melania confirmaban mis palabras, oponiendo una cierta resistencia, como si tuviera miedo de lo que pudiera seguir—. ¿No estaba por aquí cuando operaron a Marc Colmenero?

—No… —Melania Lladó hacía un esfuerzo de memoria pero respondía antes de fijar los recuerdos.

—Piénselo bien.

—No, Adrián Gornal no estaba —ahora se mostraba segura—. Recuerdo perfectamente a los celadores que había por aquí, y ninguno de ellos era Adrián Gornal.

—¿Y usted?

—¿Qué?

—¿Usted estaba cuando murió el señor Marc Colmenero?

No podía decir que no, si recordaba que Adrián estaba ausente.

—Sí, sí que estaba. Pero de eso no tengo nada que decir. Hablen con el doctor Barrios.

—Sólo quiero que me confirme lo que ya sabemos. El señor Colmenero era alérgico a un medicamento y ustedes le administraron precisamente ese medicamento…

—Fue un accidente, una equivocación. Se hizo una investigación, la que metió la pata fue despedida…

—¿Una mujer?

—Pregúntele al doctor Barrios.

—Si nos dice el nombre de quien…

—Pregúnteselo al doctor Barrios.

—Está bien, está bien. ¿Y esto? —dije, de repente, señalando el desaguisado de la pared—. ¿Un paciente descontento? —Ella se había olvidado del tema de la pintura. Negó vagamente con la cabeza, levantó un hombro—. ¿Podría haber sido Adrián Gomal? —No se le había ocurrido pensarlo, pero no le parecía ningún disparate la posibilidad—. Yo diría que le pega, con su forma de ser, ¿no le parece?

—Podría ser —aceptó ella—, porque es bastante tonto para esto y mucho más, pero no lo creo.

—¿Por qué?

Suspiró, fastidiada, deseando terminar de una vez.

—Esta sala no queda nunca vacía —explicó—, ni de día ni de noche. Aquí entramos y salimos constantemente las enfermeras y las auxiliares de los dos turnos. Como mucho, puede llegar a estar vacía tres o cinco minutos, no más. O sea, que quien lo hizo, estaba vigilando, al acecho, hasta que se le presentó la oportunidad. Y aquí, normalmente, los únicos que pasean arriba y abajo por los pasillos, salvo el personal de planta, son los enfermos. Seguro que fue uno de ellos. —Afirmó con la cabeza, pensativa, tratando de imaginar cuál de sus enfermos podía ser tan rencoroso por un error en el servicio—. Los hay muy quisquillosos. A veces te vienen ganas de despuntar la aguja antes de ponerles la inyección.

Levantó la vista, para comprobar cómo reaccionaba yo ante sus palabras imprudentes y viscerales.

Ninguna reacción. Me limité a sonreír.

—¿Tiene idea de qué enfermo habrá podido hacerlo?

—Tampoco se lo diría. ¿Qué tiene que ver con la muerte de Ramón… o la del señor Colmenero?

—Tiene razón. —Más sonrisas para ablandarla—. Pero volvamos a Adrián Gornal… ¿Cree que Adrián Gomal podría haber hecho esta pintada, si hubiera tenido oportunidad? —Se encogió de hombros—. Óigame: es evidente que Adrián está loco, dado que ha hecho lo que ha hecho. Sólo estoy tratando de hacerme una idea de cuál es su locura…

Harta ya de escucharme, acorralada, Melania decidió terminar de una vez:

—Claro que podría haberlo hecho. Era capaz de cualquier cosa.

—¿Como por ejemplo?

—Lo pillaron un día con una enfermera… No hace mucho. Quería hacer el amor con ella en una habitación donde había un viejo. En la cama libre de al lado… Técnicamente, se ve que era una violación. Y la noche de Fin de Año… —Se interrumpió.

—¿Qué pasó la noche de fin de año?

—Le había tocado el turno de guardia y estaba amargado, y se ve que bebió de más. Y, de repente, decidió celebrar la fiesta por su cuenta. Abandonó el lugar de trabajo, en la puerta de urgencias y, con un par de celadores más y con una caja de cava y unas bolsas de fritos de maíz y de almendras saladas, fueron a recibir el Año Nuevo al depósito. Supongo que pensaron que allí no Ies pillaría nadie. Pero les pillaron, ya lo creo. Quedaron suspendidos de empleo y sueldo unos una semana y Adrián quince días, porque era quien lo había montado todo. Que, pensándolo bien, me pregunto…

—¿Se pregunta…?

Me miró, muy intrigada. Era la primera vez que se planteaba aquella cuestión:

—Me pregunto por qué no le echaron. A otros, los han despedido por mucho menos. —Estaba pensando en alguien concreto.

—¿Está pensando en alguien concreto? —le pregunté.

—No, no —mintió—. Sólo me extraña que Adrián aún estuviera trabajando aquí con todas las que ha organizado.

—¿Tal vez está muy bien recomendado? —sugerí.

Se oyó un zumbido discreto y en una pantalla colgada del techo se encendió un número de color naranja. Alguno de aquellos pacientes quisquillosos reclamaba los servicios de enfermería. MelaniaLladó miró aquella lucecita como los navegantes perdidos y a punto de naufragar miran el faro salvador entre la niebla.

—Perdonen. Tengo trabajo.

Y huyó hacia la salvación olvidándose de pedirnos que saliéramos de aquel ámbito restringido al personal.

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