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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (55 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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—Señoritas Fochs —dijo Biosca, sin perder aquella sonrisa de suficiencia que le hacía tan odioso—. Si hemos venido, no ha sido para reclamarles la deuda. En la agencia Biosca nunca facturamos si el cliente no queda satisfecho y, como pasa a menudo, el agradecimiento por nuestros servicios hace que muchos clientes paguen de buena gana e incluso insistan en doblar o triplicar las cantidades previamente negociadas. Permitiré que sea la agente Beth quien les exponga el resultado de nuestras indagaciones. —Y se volvió hacia la chica con gesticulación versallesca—. Agente Beth, por favor…

—¡No quiero escucharles! —chilló Felicia—. Traen mala suerte. ¡Echadles!

—Es que están en la calle, señorita —le hizo observar uno de los guardias de seguridad sin apartar sus ojos de Tonet.

Efectivamente, nosotros estábamos en la calle y ellas al otro lado de la verja de su casa.

—¡Pues me da lo mismo! ¡Volvamos a casa! ¡Allí no podrán seguirnos!

Beth les cortó la retirada con su voz de niña desafiante, ingenua y traviesa.

—¿No quiere saber quién es la persona que ha estado acosándola y que la obliga a vivir escondida dentro de casa, en compañía de guardias de seguridad que le cuestan un riñón? —preguntó.

—¡No me creo que le hayan encontrado! —gritó la modelo.

—¿No quiere saber quién ha sido el culpable de su ruptura con su representate y con su vida anterior, de lujos y triunfos?

—No —dijo Felicia, más flojo.

—¿No le interesa saber por qué su acosador decía «gigantón» en lugar de «guardaespaldas» y «accediendo» en lugar de «entrando» y «mi seso» en lugar de «mi cerebro» y unos cuantos ejemplos más que encontrará si repasa, como hice yo, los mensajes grabados?

La actitud de Felicia Fochs se había suavizado. Estuvo a punto de decir que no, pero lo pensó mejor.

—No, no nos interesa —dijo Emilia Fochs—. Vamos a casa, Felicia.

—Espera. Que digan lo que tienen que decir. Que no puedan alegar que no los hemos escuchado. —La curiosidad había vencido—. ¿Por qué hablaba así ese asqueroso?

—Hablaba así y a menudo hacía pausas entre palabra y palabra. ¿Por qué las hacía? Porque buscaba alternativas a determinadas palabras. Sinónimos.

—No entiendo nada. ¿Por qué?

—Vamos, Felicia —decía Emilia—. ¡Son dos locos
fuguiosos
!—Díselo tú, Octavio —le pedí a mi compañero, ofreciéndole una última oportunidad.

Octavio hizo una especie de ruido extraño con la boca y miró los pajaritos de los árboles con interés de ornitólogo que acaba de descubrir su vocación. Tuvo que continuar Beth:

—La persona que le acosaba utilizaba un distorsionador de voz, uno de esos aparatos electrónicos que convierten cualquier sonido en un ronquido a través del cual ni siquiera es posible determinar el sexo de quien habla. El timbre de voz se puede disimular, sí. Pero la pronunciación, no.

—No… No lo entiendo…

Beth miró a Emilia Fochs con una sonrisa que tuvo efectos de rayo láser devastador. Emilia dio un paso atrás.

—La persona que te llamaba no sabía pronunciar la erre, Felicia —declaró Beth con énfasis—. No encontrará una sola palabra que contenga una sola erre, suave o sonora, en ninguno de los mensajes, a excepción de los que recibiste por escrito, naturalmente.

—Que no sabía pronunciar la erre… —Felicia miró de reojo a su hermana criada en Francia, que no sabía pronunciar las erres, ni suaves, ni sonoras—. ¿Quieres decir…?

—Tenía miedo de que ese defecto de pronunciación la delatase, por eso evitaba las erres.

—¡Es absugdo! —reaccionó Emilia, tropezando con las erres—. ¡Yo vi al megodeadogg!

—Dijo que lo vio, que no es lo mismo.

—¡Y estaba al lado de ella y de Octavio cuando recibimos uno de los mensajes!

—Es verdad —intervino Octavio—. Vamos, vamos, que la estamos cagando…

—Un mensaje SMS —dijo Beth, sin moverse ni un centímetro—. Se puede escribir y se puede programar el teléfono para que lo envíe a la hora que más te apetezca. Y, cuando llamó a la agencia, estaba encerrada en el lavabo con el pretexto de limpiarse la sangre de la nariz…

—¡Es mentiga! —chilló Emilia, agotados sus argumentos.

Decidí que había llegado la hora de intervenir.

—¿Puedes mostrarnos tu teléfono móvil, Emilia?

—¡Claro que sí! —lo sacó del bolso y me lo tiró a la cara.

Lo esquivé y el aparato fue a parar en medio de la calle.

—No, éste no. El otro. El que tienes escondido y utilizas exclusivamente para putear a tu hermana. Dame el bolso.

La manera como agarró su bolso, con la ferocidad de una madre que protege al hijo que le quieren arrebatar, bastó para que Felicia y todos los presentes, incluidos Octavio y Tonet lo entendieran todo.

Se produjo un silencio pavoroso. Las dos hermanas estaban cara a cara, y parecía que Felicia estaba a punto de soltarle «¿Por qué, Emilia, por qué?» o alguna de esas preguntas que se formulan en situaciones parecidas, pero su desmayo y su indignación llegaban a unos niveles que hacían imposible la articulación de cualquier palabra.

Pero no hizo falta la pregunta porque Emilia, acorralada, respondió de todas maneras:

—¡Porque eres una imbécil, por eso! ¡Porque eres tonta, porque siempre fuiste la preferida de los papás, porque me restregabas por la cara tu triunfo, porque me quitaste a Raúl y a unos cuantos novios más, tú que podrías haber escogido el novio que te diera la gana, y porque te apalancabas en esta casa y ocupabas la mitad cuando habrías podido vivir donde quisieras y dejarme en paz! ¡Por todo eso, idiota, atontada, y si no te gusta te aguantas, cagada, mediamierda, maggana!

—¿Pero qué dices…? —replicó Felicia en un tono agudo y punzante—. ¿Qué culpa tengo yo si tú eres tan fea, tan horrorosamente fea, y eres una fracasada…?

La top model y cantante de fama se arrojó sobre su hermana con ánimo de estrangularla y se desencadenó una reyerta en que volaban y se distribuían de manera equitativa y democrática puntapiés y puñetazos, arañazos y tirones de pelos y de ropa. Los guardias de seguridad se habían precipitado a sujetarlas pero no parecía probable que lo consiguieran. Hasta Tonet parecía poca cosa para contener la fuerza desatada de la naturaleza en que se habían convertido las hermanas Fochs.

Mientras Octavio y Biosca se añadían al tumulto, me alejé discretamente. Ya se apañarían.

—¿Te vas? —me preguntó Beth. Entonces descubrí que estaba a mi lado.

—Sí. Parece que el espectáculo ya se ha terminado.

—Necesitarás las llaves del Golf.

Me las daba.

—Ahora venía a pedírtelas.

Estaba radiante. Le brillaban los ojos. Una de las mujeres más guapas que he visto en mi vida.

—Muchas gracias, Esquius. No tenías por qué dejar que me atribuyese yo sola el mérito.

—Qué dices. Si lo has hecho todo tú sola.

Calló un momento. Negó con la cabeza y se puso de puntillas para darme un beso en la mejilla.

—Un día —dijo—, me gustaría que vinieras a cenar a casa. Te presentaré a mi novio.

Las contendientes ya habían ido a parar al suelo y ahora se revolcaban sobre el césped en un barullo de piernas y manos y gritos y patadas. Biosca se estaba alisando la ropa y aconsejaba la retirada de su ejército.

—Mañana mismo recibirán mi factura —notificó, como si alguien pudiera escucharle.

Dio la espalda al conflicto e invitó a Tonet y a Octavio a volver hacia los coches, saboreando la victoria.

—¡Brillante, Beth! La felicito —dijo, mientras pasaba el brazo protector por encima de los hombros de la chica—. Aprenda, Octavio. La aprendiza le ha pasado la mano por la cara. ¡Esta joven está destinada a hacer grandes cosas en la agencia!

Octavio inició un par de palabras, pero en ningún caso consiguió pasar de la primera sílaba.

—Prefiero volver con mi coche —anuncié al hombre que me daba de comer—. Tengo prisa. Me esperan.

—Naturalmente, Esquius. No vaya a creerse que es tan importante como para monopolizar el privilegio de mi Jaguar. Ahora, en el viaje de vuelta, le toca a la señorita Beth, que se lo ha ganado. Por favor, Beth…

Le abrió la puerta de la derecha y Beth ocupó el Jaguar como las princesas montan en las carrozas.

Sonreí imaginando la cara que pondría la chica cuando Biosca le notificase que ya hacía tiempo que él conocía la solución del caso y cómo se las había compuesto para propiciar que ella se luciera.

Con Octavio hablamos de fútbol durante el camino de vuelta, como si nada hubiera pasado. Y Tonet dijo dos «Sí» y un «No» bastante expresivos. Se le veía eufórico. Les dejé cerca de una estación de metro y bajé hacia la Barceloneta. Palop y Monzón me esperaban en el restaurante Salamanca, y no quería tener que correr ni llegar tarde.

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