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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

Con los muertos no se juega (7 page)

BOOK: Con los muertos no se juega
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El guardia de mirada acusadora buscó inmediatamente a su superior para informarle de mis pretensiones pero, antes de que lo localizara, Palop y yo ya nos habíamos visto, él me indicaba que pasase, que pasase, y yo señalaba el obstáculo que me lo impedía. Finalmente, el comisario llegó hasta nosotros con zancadas tan impacientes como largas, me agarró de la manga y me incorporó de un tirón al ámbito del personal investigador.

—Pasa, pasa, hombre —como si me invitara a una fiesta privada y selecta—. ¿Has traído la foto? Nosotros tenemos las de su ficha, pero son de hace años.

Mientras caminábamos hacia un destino que sólo él conocía, me saqué el sobre amarillo del bolsillo y se lo di. Al ver la foto de Adrián, comentó: «Sí, sí, es él, es él».

Palop es un hombre de maneras suaves y educadas, no demasiado alto, delgado y bien vestido, cazadora, camisa, corbata y pantalones bien planchados, con más aspecto de director de sucursal bancaria que de policía.

—¿Qué ha pasado? — pregunté.

—Un tiro en la nuca. La bala se ha desviado, ha seccionado la carótida y ha organizado un sacramental que ni te imaginas. Una sangría.

—¿A qué hora?

—Entre las once menos cuarto y las once. A plena luz del día.

—¿Y creéis que ha sido Adrián?

—Ahora lo veremos. Hay testigos.

El juez era aquel hombre joven que, con las manos en los bolsillos, miraba a su alrededor con cara de inocente, como si se preguntara qué demonios se suponía que tenía que hacer. Sin duda, estaba esperando que el médico forense acabara de hablar con Monzón, de la Policía Científica. Tuvimos que pararnos para dejar pasar a los dos funcionarios del depósito que arrastraban hacia la ambulancia la camilla con un saco de plástico de la medida de una persona. Pasamos de largo el portal por donde yo había visto entrar y salir a Adrián Gornal y las fulanas hacía dos días. Eché una ojeada hacia el interior y sólo vi el flash de una cámara fotográfica.

—Cuidado, no piséis las huellas —nos avisó un policía muy aprensivo.

—Cuidado con las huellas —añadió Palop, por si no me había quedado claro.

Llegamos al centro comercial donde, el viernes anterior, Adrián Gornal había comprado las botellas de cava y se había hecho copia de unas llaves. A la derecha del vestíbulo había un bar. En una de las mesas, habían instalado un ordenador portátil y dos policías uniformados vigilaban que las personas que estaban a su cargo no salieran corriendo. Otros agentes controlaban las idas y venidas de los dependientes y los clientes de las tiendas del centro y trataban inútilmente de hacer circular a los más morbosos. Al lado de la mesita del ordenador, sentada en una silla, había una mujer de unos setenta años que no paraba de hablar y de llevarse a la boca alguna cosa que tenía en la mano derecha. Había también un hombre de rostro hinchado, colorado, estropeado por el alcohol y un joven con camisa de manga corta que me pareció demasiado ligera para la temperatura que hacía. También reconocí a Soriano, jefe del Grupo de Homicidios.

Cuando llegamos ante ellos, Soriano me miró torciendo la cabeza, con el aire de quien ve acercarse el camión de la basura y se pregunta si podrá soportar el hedor. Demasiado joven para ser jefe de Homicidios, demasiado bien vestido para ser policía y demasiado cargado de autoridad para ser buena persona. Dirigió hacia Palop una ojeada recriminándole que metiera intrusos en territorio privado.

—¿Conoces a Soriano, de Homicidios? —nos presentó Palop.

—Por supuesto.

—Es el encargado del caso. Éste es Esquius, de la Agencia Biosca.

—Ya, ya nos conocemos.

Se lo pensó un momento antes de ofrecerme la mano. Le asqueaban los detectives privados pero en la academia le habían enseñado a guardar las formas.

—Por lo que tengo entendido, usted estaba investigando a la víctima —afirmó, para dejar patente que lo sabía todo y que tenía la situación controlada. Empleaba un catalán recién aprendido, con el que pretendía demostrar su capacidad de adaptación a un medio hostil.

—No. Yo vigilaba al de la foto —di un cabezazo en dirección hacia Palop, que estaba enseñando la instantánea a los tres testigos.

—¡Sí, sí! ¡Virgen Santísima! ¡Era éste! —gritó la abuela, santiguándose como si estuviera viendo un vampiro. Entonces me percaté de que aquello que no paraba de llevarse a la boca era una botellita de un licor tónico, que bebía con tanta fe como si fuera la poción mágica de Astérix—. ¡Éste es el que me he encontrado en el rellano!—Y, después de obsequiarse con otra dosis de aquel alcohol tan medicinal como puro, acabó proclamando al mundo entero, por si quedaba alguna duda—. ¡Éste es el asesino!

—¿Lo vio muy de cerca?

—Ya se lo he dicho, como estoy viendo a este señor ahora mismo. —«Doble», pensé. Ya lo había dicho mil veces, pero a la abuela le encantaba repetirlo y lo repetiría tantas veces como fuera preciso. Era maravilloso ser el centro de atención después de toda una vida de insignificancia y soledad—. Yo volvía de comprar, que siempre me gusta ir temprano, y, al salir del ascensor, con el carrito y todo, me lo he encontrado así, que casi hemos chocado. Y no era la primera vez que le veía. Salía de casa de Ramón, con una bolsa azul, y no se ha atrevido a mirarme a los ojos, iba avergonzado como un ladrón, así, escondiendo la cara como para que no le reconociera. Y se ha escabullido escaleras abajo. Y, justo cuando yo cerraba la puerta del piso, ¡pam!, he oído «bum» en la escalera. Un pedo muy fuerte, como una explosión de gas, y he dejado el carrito allí en la cocina y he salido corriendo otra vez, digo «¡Ay, Virgen Santa! ¿Qué ha pasado?» En el rellano he gritado: «¿Qué ha pasado, qué ha pasado?», que también ha salido la vecina, la señora Claudia, diciendo: «¿Qué ha pasado, qué ha pasado?» Y, como tenía el ascensor allí mismo, me he metido y he bajado, que para mí, a mi edad, las escaleras ya pesan. Y salgo abajo, al portal, y oiga, me encuentro con aquel panorama. El señor Ramón Casagrande tirado en el suelo, en medio de aquel charco de sangre…

—Y este señor de la fotografía ya no estaba.

—No, pero allí estaban sus huellas que salían hacia la calle.

El hombre del rostro hinchado también asintió con la cabeza cuando Palop le mostró la foto.

—Es él, es él.

Palop se volvió hacia mí, hablándome por encima del hombro.

—Este señor es el propietario del videoclub del otro lado de la calle —me informó—. Estaba en la puerta de su negocio cuando ha pasado todo.

—He visto toda la película —afirmó el hombre—. Desde los títulos de crédito hasta el
The End.

—Y dice que éste es el hombre que ha salido corriendo del número veintidós después de que se escucharan los disparos.

—Así es.

—¿Está seguro?

—Claro que estoy seguro.

—Pero antes ha dicho que el hombre que ha salido corriendo de la casa llevaba la cara manchada de sangre y se la iba frotando con la chaqueta…

El dueño del videoclub se impacientaba, como si ya comenzara a necesitar un trago de coñac.

—Vuelta con lo mismo. Era él. El mismo pelo, la misma ropa, los mismos pantalones, no sé si me entiende. Yo le he visto entrar en la portería, y he visto cómo iba vestido y le he reconocido, porque no era la primera vez que le veía. Porque éste y el muerto hacía días que eran uña y carne, no sé si me entiende. A mí no me extraña nada, pero nada de nada, eh, lo que ha pasado. Que este viernes pasado éste de la foto se presentó con cuatro o cinco putas, con perdón de la expresión, y se iba al piso de ese tal Ramón, seguro, porque montaron una orgía, que después los vi salir al balcón, cantando, borrachos y en pelotas. ¡Y follaron en el rellano de la escalera!

—¿Qué me dice? —saltó la abuela, estremecida.

—Sí, sí, señora. ¡Un escándalo! ¡A media tarde!

Un testimonio fantasioso.

—Y quiero decirle, para que conste, si me perdona un momento, que era el mismo que el que ha entrado esta mañana, poco después que saliera el señor Ramón, que a mí me parece que este jeta estaba esperando que Ramón saliera para entrar él, ¿me entiende?

—Perdón —intervine, y Soriano me puso en el antebrazo una mano de hierro que decía «¡Tú te callas!» Pero, como el testigo se había interrumpido y todos me miraban, insistí—. No entiendo. ¿Ramón Casagrande había salido…?

—Sí —dijo Palop, condescendiente, mirando a Soriano para que no fuera malo conmigo. Yo ya había decidido no sacar el bloc de notas, para no mosquear al gruñón—. A las diez y diez de la mañana, Ramón Casagrande sale de casa y toma un taxi…

—¡El mío! —intervino el chico de la camisa de manga corta, sediento de protagonismo.

—Lo ha parado ahí delante mismo.

—Me ha dicho que le llevara al Hospital de Collserola.

—Y entonces, este chaval de la foto, Adrián Gornal, entra en la casa, que lo ve este señor.

—Y tiene llaves —afirmé, ignorando la mano represora de Soriano y recordando la incursión de Adrián en el centro comercial para hacerse una copia de unas llaves.

—Exacto.

—Pero Ramón Casagrande regresa en seguida —animé al taxista.

—Sí, le suena el móvil, y empieza a charlar y se pone muy nervioso. No he escuchado qué decía, porque tenía la radio puesta, pero me ha parecido que se quedaba acoquinado, como si su jefe le estuviera metiendo una bronca. Me ha parecido que se encogía en el asiento. Para mí que se trataba de una cita que había olvidado. Total, que me ha dicho que media vuelta y que volvíamos al punto de partida. Llegamos aquí, me dice que me espere, que vuelve en un momento… Y, en seguida,
¡patapam!
, que oigo aquel disparo dentro de la casa. Claro, yo no sabía que era un disparo, pero me ha hecho pegar un salto, eso sí. Y, al cabo de un momento, sale éste de la foto, empapado de sangre.

—Pero frotándose la cara con la chaqueta…

—Sí.

—La cara manchada de sangre…

—Sí.

—O sea, que no se le veía bien la cara.

—No, no, pero era éste, era éste, seguro. El pelo, el tipo, la altura, la forma del peinado, seguro. —De todas formas lo decía como si a él no le importara nada si era aquel individuo o no.

—Yo estoy seguro, pero seguro —recuperó la palabra el hombre hinchado—. Porque llevaba rondando por el barrio desde que he abierto la tienda. Y no era el primer día, ¿eh? Que ya llevaba una semana dando vueltas por aquí, que más de una vez me había preguntado qué puñetas buscaba.

—Bueno, muchas gracias —dijo Palop. Y a mí—: No hay duda. Es él. Nos lo tendrás que contar todo, Esquius.

Se me escapó un suspiro de contrariedad. Un detective, como un policía, nunca lo cuenta todo. Soriano me clavó una mirada capaz de perforar paredes maestras para después poner un clavo y colgar un cuadro.

—¿Por qué vigilaba a Adrián Gornal? ¿Quién le contrató?

—Estas son precisamente las dos preguntas que no le puedo contestar —yo sólo reclamaba comprensión—. Le puedo decir todo lo que he averiguado de él en estos días, qué relación vi que tenía con Casagrande y le puedo hacer un resumen de lo que pienso de él, pero quién me contrató y por qué me contrató es cosa mía.

—Tiene razón, Soriano —Palop ponía paz—. Existe el secreto profesional. —A mí—: ¿Tú no crees que la persona que te ha contratado pueda estar involucrada en el crimen, verdad?

—De momento, no. Si en algún momento me parece que lo está, seréis los primeros en saberlo, por supuesto.

—¿Qué puedes contarnos?

Aunque no le miraba, me pareció que Soriano se mordía el labio inferior y cerraba los puños con tuerza. No podía soportar ver a su jefe humillarse ante un huelebraguetas. Pero conseguí reprimir la risa.

Corregí la información sobre las proporciones y circunstancias de la orgía del viernes, describí a Adrián Gomal como un holgazán mentiroso, volví a hablar de la discoteca Crash y del hombre estrafalario disfrazado de gánster, puntualicé que era Casagrande quien había discutido con él y no Adrián, e identifiqué a Ramón Casagrande en una fotografía que me enseñó Soriano. Por fin, cité que, la noche del viernes, Adrián había hecho copia de unas llaves furtivamente.

—¿Una copia de unas llaves? —Soriano levantó la vista de sus anotaciones.

—Sin duda, las llaves del piso de Casagrande —apunté, adelantándome a sus pensamientos.

—Así es como ha podido entrar y salir limpiamente del piso —dedujo él.

No dije el nombre de mi cliente, ni el por qué me habían contratado, ni hablé tampoco del putiferio del que habían salido las dos señoritas el viernes. Por alguna razón inconcreta, quería hablar con ellas antes de que lo hiciera la policía.

—Sí, es éste.

—Muy bien. Pase mañana por comisaría. Le tomaré declaración —era una terrible amenaza. Y se despidió de mí mirando hacia la salida del centro comercial para indicarme que ya no se me necesitaba ni se me aceptaba como compañía.

Palop me tomó del brazo y me alejó de su colega llevándome hacia la calle.

—¿Qué sabes de ese tío de la discoteca Crash? —le pregunté—. Era Román Romanés, ¿verdad?

—Ah, sí. Un pinta. Es uno de los propietarios de la macrodiscoteca. Tiene antecedentes por atraco y posiblemente trafica droga, pero es de esos que se las apañan para caer siempre de pie. Hace años que no pisa un juzgado. —Como para reconciliarme con el cuerpo de policía, me preguntó—: ¿Quieres que te muestre la escena del crimen?

—Me encantan las escenas del crimen.

Escena 2

Llegamos al portal y, cuando lo traspasábamos, casi nos topamos con Monzón de la Científica. Era un tipo bajito y delgado, con pajarita y unas gafas extravagantes que le dibujaban una uve sobre el puente de la nariz y que, combinadas con el pelo abundante y de punta, le daban la apariencia de un pajarote estrafalario. Parecía cualquier cosa menos un policía, y posiblemente había escogido las gafas y el peinado con esta finalidad expresa. Llevaba un montón de bolsas transparentes colgando de la mano derecha. Le encantó verme y me saludó efusivo.

—¡Hombre, Esquius, ven para acá, que esto te gustará!

—¿Os conocéis? —se sorprendió Palop. Nos conocíamos de hacía tiempo—. Entonces, no me necesitáis para nada. Os dejo, que tengo trabajo.

Los de la Científica son policías incomprendidos. Químicos, ingenieros, biólogos, médicos, experimentan una auténtica pasión por lo que hacen y quieren demostrar que no son groseros, expeditivos, superficiales y maleducados como se les supone a la mayoría de sus colegas. Pero sus compañeros no les hacen demasiado caso. Los tienen conceptuados como a unos pesados de los que hay que huir mientras todavía se está a tiempo. «Tú escribe el informe y no me calientes la cabeza.» De manera que, cuando encuentran a alguien dispuesto a hacerles de público atento, se vuelven literalmente locos.

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