Consejos de jardinería social (2 page)

BOOK: Consejos de jardinería social
6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Olvidé a Mersi, lo reconozco, hasta que apareció enterrada en mi jardín. ¿Cómo llegó ahí? Le dije antes que lo ignoro. ¿Hipótesis? Quizá alguien la dejó allí con la intención de crearme problemas. No tengo enemigos, o por lo menos no los tenía hasta que fui detenido, pero ya se sabe que la envidia es el pecado capital más cometido en nuestro país, y yo soy susceptible de envidia; usted también lo habrá sentido en sus propias carnes. ¿Fueron sus empleadores al ver que no era tan buena trabajadora como pensaban? ¿Fueron mis anteriores empleados del servicio movidos por el deseo de volver? ¿Fue algún novio abandonado y despechado? ¿Fue su familia, esa que tanto grita tras las pancartas? Mire en esa dirección. Candidatos no faltan, como puede ver.

Me temo que no puedo ayudarle más. Quizá con avisarle a usted de la cantidad de peligros que en el mundo nos aguardan, mi experiencia haya valido de algo.

Como ve, la explicación que le he dado de mi relación con Mersi es razonable, no le estoy haciendo perder el tiempo con el único objetivo de excusarme. Exponerle la verdad es lo que pretendo hacer con todos y cada uno de los cadáveres, y sé que usted me atenderá con el afecto del que ha hecho gala hasta ahora.

Si bien se ha determinado que fue enterrado un año antes que el de Mersi, el segundo cuerpo en aparecer fue el de mi hermano Aníbal. Cómo sentí enterarme de su fallecimiento. Por mucho que nuestras relaciones no fueran cordiales, un hermano es un hermano y la noticia de su muerte sólo dejaría indiferente a alguien sin corazón, que he dado sobradas muestras de no serlo.

La vida nos lleva por derroteros inesperados. Pocas veces una palabra es tan expresiva: derrotero significa camino, pero suena a derrota. Si de niño me dicen que voy a dejar de tener relación con Aníbal, no me lo creo. Si es que éramos inseparables: canciones, juegos, tesoros, aventuras en el jardín de mis padres… Lo compartíamos todo. En ocasiones tengo la sensación de que no hacemos otra cosa que perder, desde la infancia. Nacemos con infinidad de posibilidades, de amor, de felicidad, de ternura, y nos empeñamos en llegar al final del camino ligeros de equipaje, como dijo el poeta.

Perdone, perdone una vez más que me pierda en asuntos de los que charlaremos más adelante, usted y yo, sin toda la gente que nos rodea en esta inhóspita sala. Le contaré, como es preceptivo, la última ocasión en la que vi a mi hermano Aníbal. Ay, si hubiera sabido que no le vería más…

Tengo que retroceder en el tiempo hasta la vida de mi abuelo. Se lo mencioné antes, el que usaba la palabra guayabo. ¡Hay que ver cómo es la memoria!, un hombre que hizo tantas cosas y todas bien, que hasta tiene una calle a su nombre en su pueblo natal, y cada vez que pienso en él me viene a la cabeza su forma de referirse a una mujer bella. Curiosos mecanismos los de la mente humana, sin duda.

Mi abuelo fundó la empresa que proporcionó a mi familia la prosperidad de la que disfrutamos y que generosamente compartimos con nuestros empleados. Usted la conoce perfectamente: Lácteos Matías. Seguro que hasta se acuerda del eslogan que tantos años ha acompañado la publicidad de la marca: «Matías nos llena de alegrías». A algunos les parece un lema simple, incluso pueril, pero su eficacia ha sido demostrada en mil batallas. Tal vez en su infancia, tan afín a la mía, cantaba la canción al escucharla en los anuncios de la tele. No me equivoco si adivino que le pedía usted a su madre el yogur de chocolate Matías, las natillas Matías, el flan de huevo Matías… Disculpe, me dejo llevar. En los hogares españoles, el nombre de mi abuelo ha sido siempre sinónimo de felicidad. Todos le debemos mucho a don Matías Cardoso, no sólo sus herederos, también los niños de varias generaciones, usted y yo entre ellos.

Bien, como le decía, mi abuelo fundó la empresa y la llevó con mano firme hasta que murió. Menos mal que su cuerpo fue depositado delante de cientos de testigos en el panteón familiar, pues los periódicos serían muy capaces de echarme a mí la culpa de su fallecimiento. Mi padre, un hombre pusilánime, su único hijo, no estaba capacitado para dirigir la compañía y mi abuelo, con esa inteligencia natural que tienen los grandes hombres, aunque no hayan recibido una educación refinada, lo advirtió y evitó que pudiera desempeñar puestos de responsabilidad. Un grupo de ejecutivos fieles a la familia se ocupó de la empresa mientras los herederos nos dedicábamos a otras tareas, entre ellas el coleccionismo artístico y la caridad, creo que ya le he contado con cuántas organizaciones colaboro, y los buenos momentos que me dan. Después comentaremos mi otra ocupación, la de las colecciones, cuando llegue el momento, que llegará.

Mi hermano Aníbal, al hacerse adulto, quiso entrar en la administración de la empresa en lugar de dedicarse a aquello para lo que estaba llamado, el
dolce far niente
que dicen los italianos. Un hombre inteligente y preparado como él podría haber sido más útil para los demás ocupándose de labores altruistas. Pero no, él quería ser algo parecido a un capitán de la industria. Se metió en la empresa de una manera absurda, desde los puestos más bajos. A mí me parecía ridículo, por supuesto. Estuvo en los camiones de reparto, en el almacén, en administración… ¿No le parece indigno quitar puestos de trabajo a personas que los necesitan? No me extraña que hiciera enemigos, porque un enemigo tuvo que ser el que lo mató, ¿o no?

Llegó alto, si me permite usted la ironía de llegar alto en labores tan bajas. Ya decía Góngora, «ciego que apuntas y atinas…».

La última vez que le vi fue un par de meses después de acceder a lo que él deseaba con tanto anhelo: la dirección de la compañía familiar. Se presentó en mi casa sin avisar, algo propio de su nueva condición, tan cercana a la clase trabajadora, y entró sin esperar a que yo le invitara a hacerlo. Usted se percata del tipo de persona en que se había convertido mi propio hermano, ¿no? No contento con eso, me gritó. Me echó en cara haber desviado fondos de la empresa, me dijo que tenía la confesión de una secretaria conchabada conmigo. Sí, Blanca, casualmente el tercer cadáver que apareció y del que hablaremos después.

¿Se da cuenta? Qué sinsentido, qué atropello a la razón, como diría Santos Discépolo. ¿Para qué iba yo a desviar fondos de una empresa que era mía? ¿Quién en el mundo tiene un comportamiento tan ridículo? Sé que eso es lo que usted está consignando en sus notas.

Lo último que le oí decir fue que hasta ese momento era la única persona que conocía mis tejemanejes, que si no reparaba las pérdidas llamaría a la policía. Imagínese, aunque tuviera razón, que no la tenía, un hermano denunciando a otro ante unos desconocidos. ¿Había perdido la cabeza? Yo creo que sí. Eso por no hablar de su lenguaje: secretaria conchabada, tejemanejes… Qué desagradable todo. Espero que, si tiene usted hermanos, no los vea deslizarse así, por la pendiente de la vulgaridad.

Lo que pasó después, no lo sé. Le acompañé a la puerta para despedirlo, ¿qué otra cosa había de hacer? Indignado como estaba, no le llamé en los días que siguieron. Por lo visto dejó de acudir a su despacho de la compañía. Ni siquiera volvió a su casa con su familia. Hubo una denuncia de desaparición, estuve dispuesto a declarar ante la policía pero nunca me llamaron, su esposa vino a hablar conmigo y, como era mi obligación, la consolé.

Y cuando la policía empieza a excavar en mi jardín, aparece el cuerpo de mi hermano sin vida. No me diga que no es para pensar que hay alguien que quiere relacionarme con las dos muertes, con la de Mersi y con la de Aníbal… Bueno, y con la de los que nos quedan por hablar. Yo, desde luego, así lo pienso y es difícil que alguien me quite esta idea de la cabeza. Alguien quiere que parezca que tengo algo que ver.

Sé que usted no me pide mi opinión, sólo se la doy por colaborar. Si yo tuviera que investigar quién mató a Aníbal, intentaría averiguar cosas de su pasado, del tiempo que trabajó en puestos subordinados de la compañía. ¿Quién sabe si ocupó el puesto de repartidor que un compañero quería para un familiar o un amigo? Nunca se sabe qué puede pasar por la cabeza de alguien que se gana la vida cargando cajas de yogures o de latas de leche condensada. En mi familia los tratamos como iguales, seguro que en la suya también, pero usted y yo somos conscientes de que no lo son. ¿Merecedores de atención, cariño y respeto? Sí, categóricamente sí. ¿Dignos de confianza? Lanzo la pregunta al aire como forma de dejar patente mi respuesta.

No quiero hacerle perder el tiempo. ¿Hablamos del siguiente o, en este caso, la siguiente?

Blanca, Blanca, Blanca… Qué gran mujer. Aquí necesito que hagamos un inciso y nos abstraigamos, al menos durante unos minutos, de la situación, de la sala, de las circunstancias, y nos comportemos como lo que en realidad somos: dos grandes amigos. ¿Que para qué? Para compartir nuestro punto de vista sobre los temas más importantes en la vida de un hombre: el amor y las mujeres.

¿Cuáles son los tres soportes de nuestra vida? La posición social, la familia y el amor. Dos los controlamos, pero… ¿y el otro? ¡Qué fenomenal el misterio del amor!

¿Qué tenía Blanca sobre las otras mujeres? No sé. Le extrañará que no lo sepa explicar pero ésa es, como bien sabe, la magia de la pasión.

Usted se ha enamorado, con toda certeza. ¿A que no hace falta nada especial en el objeto del amor? ¿A que es irracional? Una mujer puede ser guapa, fea, simpática o antipática y aun así ser amada. ¿Cuántas veces habremos dicho: «No me merece, pero la amo»? Usted entiende esta situación y, por lo tanto, me entiende a mí. Blanca no me merecía, pero la amaba.

Nos conocimos por casualidad. Vi un anuncio en el periódico, llamé pidiendo compañía femenina y me mandaron a Blanca. Ya ve, de la manera más sencilla del mundo. ¿A cuántas mujeres había conocido así sin que se encendiera la llama incandescente del amor? ¿Le ha pasado a usted? ¿Ha conocido a su esposa fruto de una casualidad de ese estilo? Me encontré con una chica con inquietudes sorprendentes, a la bondad de ofrecer su compañía a los que la procuraban, unía su deseo de ascenso. Estudiaba para ser alguien en el futuro. No se crea que una habilidad manual como la mecanografía o algunas nociones de informática. No. Blanca tenía miras y capacidades mucho más altas, estudiaba Economía en una prestigiosa universidad privada. El anuncio no mentía.

Nuestras conversaciones se hicieron frecuentes y profundas. Blanca me visitaba, previa llamada mía. Nos fuimos haciendo íntimos. Pronto el intercambio económico entre nosotros dejó de tener valor, y si seguíamos cumpliéndolo se debía sólo a la comodidad que le suponía en su trato con los responsables de la empresa de relaciones públicas que auspició nuestro feliz primer encuentro.

Hubo tantas muestras de cariño y confianza entre nosotros… No me avergüenza decir que Blanca despertaba sentimientos dormidos en mí. No creo que esa sonrisa infantil que nos da el amor sea algo de lo que tengamos que avergonzarnos, tampoco que la ternura nos quite masculinidad. Nuestra generación, la suya, la mía, tiene la suerte de poder demostrar la sensibilidad desde la hombría; no necesitamos la máscara que siempre acompañaba, por ejemplo, a mi abuelo Matías. ¿Cómo ocultar la satisfacción ante el divertido mohín de felicidad que se reflejaba en la cara de Blanca al recibir su cheque? Son momentos que me hacen proclamar que soy hombre, que soy sensible y que me enorgullezco de serlo.

Al terminar la carrera me pidió ayuda y se la di, como hubiera hecho usted, como hubiera hecho cualquiera en disposición de hacerlo. Blanca, como si su nombre la predestinara a eso, entró a trabajar en Lácteos Matías. Al principio como secretaria, aunque podría haberse convertido en una de las primeras ejecutivas de la compañía. Desgraciadamente no tuvo tiempo para lograrlo y nunca sabremos el alcance de sus posibilidades que, en mi opinión, eran ilimitadas.

Blanca me pedía ayuda. Venía a casa con los libros de contabilidad y entre los dos arreglábamos los problemas de Lácteos Matías. Sacábamos de unas cuentas para ingresar en otras, cambiábamos recursos de sitio, en definitiva, tapábamos agujeros en una compañía que vivía algunos problemas desde la desaparición física, que no moral –puesto que siempre seguirá con nosotros–, de su fundador, mi abuelo don Matías. ¿Confundió esta ayuda mi hermano en su momento con una estafa? Es probable. Le digo que el bueno de Aníbal tenía confuso el pensamiento. Pero de Aníbal ya hemos hablado y ha quedado claro que su muerte no está relacionada conmigo. Ahora es el turno de Blanca.

Aníbal había venido a verme a mi casa por la tarde. Por la noche fue Blanca quien se presentó. Fue un día lleno de visitas. La recibí como siempre, con el cariño y el entusiasmo que me producía verla, pese a que mi hermano me dijera que habían hablado y le había explicado lo que hacíamos con la contabilidad.

Se lo pregunté directamente, como debe hacer alguien con una persona con la que pretende no tener secretos y compartirlo todo. Tales eran mis planes con ella. Su respuesta me sorprendió. Me infligió mucho dolor, para qué negarlo. Insolente, me dijo que mi hermano le pagaba más que yo. Sufrí como usted puede imaginar. No quería que estuviera en mi casa ni un minuto más y así se lo expresé. Vete, le dije, vete y no me causes más sufrimiento. Y se fue. Todo este tiempo me he acordado de ella pensando en lo lejos que la sentía de mí. Y ya ve, no estaba tan lejos, sólo a unos metros, allí, en mi propio jardín. La he seguido amando, aunque no se lo mereciera, aunque no me mereciera. En el fondo, cuando su cadáver apareció, me sentí un poco viudo y le perdoné sus veleidades finales. Prefiero recordarla en los buenos momentos que en la traición. ¿Qué le vamos a hacer? Soy incapaz de guardar rencor.

¿Alguna pista sobre quién la mató? Cuando lo que te mueve es la justicia, como a usted, como a mí, lanzar acusaciones sin fundamento contra alguien es difícil. No lo voy a hacer, lo que sí puedo es señalarle una dirección para investigar. ¿Qué pasó con la empresa en la que Blanca prestaba sus servicios? ¿Asumieron sin pestañear que ella les dejara para trabajar en Lácteos Matías? Otra, ¿hubo clientes de su compañía que la amaron tanto como yo y se sintieron celosos al ver su preferencia hacia mi persona? Todavía una tercera línea de pensamiento, una perspectiva a la que he dado muchas vueltas, ¿se suicidó cuando se dio cuenta de que aquello era el final de nuestro amor? Leí en un periódico que tenía tres disparos en la cabeza. Aparentemente eso descarta la posibilidad del suicidio. ¿Por qué? ¿Una mujer no se puede dar tres disparos seguidos en la cabeza? ¿Es que vamos a olvidarnos de la capacidad de sufrimiento de una mujer despechada por amor? Quizá la respuesta a esas simples cuestiones le lleve a saber la verdad. Ahí le dejo el reto.

BOOK: Consejos de jardinería social
6Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Death of Kings by Philip Gooden
Stripped Bare by Kalinda Grace
The Castle in the Forest by Norman Mailer
Love Me for Me by Jenny Hale
Grave of Hummingbirds by Jennifer Skutelsky
The Legend of Pradeep Mathew by Shehan Karunatilaka
Damian (The Caine Brothers #3) by Margaret Madigan
MageLife by P. Tempest
Power (Romantic Suspense) by wright, kenya