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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (14 page)

BOOK: Conspiración Maine
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La noche no parecía la misma en los arrabales de «La Misión» que en las laderas de las villas de La Habana. El aire en esa zona era puro, fresco y repleto de perfume a flores y hierba verde. Los jardines de las mansiones alineadas, las tapias enrejadas y los edificios de estilo inglés daban a esa zona de la ciudad un aire británico y aristocrático. Lincoln seguía a Hércules unos pasos por detrás. Desde que habían dejado al peruano apenas habían cruzado un par de palabras. El norteamericano se sentía subordinado en todo momento, pero la fuerza arrolladora de su compañero no le dejaba mucho espacio para sus propias iniciativas. Su mal humor a lo largo del día se convirtió en simple resignación. Al fin y al cabo, pensaba, el español estaba en su terreno, al principio tan sólo podía seguirle y esperar que las cosas se fueran aclarando.

Hércules se detuvo enfrente de una de las imponentes fachadas y echó un vistazo entre las rejas apartando unas enredaderas. Lincoln miró a su vez y ambos pudieron contemplar una villa con la base de piedra, la fachada jalonada con numerosos balcones y suntuosas ventanas. Un gran porche, sustentado por columnas de floridos capiteles le daba una imagen de mansión sureña de los Estados Unidos. El español se apartó de la verja y susurró a Lincoln unas instrucciones.

—La casa debe estar vigilada. Será mejor que espere aquí y vaya a pedir ayuda si no salgo en un par de horas.

—No puede hacer eso, estamos juntos en esto. Mis superiores no permitirían que cometiese una negligencia de este calibre.

—Mire, si entramos los dos en esa casa y nos descubren, la investigación se habrá terminado. Le prometo compartir toda la información que obtenga.

Lincoln frunció el ceño y sacó una pistola de la chaqueta. Miró a Hércules y dándole la vuelta se la entregó.

—Va a necesitar esto.

El español saltó la valla y se perdió rápidamente entre las sombras del jardín. Cuando estaba a unos pocos metros de la casa, visualizó a los dos guardianes que, armados con fusiles, hablaban delante de la puerta principal. Dio un rodeo y comenzó a escalar por la fachada lateral. Las rejas de las ventanas inferiores le facilitaron un poco la ascensión, pero en el último segundo estuvo a punto de resbalar. No iba vestido para hacer ese tipo de trabajo. Su traje blanco brillaba en la oscuridad como si fuese una luciérnaga, el lino se pegaba a su cuerpo debido al sudor, lo que hacía lentos y torpes sus movimientos. Además, llevaba meses sin entrenamiento y el alcohol había convertido sus músculos firmes en algo flácido y débil. Tiró de los brazos hacia arriba y logró colarse por uno de los balcones. Por fortuna, el calor hacía que las ventanas permanecieran abiertas, tan sólo una cortina blanca le separaba del interior.

Tenía que buscar al comandante por toda la casa. Aquel cuarto no era una de las habitaciones principales, éstas debían de dar a la fachada delantera, por lo que pensó que era allí donde se alojaba el comandante. Abrió la puerta y salió a un pasillo abierto en forma de «u» que comunicaba con un gran salón en penumbra. Tres puertas daban a la fachada principal, optó por ir primero a la central; esa habitación seguramente era la más grande de todas —pensó.

Sacó la pistola de un bolsillo y con la mano izquierda comenzó a abrir la puerta muy despacio. Una leve luz penetró en el pasillo, al otro extremo de la habitación, sobre un escritorio, un quinqué iluminaba la estancia. Sentado de espaldas a la puerta, un hombre escribía algo inclinado hacia adelante. Hércules dio unos pasos y volvió a cerrar la puerta. De puntillas se acercó a la figura y encañonándole en la cabeza le comenzó a susurrar.

—Será mejor que se dé la vuelta muy despacio.

El hombre al sentir el metal frío sobre la sien, levantó los brazos. Se giró despacio y miró con sus ojos negros detrás de unas gafas con cristales gruesos a Hércules. Su cara no ocultaba el miedo. Tenía la boca entreabierta y su frente comenzaba a sudar con profusión.

—¿Manuel Portuondo?

—¿Quién quiere saberlo? —preguntó el hombre con la voz temblorosa.

—Tengo que hacerle unas preguntas y será mejor que colabore. Intente tranquilizarse y responda a todas mis preguntas y, dentro de un rato, saldré por esa puerta y usted podrá seguir con lo que estaba haciendo.

—Señor, no sé lo que quiere de mí, pero no creo que pueda serle de mucha ayuda, soy un comandante retirado. Si lo que busca es dinero, puedo faci…

—No quiero dinero —dijo Hércules cortando la conversación—. Busco respuestas. En primer lugar, ¿por qué envió a un hombre conocido como «el peruano» para que me disparara la noche pasada?

El hombre le miró aturdido. Dudó unos instantes antes de responder y, con voz temblorosa dijo:

—Yo no he enviado a nadie para que le disparara. Hércules golpeó al hombre con la culata y éste se desplomó en el suelo. El español le agarró por el hombro y le puso de nuevo en pie. Tenía la ceja partida y sangraba abundantemente. El hombre se tapó la herida con la mano, pero la sangre le empañó las gafas. Hizo un gesto para meterse la mano izquierda en el bolsillo. Hércules reaccionó hincándole la punta de la pistola.

—Solamente busco un pañuelo.

Se hurgó los bolsillos y sacó un pañuelo.

—Le he dicho que si contesta correctamente a mis preguntas no le pasará nada, pero si no lo hace —dijo acercándole el cañón de la pistola a la boca. Morirá despacio, muy despacio.

El hombre observó el arma, después dirigió la vista a Hércules y levantando los hombros comenzó a responder a las preguntas.

—Envié a un hombre para que asustara a los agentes que investigan el hundimiento del
Maine
.

—¿Por qué? ¿No quiere que nadie descubra que usted hundió el barco?

—Está loco. A nosotros no nos beneficia que ese barco se haya hundido —refunfuñó el hombre.

—¿Entonces, qué interés tiene en entorpecer la investigación?

—Hay, digamos, algunos indicios falsos, que pueden inculparnos, echando a perder nuestra causa. Si los norteamericanos sospechan que hemos sido nosotros, no apoyaran la independencia de Cuba.

—Razón de más para que dejen que se aclare todo —dijo Hércules al tiempo que bajaba el arma.

—Pero, como le he dicho, hay ciertas pruebas que apuntan hacia nosotros —contestó el hombre atropelladamente.

—¿Qué tipo de pruebas?

—Pensamos que una mina hundió el barco, una mina fabricada por algunos elementos descontrolados de nuestra organización.

—¿Qué les hace pensar eso?

—Hace más de una década pusimos en marcha un plan para hundir barcos españoles. Tenemos sospechas de que algunos activistas se hicieron con el plan y lo han llevado a cabo.

—¿En qué consistía ese plan? —preguntó Hércules.

—Todo surgió en Lima, hace muchos años, si no recuerdo mal en el año 1887, cuando el general Máximo Gómez visitó la ciudad en busca de apoyo.

—Pero, ¿qué tiene que ver Lima con todo esto?

—Es una historia muy larga —dijo el hombre con la mirada perdida, como si los recuerdos le atrajeran hacia el pasado.

—No se preocupe, tenemos tiempo.

Hércules se sentó sobre la cama sin dejar de apuntar al comandante y éste empezó a narrarle lo que había pasado en Perú unos años antes.

Retrato ecuestre de Manuel Portuondo.

Capítulo 15

Lima, 24 Diciembre de 1887.

Esa mañana no parecía igual a las demás. En unas horas, la cena de Nochebuena recordaría a Manuel Portuondo que llevaba más de un año lejos de su casa y de sus amigos, pero ése no era el único hecho excepcional de aquel día. El general Máximo Gómez había logrado burlar los barcos españoles y, tras un largo viaje, se encontraba por fin en el Perú. En el país había mucha gente que veía con buenos ojos y apoyaba la causa cubana. Una simpatía que no compartía su presidente, Andrés Avelino Cáceres, que a pesar de las numerosas negociaciones se había negado a recibir al general.

En Lima, en aquel entonces, tres organizaciones secretas apoyaban la causa cubana, aunque muchas veces estaban enfrentadas entre sí. El
Leoncio Prada
, el
Independencia de Cuba
, al que Manuel pertenecía, y el
Mártires del Virginius
, una sociedad compuesta exclusivamente por mujeres. A pesar de sus diferencias, los tres se unieron para apoyar la visita.

Esa mañana, Manuel tenía que recoger al general de la casa de Antonio Alcalá, donde se alojaba, y llevarle a las oficinas de José Payán, el hombre más rico del Perú.

La entrevista con Payán fue en los mejores términos, se firmaron importantes acuerdos de exportación y negocio, que se llevarían a cabo tras el triunfo de la revolución, de esta forma, el general conseguía las armas y víveres necesarios para seguir su lucha. Cuando los tres hombres terminaron la reunión era la hora de comer, por lo que Manuel Portuondo llevó al general a la casa de un famoso ingeniero, un tal Blume, que en los últimos años se había interesado por la causa cubana.

Ilustración del ingeniero Blume aparecida en la revista La Ilustración española y americana del año 1895.

Manuel no sabía demasiado de Blume, pero se rumoreaba que este medio alemán y medio venezolano era uno de los inventores más inteligentes de América. Años antes había realizado sus estudios en Berlín y había ejercido su profesión en muchos países, entre ellos Estados Unidos, Puerto Rico y Cuba. Llevaba más de treinta y dos años en Perú y en la actualidad era ingeniero del estado.

La casa del señor Blume era humilde a pesar de que todo el mundo sabía la fortuna que había reunido el ingeniero con la construcción de los ferrocarriles nacionales. El edificio combinaba la sobriedad del ladrillo con un porche de madera ricamente adornado. En la entrada los recibió una criada indígena y los llevó hasta un elegante salón estilo inglés. El alemán no se hizo esperar, los saludó con extrema cortesía y les ofreció una copa de jerez antes del almuerzo. Pasaron a un salón y el propio Blume les sirvió las copas.

Ninguno de los cubanos sabía el motivo de la invitación, pero imaginaban que su anfitrión quería contribuir de alguna manera a su causa. Charlaron sobre Cuba, apuraron sus copas y después se dirigieron al comedor. Allí no había ninguna señora Blume; parecía que el ingeniero, absorto en sus investigaciones, no tenía tiempo para atender a una familia. No pudiendo esperar más, Manuel preguntó al ingeniero el motivo de su amable invitación. Blume interrumpió su comida, y para que sus invitados salieran de dudas, les presentó un asombroso proyecto.

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