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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (34 page)

BOOK: Conspiración Maine
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—Almirante. Escuchó Cristóbal Colón en la puerta de su cámara. Ocultó el libro y caminó hasta la puerta. Era el segundo cristiano que llegaba hasta aquellas tierras. ¿Sería él el hombre de la Providencia? Se preguntó mientras ascendía a cubierta.

TERCERA PARTE

El tesoro de Roma

Capítulo 42

Madrid, 24 de Febrero.

Pablo Iglesias estaba a la hora convenida en la puerta de la pensión. Miguel se demoró un poco, pero pronto los dos hombres cruzaron un Madrid helado. Unamuno estaba acostumbrado al frío salmantino, por lo que el gélido ambiente no le afectaba demasiado. Pablo propuso que, antes de acercarse a la embajada norteamericana, podían tomar un chocolate con churros. El profesor salmantino no se podía negar, el chocolate con churros era un exquisito manjar madrileño, que siempre que venía a la capital le gustaba degustar.

Entraron en el café, pidieron dos raciones y sin cruzar palabra miraron a través de los cristales a los transeúntes que caminaban deprisa azotados por el viento del norte. El camarero trajo unas tazas humeantes y el olor dulce del chocolate penetró por sus fosas nasales.

—Delicioso —dijo Unamuno saboreando el primer churro mojado en el caliente elemento.

—Sabía que no te negarías a esto —contestó Pablo sonriendo.

—En Salamanca no saben igual.

—Anoche observé que estabas muy afectado y no quise preguntarte por tu repentino interés por el embajador Woodford —comentó Pablo.

—Tengo algo importante que comunicarle —dijo Unamuno poniéndose muy serio.

—¿Tienes algo para él? ¿Algo que te dejó Ángel Ganivet? —dijo Pablo al tiempo que adelantaba el cuerpo.

—Ángel me encomendó un recado, pero no puedo decirte nada más.

—No hace falta. Lo entiendo. Aunque, un secreto y para el embajador norteamericano. Sólo puede tratarse de algo relacionado con Cuba —comentó Pablo.

Unamuno se limpió los dedos e introdujo la mano en el bolsillo para asegurarse de que la carta seguía ahí. Después miró muy serio a Pablo y le dijo: —Ganivet estaba asustado. Muy asustado. Puede que lo que estoy a punto de hacer sea peligroso—la cara del profesor reflejaba cansancio. Las ojeras y la hinchazón de los pómulos mostraban lo poco que había descansado aquella noche. Pablo le miró sorprendido. Unamuno era siempre amable y correcto. Nunca le había visto perder los nervios, pero ahora parecía ansioso y asustado.

La puerta del Sol de Madrid en el siglo XIX.

Café Gijón de Madrid.

—Si prefieres no decírmelo lo entiendo. Perdona que te haya preguntado, pero soy periodista por deformación profesional.

—No, Pablo. Perdóname a mí. Sabes que soy un hombre tranquilo. Creo que Ganivet se equivocó al escogerme para llevar este mensaje.

—No se hablé más. Acabamos los churros y nos vamos para la embajada —dijo Pablo intentando relajar el ambiente.

—¿Cómo es Woodford?

—Un viejo lobo. Militar, un hombre mayor de aspecto entrañable, pero un verdadero zorro. Utiliza guante de seda, pero dentro tiene una verdadera garra.

—¿Le conoces personalmente?

—Me temo que sí. Intenté hacerle una entrevista para el periódico, pero se negó en redondo. Me dijo que el gobierno de los Estados Unidos no hacía declaraciones a periódicos terroristas. ¿Te lo puedes creer?

—¿Y tú qué le respondiste?

—Le pregunté si su gobierno no consideraba terrorismo matar y aniquilar a todos los indios de Norteamérica.

—Me imagino su reacción —dijo sonriente Miguel.

—Casi me echa de la embajada a patadas —comentó Pablo, dejando escapar un poco de chocolate por la comisura de los labios.

—Entonces voy con el hombre indicado.

—No te preocupes, yo me quedaré en la puerta. No tengo ganas de volver a ver la cara del viejo general.

Los dos hombres pidieron la cuenta y salieron del local. Caminaron hacia la Puerta del Sol con paso rápido. Entre la multitud que llenaba las calles del centro no observaron que dos hombres, uno de baja estatura y otro muy corpulento, aceleraban el paso detrás suyo.

Washington, 25 de Febrero.

La gran mesa estaba repleta de papeles. El trabajo de las últimas semanas había desbordado la secretaría de Marina. Informes sobre los movimientos de los barcos españoles, el estado de los barcos de la Armada de los Estados Unidos, algunos resultados de las investigaciones en el puerto de La Habana, mapas, todo tipo de datos de tropas, armas y habitantes de las islas gobernadas por España.

Roosevelt se sentó en el confortable butacón de cuero y se encendió un puro. Buscó entre los papeles un cenicero, pero recordó que Long no fumaba. El viejo no podía ni con su alma y la tensión de los últimos días le estaba matando. Tomó de una estantería cercana un pequeño plato votivo, lo dejó sobre la mesa y soltó la ceniza. Descolgó el teléfono y comenzó a dar órdenes.

—Señorita, póngame con O´Neil. Rápido —aspiró el puro y esperó hasta que escuchó la voz al otro lado de la línea—¿O´Neil? Hola, soy yo. ¿El viejo? Ha ido a pescar. La tensión le va a matar. Hoy mando yo. Quiero que envíes a Nueva York diez cañones de 14 centímetros y veinte de 12.

—Pero, señor —se escuchó débilmente.

—Hay que armar varios barcos mercantes y no hay tiempo para estupideces —le espetó el subsecretario.

—Pero necesito una orden del secretario.

—Yo soy el subsecretario y el hombre al mando. ¡Quieres mover tu culo y enviar los cañones! —bramó Roosevelt. El interlocutor se mantuvo en silencio—. Adiós —dijo en un exabrupto y colgó.

—¡Secretaria! —gritó. Una mujer mayor con el pelo recogido en un moño entró en el despacho—. Por favor, necesito que escriba un telegrama para el señor Dawey.

La mujer sacó una libreta y comenzó a anotar.

—Estimado Dawey. —Espero todo bien—. Mantenga el nivel de almacenamiento de carbón. —Asegúrese que los barcos españoles no dejan Manila—. Buena estancia en Hong Kong. Stop. —Mándelo lo antes posible.

La secretaria abandonó el despacho y Roosevelt se recostó poniendo los pies sobre la mesa. Cruzó los brazos detrás de la cabeza y saboreó el puro. Por unos instantes se le pasó por la mente el angustioso telegrama de Young desde Madrid. Sus socios estaban empezando a impacientarse. Esperaba que Potter estuviera realizando un buen trabajo y que antes de quince días todo hubiese terminado.

Capítulo 43

La Habana, 26 de Febrero.

La reclusión forzosa de los últimos días había desanimado a todo el grupo. Hércules y Gordon propusieron que para tranquilizar los ánimos era mejor que no se dejaran ver por La Habana. Especialmente, el agente español y Lincoln. Hernán seguramente estaba buscándolos por toda la ciudad, un tipo como él no iba a quedarse con los brazos cruzados después de sentirse burlado. Pero el proxeneta no era el único ni el mayor de los temores del grupo. La muerte de las dos prostitutas había movilizado a la policía, a los matones del local y sus dueños y, con toda seguridad también a los Caballeros de Colón, que seguían tras la pista del profesor, pero Helen no respetó el encierro y esa mañana dejó a los hombres dormidos y se escapó a la oficina de telégrafos. A su regreso, la mirada de Hércules no le dejó ninguna duda.

—Se va sin decir nada. Desaparece contraviniendo las órdenes —dijo el español con los brazos cruzados cuando la mujer abrió la puerta.

—¿Órdenes? No sabía que esto era un cuartel militar. Yo no obedezco órdenes. Me entiende —dijo la mujer hincando su dedo índice en el pecho del agente.

—Usted está con nosotros y debe obedecer. No ve que de esta manera nos pone en peligro a los demás.

—No se preocupe, he tomado mis precauciones.

—¿Adónde ha ido?

—A la oficina de telégrafos.

—¿A la oficina de telégrafos? Si alguien quería encontrarnos sólo tenía que esperar frente a la oficina de telégrafos.

—Nadie me ha seguido. No he visto nada sospechoso.

—Usted era algo sospechoso. Una norteamericana rubia pavoneándose por la ciudad. Toda Cuba le ha seguido con la mirada.

—¿Quién nos dice que Helen no es una informadora de Hearst? Al fin y al cabo, sólo sabemos lo que ella nos ha contado —dijo Lincoln asomando detrás de Hércules.

—Pueden comprobar mi identidad. Les puedo dar la dirección de mi periódico y todos los datos que quieran.

—Dejen a la muchacha —medió el profesor—. No hay que alarmarse.

Los dos hombres se calmaron y Helen subió las escaleras y se metió en su habitación. Unos minutos después, Hércules estaba llamando a la puerta. No podía evitar sentirse incómodo con toda la situación. Al otro lado, la mujer tumbada sobre la cama intentaba ahogar las lágrimas con la almohada.

—Helen, por favor. Déjame entrar.

Al final el hombre abrió la puerta y contempló a la muchacha tumbada boca abajo sobre la cama. Escuchó los sollozos ahogados y cerró la puerta. Se sintió angustiado al verla llorar. Durante aquellos días se había olvidado de que Helen era una mujer. Ella siempre reclamaba un trato igualitario, que nadie hiciera diferencias por su condición femenina, hasta el punto de que él había olvidado que era una mujer. Naturalmente, saltaban a la vista sus atractivos físicos, pero durante aquel tiempo, para Hércules, la periodista era uno más del grupo. No podía negar que cuando estaba ella, tendía a exagerar sus acciones. Se mostraba más valeroso, más tenaz e ingenioso. Sin duda, todo aquel coqueteo tenía una razón, pero no había tenido tiempo para pensar en ello.

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