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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

Conspiración Maine (37 page)

BOOK: Conspiración Maine
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—Gracias.

Los dos hombres tomaron asiento uno enfrente de otro. El norteamericano parecía incómodo con aquel cuerpo enorme saliéndosele del sillón.

—¿Quiere ver al embajador?

—Sí. Tengo que entregarle una cosa personalmente.

—Puedo preguntarle qué quiere entregarle.

—Algo muy importante.

—Pero, puede decirme de que se trata. Perdone —dijo golpeándose ligeramente la frente. No me he presentado, ¿verdad? Soy Peter Young, secretario personal del embajador.

Unamuno le miró por encima de las gafas y sin pestañear observó detenidamente al hombre. Su amigable sonrisa y su mirada de bobalicón norteamericano del medio oeste no encajaban con unos ojos inquietantes y escrutadores.

—¿Puede entregarme esa cosa a mí? Yo se la daré al embajador.

—Lo lamento, pero debo entregárselo al embajador en persona —insistió Miguel.

—Desgraciadamente el embajador no se encuentra en Madrid en estos momentos. Pero si me lo da a mí, yo se lo haré llegar lo antes posible. Puede estar seguro.

—Gracias, pero no es posible —dijo Unamuno poniéndose de pie—. Prefiero esperar a que el embajador regrese a la ciudad.

—Pero puede tardar días en volver.

—Esperaré. Sería tan amable de dejarle un mensaje.

—¿Cómo no? —dijo Young, forzando la sonrisa.

—Le puede dar esta dirección y decirle que deseo verle para entregarle un mensaje de vital importancia para su país.

—Naturalmente. Aunque insisto en que podría dejar el mensaje en la embajada. Si es muy urgente, puedo enviárselo telegráficamente.

—Muchas gracias. Es usted muy amable, pero creo que regresaré cuando el embajador pueda recibirme —dijo Unamuno extendiendo la mano. Young la apretó con fuerza y sin soltarla dijo.

—No entiendo sus
receles
. Somos dos pueblos amigos, hermanos, que pasan por un difícil momento. No hay lugar para la desconfianza. ¿No cree?

—Puede soltarme la mano, por favor —dijo el español frunciendo el ceño.

El secretario le soltó, pero su congelada sonrisa se transformó en una expresión de enfado. Fueron unos segundos. Repentinamente, tan rápido como había desaparecido, la sonrisa brotó de nuevo y acompañó al español hasta la salida.

—Si cambia de opinión, puede encontrarme aquí en cualquier momento. Esto es —dijo extendiendo los brazos— como mi hogar.

Unamuno se dio la vuelta y bajó las escaleras. No pudo ver la cara del secretario, pero notó su mirada penetrante atravesándole el abrigo y calándole hasta los huesos. Cruzó la calle y suspiró al ver a su amigo Pablo Iglesias en la acera de enfrente.

—No has tardado mucho. Aunque, si te soy sincero, estaba empezando a congelarme. ¿Qué tal con el embajador?

—No está en Madrid —dijo Miguel.

—Qué extraño, en un momento como éste. En mitad de un conflicto diplomático lo normal es que el embajador esté en la embajada.

—Eso digo yo —dijo Unamuno sonriendo—. Bueno, por lo menos es la excusa perfecta para estar unos días más en la ciudad.

—No te preocupes, lo pasaremos bien.

En la ventana superior de la embajada un hombre de avanzada edad caminaba de un lado al otro del pasillo. Cuando llegó el secretario se detuvo frente a él y le preguntó:

—¿Quién era?

—Alguien que quería una información para visitar nuestro país.

—Ah —dijo el hombre—. Tengo que terminar de redactarle la carta. Espero que no haya más interrupciones.

—Sí, señor embajador —dijo el secretario al tiempo que se sentaba en el escritorio.

Woodford se aproximó a la ventana y vio alejarse a dos hombres. Uno de ellos le resultó familiar, pero su mente regresó de nuevo al informe que debía enviar a Washington, cerró la cortina y comenzó a dictar.

La Habana, 26 de Febrero.

Helen echó a correr sujetándose la falda. Sus botas, largas hasta casi la rodilla, le impedían ir muy deprisa. El corazón empezó a latirle con fuerza, la respiración entrecortada apenas le dejaba tomar aire. Los pasos irregulares a su espalda se tornaron en un trote. Cada vez sentía su aliento más cerca. Tenía la esperanza de llegar a la avenida que bordeaba el puerto. Allí, a esas horas, todavía había algunos tugurios abiertos y marineros, borrachos como cubas, buscando algún lugar donde dormir la mona. Al fondo de la callejuela, podía verse un pedazo de bahía oscura. La blusa le apretaba la garganta, casi no podía respirar, bañada en sudor con los pies destrozados, no llegaría muy lejos si alguien no le prestaba ayuda.

El hombre se aproximaba. Su jadeo podía percibirse ya a la altura del oído de Helen. Entonces, el perseguidor extendió su brazo y lo posó sobre el frágil hombro de la muchacha. Un escalofrío recorrió el cuerpo tembloroso de Helen, que por el peso de la mano se tambaleó y estuvo a punto de caer de espaldas. El otro brazo le agarró la cintura y al final la periodista frenó en seco. El hombre logró controlar el equilibrio y, al mismo tiempo, mantenerla sujeta. El aliento del desconocido le daba en la nuca. Una mezcla de tabaco y whiskey. El corazón le iba a estallar.

—Helen —dijo una voz que le resultaba familiar—. No creía que pudiera correr tanto y tan aprisa.

La periodista se dio la vuelta y observó la sonriente cara del señor Winston Churchill, que jadeante la miraba con sus grandes ojos salto25nes. Nunca se alegró tanto de ver al petulante periodista. El hombre la soltó, se ajustó la pajarita y la camisa y apoyando sus manos en las caderas le dijo: —Compañera Helen, gracias a la hadas del destino, la he visto tomando algo con el capitán Potter. Enseguida he comprendido que le estaba sacando información privilegiada. Sé dónde está la noticia, puedo olfatearla—dijo Churchill al tiempo que movía la nariz.

—Pues esta vez, además de darme un susto de muerte, no ha olfateado usted bien. El señor Potter es un viejo amigo de mi familia —contestó Helen recuperando la compostura, aunque todavía respiraba con cierta dificultad.

—No dudo tal extremo. Las mujeres siempre saben hacer los amigos adecuados. Usted se las da de mujer liberal, profesional, al mismo nivel que los hombres, pero es capaz de realizar el mayor acto de coquetería para extraer una información.

—Se equivoca de nuevo —dijo Helen frunciendo el ceño.

—Claro, por eso paseaban del brazo por la bahía. Muy profesional.

—No tengo por qué darle explicaciones sobre mi vida privada —espetó la mujer, dando la espalda al inglés.

—Ni yo se las pido, señorita. Lo que solicito de usted es información —dijo Churchill dándole la vuelta.

—Si quiere información pregunte usted mismo al capitán.

—Si tuviera su esbelto cuerpo —dijo Churchill mirando de arriba abajo a la mujer—. Pero me temo que la naturaleza me ha dotado con otros encantos. ¿Verdad?

—Naturalmente. La petulancia, la arrogancia y la descortesía —contestó Helen.

Churchill sonrió y con un gesto teatral indicó a la periodista que se pusieran a caminar. Ella dudó por unos instantes, pero luego se dio cuenta de que cuanto antes se pusieran en marcha, antes perdería de vista al reportero aristócrata.

—Déjeme por lo menos acompañarla a su hotel. Aunque, creo que por aquí no se va a su hotel, ¿verdad?

—Eso a usted no le importa.

—Lo comprendo, pocas mujeres liberales como usted pueden presumir de dormir cada noche en un lupanar.

—¿Cómo se atreve? —dijo Helen deteniéndose en seco y lanzando una bofetada al periodista inglés. Churchill en el último momento agarró la mano y detuvo el golpe.

—Perdone señorita, pero no voy dejar que me dé un golpe por decir la verdad —dijo Churchill sonriente—. ¿Acaso teme por su reputación? Ah, no, las mujeres liberales no tienen miedo de su reputación.

—Creo que disfruta con todo esto. Le aseguro que prefiero estar en un lupanar que en una de sus decadentes mansiones de su decadente Inglaterra. Ahora será mejor que me deje sola.

—No, he dicho que la acompañaré hasta su… residencia. ¿Qué menos puede hacer un caballero por una dama en mitad de la noche?

El resto del viaje lo hicieron en silencio. Al llegar al edificio observaron un grupo de gente haciendo corrillo en la puerta. En la entrada, dos guardiaciviles pedían la documentación y un buen número de hombres a medio vestir hacían cola enseñando sus papeles.

Capítulo 45

Cerca de la costa de Banes, Cuba, 28 de Febrero.

El cielo azul cegaba los ojos de los ocupantes del pequeño yate. Una embarcación, cómoda para dos personas y un tripulante se hacía pequeña para tres hombres, una mujer y el marinero que llevaba el timón. Hércules pasaba mucho tiempo en la proa, ordenando sus ideas y disfrutando de la brisa que empezaba a tostar su pálido semblante, pero el calor del sol no podía apaciguar su estado de ánimo. El profesor estaba estable dentro de la gravedad, aunque dejarle solo en el hospital no le tranquilizaba mucho. El comisario les había prometido que un guardia le vigilaría de día y de noche, pero al agente español las palabras del comisario no le infundían mucha seguridad.

El profesor Gordon insistió, hasta perder el poco aliento que le quedaba, para que salieran para Baracoa, detuvieran a sus agresores y recuperaran el libro de San Francisco. Lincoln se opuso rotundamente, no quería alejarse de La Habana y desviar la atención de su verdadera misión: descubrir quién había hundido el
Maine
. Pero cuando Hércules le explicó lo que el Caballero de Colón le había asegurado, que su orden había facilitado información y dinero a un grupo de hombres que habían realizado el sabotaje, los dos estuvieron de acuerdo en que, los únicos individuos que podían haber puesto la bomba eran los revolucionarios cubanos. Pero como Manuel Portuondo negaba su participación en el sabotaje, las ordenes sólo podían provenir del general Máximo Gómez.

El general Máximo Gómez había logrado en poco tiempo deshacerse de todos sus enemigos políticos. Algunos le acusaban de practicar la brujería. Brujo o no, era indudable que todos sus opositores terminaban muertos o destituidos. Primero, la oportuna muerte del general Agramante en 1870, por la que Gómez pasaba a ser el jefe militar de los revolucionarios. Después, el cese del primer presidente revolucionario, Céspedes, el que hizo el famoso
grito de Yara
, proclamando la independencia en 1868. La tercera sombra sobre el general Gómez, el propio fundador del Partido Revolucionario Cubano, José Martí, muerto a los pocos días de desembarcar en la isla. Un año después, en 1896, Maceo fue asesinado en una emboscada realizada por los españoles; que habían logrado aislarlo en el occidente de la isla. A esta larga lista, se podían añadir las repentinas muertes de Francisco Vicente Aguilera en Nueva York, o la de Flor Combet, lugarteniente de Maceo. Un hombre como el general era peligroso.

Fotografía de las calles de Baracoa en el siglo XIX.

Grabado de Baracoa en el siglo XIX.

A pesar del riesgo, Hércules y Lincoln decidieron ir al oriente de la isla para hablar con el general, pero antes tenían que resolver dos problemas. El general Máximo Gómez no iba a recibir con los brazos abiertos a dos agentes del gobierno, por lo que Lincoln propuso que se hicieran pasar por periodistas. Al fin y al cabo, Helen lo era de verdad y podía facilitarles algunas credenciales. El segundo problema era más complicado, necesitaban un barco que los llevara hasta su destino. La mayor parte de las embarcaciones privadas habían abandonado la isla repleta de ricos comerciantes, que preferían esperar a que las cosas se calmasen antes de regresar. Además, los norteamericanos comenzaban a bloquear los puertos, intentando evitar la aproximación de barcos españoles. Los pescadores se negaban a viajar al sur y arriesgarse a ser apresados por los revolucionarios o asaltados por alguno de los numerosos corsarios que infectaban las aguas del oriente de la isla. En definitiva, que el único barco disponible en La Habana pertenecía a un tal Winston Churchill, un periodista y aristócrata inglés, que trabajaba para el
Daily Graphic
.

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