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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

Contrato con Dios (38 page)

BOOK: Contrato con Dios
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—¿Qué dice? —aulló Andrea, que pese a sus dificultades para oír había entendido muy bien la primera frase—. ¡Maldito hijo de puta! Ellos van a sacar el Arca en unas horas, joder. Déjeme quedarme hasta mañana. Me lo debe.

—¿Acaso le debe algo el pescador a su gusano? Llévensela. Ah, y asegúrense de que se van con lo puesto. No la dejen llevarse el disco duro con las fotos que ha hecho aquí.

Dekker llamó aparte a Alryk y le habló en voz baja.

—Llévalas tú.

—Y una mierda. Quiero quedarme para tratar con lo cura. Acaba de matar a mi hermano —dijo el alemán, con la mirada perdida y los ojos inyectados en sangre.

—Estará vivo cuando regreses. Haz lo que te ordeno. Torres te lo mantendrá calentito.

—Joder, coronel. Hay al menos tres horas de ida y tres de vuelta hasta Aqaba, a velocidad total con el coche. Si Torres le pone la mano encima, cuando yo llegue no quedará nada de él.

—Créeme, Gottlieb. Estarás de vuelta en una hora.

—¿A qué se refiere, señor?

Dekker le miró fijamente, molesto por lo obtuso del cerebro de subordinado. Le fastidiaba tener que explicarse demasiado.

—Zarzaparrilla, Gottlieb. Y hazlo rápido.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Jueves, 20 de julio de 2006. 07.14

En la parte de atrás del H3, Andrea entrecerraba los ojos intentando lidiar con el polvo que entraba a través de las ventanillas. La onda expansiva de la explosión del tanque de gasolina había destrozado los cristales y rajado el parabrisas, y a pesar de que Alryk había tapado los huecos con cinta aislante y un par de camisas de camuflaje —de lo contrario el todoterreno hubiera sido ingobernable—, la prisa con la que había realizado el trabajo había dejado pequeñas grietas por las que se colaba la arena. Doc se había quejado al mercenario, pero éste no había respondido. Sujetaba el volante con ambas manos, los nudillos blancos y la boca tensa. Había salvado la enorme duna de la entrada del cañón en tan sólo tres minutos y ahora pisaba el acelerador como si le fuera la vida en ello.

—No es el viaje más cómodo del mundo pero al menos volvemos a casa —dijo Doc, poniendo la mano en el muslo de Andrea. Ésta le sujetó la mano muy fuerte.

—¿Por qué lo haría, Doc? ¿Por qué llevaba explosivos en el maletín? Dime que todo esto es un montaje —la voz de la joven era casi una súplica.

La doctora se inclinó sobre ella, de forma que Alryk no pudiera oírles desde el asiento delantero, aunque con el ruido del motor y del viento agitando la improvisada cobertura de las ventanillas Andrea dudaba que el alemán pudiera oírlas si ellas no gritaban.

—No lo es, Andrea. Los explosivos eran suyos.

—¿Cómo lo sabes? —dijo Andrea, mirándola ahora muy seria.

—Porque él me lo dijo. Después de lo que descubriste bajo la tienda de los soldados, Fowler me pidió ayuda para un plan descabellado: volar el suministro de agua.

—¿Qué dices, Doc? ¿Tú sabías algo de esto?

—Él vino aquí por ti, Andrea. Te salvó la vida una vez, y según el código de honor por el que se rigen los de su clase, eso le obliga a prestarte ayuda cada vez que la necesites. De alguna manera que desconozco fue su jefe quien te involucró en todo esto para asegurarse de que él estaría aquí.

—¿Por eso Kayn dijo lo del gusano?

—Para ellos sólo eras algo que les servía para controlar a Fowler. Todo ha sido una mentira desde el principio.

—¿Y ahora qué pasará con él?

—Olvídalo. Lo interrogarán y después… desaparecerá. Y, antes de que digas nada: ni se te pase por la imaginación volver allí.

La enormidad de aquella revelación dejó atónita a la periodista.

—¿Por qué, Doc? —Andrea se apartó de ella, asqueada—. ¿Por qué no me lo dijiste, después de todo este tiempo? Me juraste que no volverías a mentirme. Me lo juraste en mitad de un polvo, zorra. No sé cómo he podido ser tan estúpida de…

—Yo digo muchas cosas.

Una lágrima rodó por las mejillas de Doc, y cuando siguió hablando había un tono acerado en su voz.

—Su misión y la mía eran diferentes. Para mí sólo era otra más de las ridículas expediciones que aparecen de tanto en tanto. Ya te lo dije. Pero él sabía que podía ser real. Y si lo era tendría que hacer algo al respecto.

—¿El qué? ¿Volarnos a todos en pedazos?

—No sé quién fue el que ha puesto las bombas de esta mañana pero, créeme, no fue Anthony.

—Y tú no has dicho nada.

—No podía hablar sin implicarme —dijo Harel apartando la mirada—. Sabía que nos sacarían de allí. Yo… quería estar contigo. Lejos de la excavación. Lejos de mi vida, supongo.

—¿Y qué hay de Forrester? Era tu paciente y lo has dejado allí.

—Murió esta mañana, Andrea. Justo antes de la explosión. Llevaba años enfermo, ya lo sabes.

La joven sacudió la cabeza.

Ganaré el Pulitzer, pero ¿a qué precio?

—No puedo creerlo. Tanta obsesión. Tantas muertes. Tanta violencia sólo por una absurda pieza de museo.

—¿Fowler no te lo ha explicado? Hay mucho más en juego de lo que…

Harel se interrumpió. El coche estaba aminorando la marcha.

—Esto no es normal —dijo Harel asomándose por las rendijas de la ventanilla—. Aquí no hay nada.

Una ligera sacudida y el Hummer se detuvo del todo.

—Eh, Alryk, ¿qué hace? —dijo Andrea—. ¿Por qué paramos?

El enorme alemán no dijo nada. Con parsimonia, quitó las llaves del contacto, puso el freno de mano y se bajó del coche dando un portazo.

—Mierda. No se atreverán —dijo Harel. Andrea percibió el miedo en la doctora, flameando como una bandera al viento.

Los pasos de Alryk resonaron sobre la arena. Estaba dando la vuelta al coche por detrás, acercándose a la puerta del lado de la doctora.

—¿Qué está pasando, Doc?

La puerta se abrió.

—Bajen —dijo Alryk con rostro inexpresivo.

—No puedes hacer esto —dijo Harel, sin moverse ni un milímetro—. Tu jefe no quiere enemistarse con el Mossad, Alryk. Somos muy mal enemigo.

—Ordenes son órdenes. Bajen.

—No a ella, al menos. Déjala marchar, por favor.

El alemán se llevó la mano al cinturón y desenfundó su pistola automática.

—Por la última vez. Bajen.

Harel miró a Andrea con resignación, se encogió de hombros y se agarró con ambas manos a la presilla situada sobre la puerta para bajar con seguridad.

De pronto, flexionó los músculos de los brazos y sosteniéndose sobre ambas manos lanzó los pies hacia delante, impactando en el pecho de Alryk con sus gruesas botas. El alemán soltó la pistola, que cayó sobre la arena, y Harel se lanzó sobre él con la cabeza por delante, logrando derribarle. La doctora se incorporó enseguida y le dio un puntapié que impactó en la cara del mercenario, reventándole una ceja y hundiéndole un ojo. Doc levantó el pie sobre su rostro, dispuesta a terminar el trabajo, pero el soldado se incorporó y le agarró el pie con la enorme mano, girándolo brutalmente a la izquierda. Hubo un crujido de huesos rompiéndose, y Doc cayó al suelo.

El mercenario se levantó y se dio la vuelta. Andrea se dirigía hacia él dispuesta a golpearle, pero el mercenario se la quitó de encima con un revés de la mano que dejó la mejilla de Andrea de un intenso color escarlata. Andrea cayó de culo, notando algo duro bajo el trasero.

Mientras, Alryk se inclinó y agarró con la mano izquierda la inmensa mata de pelo rizado de la doctora y tiró de ella, levantándola como si fuera una zanahoria hasta poner el rostro de ella junto al suyo. Harel estaba aturdida, pero aún acertó a mirar fijamente a los ojos del soldado y escupirle con desprecio.

—Jódete, montón de mierda.

El alemán le devolvió el escupitajo, y después alzó la mano derecha, armada con su cuchillo de combate. Lo hundió en el estómago de la doctora con todas sus fuerzas, deleitándose en los ojos desorbitados y la boca abierta de su víctima, que luchaba por respirar. Retorció el cuchillo en la herida, en un movimiento circular, y después lo retiró con fuerza. Una oleada de sangre brotó con fuerza, manchando el regazo y las botas del mercenario, que soltó a Doc con disgusto.

—¡NOOO!

El mercenario se volvió hacia Andrea, que había aterrizado sobre la pistola y había intentado descubrir dónde demonios estaba el seguro cuando el ruido del cuchillo hundiéndose en las tripas de Doc y el estertor, agónico de su amante le hicieron alzar la cabeza. Gritó con todas sus fuerzas y apretó el gatillo.

La automática se encabritó en sus manos y le dejó los dedos entumecidos —no había disparado un arma en su vida, y así fue el resultado—. El disparo pasó junto al soldado sin rozarle y se estrelló en la portezuela del Hummer. Alryk, gritando algo en alemán, se abalanzó sobre ella. Andrea disparó tres veces más, casi sin mirar.

Una bala se perdió en el aire.

Otra reventó un neumático del todoterreno.

La tercera entró por la boca abierta del mercenario, que por pura inercia de sus noventa y cuatro kilos continuó su trayectoria hacia el cuerpo de Andrea, aunque sus manos ya no buscaban arrebatarle el arma y estrangularla, sino que colgaban inertes a los costados del cuerpo. Se desplomó boca arriba, intentando hablar y emitiendo gárgaras de sangre por la boca abierta. Andrea vio horrizada que el disparo le había arrancado varios dientes. Se hizo a un lado, aún apuntándole —aunque de no haber conseguido herirle de casualidad esto hubiera servido de poco, ya que la mano le temblaba y sus dedos estaban casi sin fuerza, con el brazo magullado por el retroceso—, y esperó.

El alemán tardó casi un minuto en morir. La bala le había partido el cuello, dejándolo inmóvil, y fue su propia sangre la que bloqueó su tráquea y le ahogó.

Cuando estuvo segura de que Alryk ya no era una amenaza, Andrea corrió hacia Harel, que se desangraba en la arena. Le hizo incorporarse, procurando no mirar los intestinos desgarrados que se le escapaban por la enorme herida que Harel intentaba inútilmente taponar con sus propias manos.

—Aguanta, Doc. Tú dime qué hay que hacer y te sacaré de ésta, aunque sea sólo para patearte el culo por haberme mentido.

—No te esfuerces —respondió Harel con un hilo de voz. Estoy jodida. Créeme. Soy médica.

Andrea sollozó, pegando su frente a la de ella. Doc retiró una de sus manos de la herida y tomó una de las de la periodista entre las suyas.

—No. Dime que no es verdad.

—Ya te he mentido bastante. Quiero que hagas una cosa por mí.

—Lo que sea.

—Dentro de un minuto quiero que te subas al Hummer y te dirijas hacia el oeste por este camino de cabras. Debemos estar a 150 kilómetros de Aqaba, pero deberías poder alcanzar la carretera —hizo una pausa por el esfuerzo y apretó los dientes de puro dolor— en unas dos horas. Síguela entonces hacia el norte, y si ves a alguien deja el Hummer y únete a ellos. El coche lleva un marcador GPS, y yo lo que quiero es que te pierdas. ¿Me juras que lo harás?

—Te lo juro.

Harel se retorció agónicamente. La fuerza con la que sujetaba la mano de Andrea decrecía por momentos.

—Ves, nunca debí haberte dicho mi verdadero nombre. Quiero que hagas otra cosa por mí. Dilo en voz alta. Nadie lo ha hecho nunca.

—Chedva.

—Grítalo fuerte.

—¡Chedva!

Un cuarto de hora después la vida de Chedva Harel se extinguió para siempre.

Cavar el agujero en la arena con sus propias manos fue para Andrea una prueba durísima. No por el esfuerzo, sino por lo que significaba. Por lo efímero del gesto y porque Chedva había muerto en parte por los acontecimientos que ella había desencadenado. Hizo el hoyo de apenas tres palmos de hondo, y luego lo señalizó con la varilla de la radio del coche y un círculo de piedras.

Cuando terminó, Andrea buscó agua en el todoterreno con poco éxito. La única que pudo encontrar fue la que colgaba en la cantimplora del soldado, llena en tres cuartas partes. Cogió también su gorra, aunque tuvo que ajustársela con un imperdible que encontró en uno de sus propios bolsillos para evitar que se le cayese. Se hizo también con una de las camisas colocadas sobre las ventanillas destrozadas y con un delgado tubo de acero que encontró en el maletero del Hummer. Arrancó los dos limpiaparabrisas e introdujo las varillas en el interior del tubo. Luego colocó encima la camisa, improvisando de esta manera un parasol rudimentario.

Volvió al camino, del que el Hummer se había apartado unos pocos metros. Por desgracia, cuando Doc la había obligado a jurar que volvería a Aqaba, no sabía nada del balazo que había destrozado el neumático, porque ella estaba de espaldas. Aunque pretendiese hacer honor al juramento —que no era el caso—, le hubiera resultado imposible cambiar la rueda a ella sola, porque por más que buscó en el Hummer no encontró un gato. En aquel terreno irregular el coche no sería capaz de andar ni cien metros sin una rueda delantera.

Miró hacia el oeste, donde apenas se entreveía el camino, una fina línea de tierra más clara que serpenteaba entre las dunas.

Ciento cincuenta kilómetros a pleno sol, casi cien hasta la carretera. Eso son por lo menos dos días caminando a 40 grados antes de soñar con encontrarme con alguien. Y yo aquí no llevo agua ni para seis horas. Eso contando con que no me perdiese por ese camino casi invisible, o con que cuando esa panda de hijos de puta saque el Arca no me encuentre en su camino de vuelta.

Miró hacia el este, donde la huella de las rodadas del Hummer aparecía bien visible.

A doce kilómetros en esa dirección hay coches, agua y la noticia del siglo,
pensó, comenzando a caminar.
Por no hablar de un montón de gente que quiere matarme. Aún tengo alguna posibilidad de recuperar mi disco duro y de ayudar al cura.

Aunque… que me cuelguen si sé cómo.

C
RIPTA
DE
LAS
R
ELIQUIAS
,
TRECE
DÍAS
ANTES

—¿Quieres un poco de hielo para esa mano? —dijo Cirin.

Fowler sacó un pañuelo del bolsillo y se cubrió los nudillos, que sangraban por varios cortes. Esquivando a fray Cesáreo, aún afanado en recomponer el nicho que Fowler acababa de destrozar de un puñetazo, se acercó al jefe de la Santa Alianza.

—¿Qué es lo que quieres de mí, Camilo?

—Quiero que la traigas, Anthony. Si es cierto, si existe, el lugar para el Arca es una cámara acorazada a cincuenta metros por debajo del Vaticano. No es el momento para que ande suelta por el mundo, en manos equivocadas. Ni siquiera para que se conozca su existencia.

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