Contrato con Dios (35 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
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H
UQAN

Llevaba tanto tiempo reprimiéndose, que cuando supo que por fin la habían encontrado sintió miedo. El miedo se convirtió en alivio, alivio por poder desprenderse de aquella espantosa máscara.

Sería al día siguiente, por la mañana. Todos se reunirían en el comedor para el desayuno. Nadie sospecharía nada.

Diez minutos atrás se había arrastrado bajo la plataforma del comedor y la había colocado. Un mecanismo sencillo y muy potente, pero perfectamente camuflado. Estarían encima de ella sin notar nada. Y al minuto siguiente se encontrarían dando cuentas a Alá.

Dudó si dar la señal después de la explosión. Los hermanos vendrían y aplastarían a los orgullosos soldaditos. A los que sobrevivieran, por supuesto.

Luego decidió esperar unas horas más. Darles tiempo a terminar el trabajo. Sin opciones y sin salida.

Recuerda a los bosquimanos, pensó. El mono ha encontrado el agua, pero todavía no la ha sacado…

K
AYN
T
OWER

Nueva York

Jueves, 20 de julio de 2006. 23.22

—Tú mismo, colega —dijo el fontanero rubio y delgado—. A mí realmente me la trae floja, ¿sabes? Yo cobro un sueldo fijo curre o no.

—Amén a eso, tío —corroboró el gordo y enorme fontanero de la coleta. El mono naranja le quedaba tan apretado que la tela de la espalda parecía a punto de reventar.

—Pues mira, mejor todavía —dijo el vigilante, tomándole la palabra—. Os volvéis mañana y ya está. No podéis complicarme tanto la vida, coño. Tengo a dos hombres de baja por enfermedad, no puedo asignaros a nadie para hacer de niñeras. Son las reglas, sin niñera no hay personal externo después de las 20.00.

—No sabes cómo te lo agradezco —dijo el rubio—. Con un poco de suerte entrará en el turno de otro. No me apetece nada arreglar reventones, ¿sabes?

—Eh, espera, espera, espera. ¿A qué te refieres con reventar?

—Pues eso, explotar. ¿Bum, lo pillas? Es lo que pasó en Saatchi and Saatchi. ¿Quién llevaba eso, Bennie?

—Creo que era Louie el Trenzas —dijo el gordo.

—Sí, Louie el Trenzas, qué gran tipo. Que Dios lo bendiga.

—Amén a eso, tío. Bueno, adiós, guripa. Que tengas buena noche.

—¿Vamos al Spinato's, colega?

—¿Cagan los osos en el bosque?

Los dos fontaneros cogieron sus cosas y se dirigieron hacia la salida.

—Esperad, esperad —dijo el vigilante, que cada vez estaba más nervioso—. ¿Qué le pasó a Louie el Trenzas?

—Sabes, él tuvo una emergencia como la de esta madrugada y no pudieron acceder al edificio por no sé qué de una alarma y tal. Bueno, pues la presión acumulada de la bajante fue demasiado para las tuberías y todas empezaron a, ya sabes, romperse y esparcir mierda por tooooda la puñetera planta.

—Sí… fue como el jodido Vietnam.

—Eh, tío, tú no has estado en Vietnam ¿vale? Mi padre estuvo en Vietnam.

—Tu padre se pasó los setenta
fumao.

—El caso es que a Louie el Trenzas ahora le llaman Louie el Calvo. Hazte una idea de lo jodido que fue aquello. Espero que no tengan muchas cosas de valor en esa zona porque por la mañana estarán marrón glasé.

El vigilante comprobó una vez más el monitor central que había en el enorme vestíbulo. Las luces de emergencia de la sala 328E parpadeaban insistentemente con el color amarillo que indicaba problemas de fontanería o gas. Aquel edificio era tan inteligente que podía avisarte cuando se te desabrochaban los cordones de los zapatos.

Comprobó en el directorio lateral a qué zona pertenecía el código 328E y palideció.

—Joder. Es la sala de juntas principal. En el piso 38.

—Uuuuh, mal rollo, colega —dijo el gordo enorme—. Seguro que está llena de sillones de cuero y de Van Gongs.

—¿Van Gongs? Pero mira que eres inculto, colega. Se dice Van Gogh. Gogh.

—Ya sé quién es Van Gogh. El pintor italiano.

—Van Gogh era alemán y tú eres imbécil. Venga, tira para Spinato's que van a cerrar y me muero de hambre.

El vigilante (que de hecho era muy aficionado al arte) omitió ilustrarles sobre la nacionalidad holandesa de Van Gogh porque en aquel momento estaba aterrorizado por la suerte de un Cézanne que de hecho sí que colgaba en la sala de juntas.

—Chicos. Eh, chicos —dijo rodeando el mostrador y corriendo tras los fontaneros—. Vamos a hablar un momento…

Orville se desplomó en el sillón presidencial de la sala de juntas —un sillón cuyo dueño casi nunca usaba— y se planteó quedarse allí dormido, rodeado de toda aquella caoba. Una vez pasados los nervios de la actuación delante de los vigilantes del edificio, volvía el cansancio y el dolor pulsante de sus manos.

—Joder, creí que no se iría nunca.

—Hiciste un trabajo de fábula con esas acreditaciones, Orville. Enhorabuena —dijo Albert, desmontando la bandeja superior de la caja de herramientas y sacando un ordenador portátil.

—Era un protocolo simple. Por suerte pudiste teclear tú por mí —dijo sacándose los guantes de talla descomunal con los que había camuflado las vendas de sus manos.

—Ánimo. Creo que tenemos media hora antes de que nos mande a algún pesado a dar una vuelta por aquí. A partir de ahí, si no hemos conseguido entrar tendremos unos cinco minutos antes de que nos busquen arriba. Indícame el camino, Orville.

El primer panel fue sencillo. La huella biométrica estaba preparada para responder única y exclusivamente a las manos de Kayn y Jacob Russell, pero adolecía de un defecto común a todos los sistemas cuya clave era una cantidad de información grande, y la huella completa de una palma lo es. Para ojos expertos, esa clave es claramente visible en la memoria del dispositivo.

—Pim pam fuera, aquí va la primera —dijo Albert, cerrando el portátil cuando la luz anaranjada de la placa oscura se iluminó y la pesada puerta se abrió con un zumbido.

—Albert… se van a dar cuenta seguro —dijo Orville, señalando la zona alrededor de la placa donde el sacerdote había usado una palanca para acceder a los circuitos del dispositivo. Ahora la madera aparecía levantada y rajada.

—Cuento con ello.

—Estás de broma.

—Confía en mí, ¿vale? —dijo el sacerdote, llevándose la mano al bolsillo. Un móvil estaba sonando con un pitido insistente.

—¿Crees que es momento de hablar por teléfono?

—Eso mismo digo yo. Hola, Anthony. Estamos dentro. Llámame en veinte minutos —y colgó.

Orville empujó la puerta y entraron en el pasillo estrecho y enmoquetado que conducía al ascensor privado de Kayn.

—Me pregunto qué clase de trauma tiene que tener un hombre para encerrarse detrás de tantos muros —dijo Albert.

A
RCHIVO
MP3
RECUPERADO
DE
LA
GRABADORA

DE
A
NDREA
O
TERO
POR
LA
P
OLICÍA
J
ORDANA
DEL
D
ESIERTO

TRAS
LA
DEBACLE
DE
LA
E
XPEDICIÓN
M
OISÉS

(…)

PREGUNTA
:
Debo agradecerle su tiempo y su paciencia, señor Kayn. Está siendo una jornada agotadora. Aprecio especialmente que me haya detallado episodios de su vida tan dolorosos como su huida de Alemania o su llegada a los Estados Unidos. Esos pasajes arrojan una gran profundidad humana sobre su figura.

RESPUESTA
: Querida niña, no es nada propio de usted dar tantos rodeos antes de preguntar algo.

Ya, últimamente todos me dan consejos sobre cómo hacer mi trabajo. Me encanta.

Lo siento, continúe, por favor.

Señor Kayn, entiendo que el origen de su enfermedad, su agorafobia, se halla enraizado en los hechos tan dolorosos de su infancia.

Eso creen los médicos.

Hagamos un breve resumen, me será más fácil luego introducir cortes para radio. Usted vivió al cuidado del rabino Menachem Ben-Schlomo hasta alcanzar la mayoría de edad.

Correcto. El rabino fue como un padre para mí. Me daba de su plato aunque él pasase hambre. Consiguió orientar mi vida y que encontrase la fuerza necesaria para vencer mi miedo y mi trauma. Le llevó más de cuatro años conseguir que yo fuese capaz de salir a la calle y relacionarme con otras personas.

Fue todo un logro. Un niño que no era capaz de mirar a otra persona a la cara sin sufrir ataques de pánico irracional se convirtió primero en uno de los mayores ingenieros del mundo.

Un logro de la fe y del amor del rabino Ben-Shlomo. Doy gracias al Misericordioso por ponerme en manos de un hombre tan grande.

Luego en multimillonario, y finalmente en filántropo.

Prefiero no tocar el último punto. No me siento muy cómodo hablando de mis obras de caridad. Siempre siento que nada es suficiente.

Volvamos a la pregunta anterior. ¿Cuándo se dio cuenta de que podía llevar una vida normal?

Nunca. He luchado toda mi vida contra esta disfuncionalidad, querida mía. Hay días buenos y días malos.

Ha llevado sus negocios con mano de hierro y está entre los 50 primeros de
Fortune.
Supongo que ha habido más días buenos que malos. Incluso se casó y tuvo un hijo.

Supone bien. De mi vida familiar prefiero no hablar.

Su mujer se marchó y ahora vive en Israel, dedicada a la pintura.

Unos cuadros muy buenos, se lo garantizo.

¿Qué hay de Isaac?

Él… era grande. Muy grande.

Señor Kayn, puedo imaginar lo difícil que le resulta hablar de su hijo, pero es un punto importante y no voy a renunciar a ello. Y menos viendo esa mirada en su cara. Usted lo amaba mucho.

¿Sabe cómo murió?

Sé que fue una de las víctimas de los atentados de las Torres Gemelas. Y por las… catorce, casi quince horas de entrevistas que llevamos deduzco que su desaparición fue el detonante de la regresión profunda de su enfermedad.

Voy a pedirle a Jacob que entre. Quiero que usted se marche.

Señor Kayn, creo que usted quiere hablar, necesita hablar. No voy a importunarle con aforismos de psicología barata. Haga lo que crea oportuno.

Apague la grabadora, mi niña. Quiero pensar.

Señor Kayn, gracias por reanudar la entrevista. Cuando quiera.

Isaac era todo. Era alto y delgado, muy guapo. Mire su foto.

Me gusta la sonrisa.

Creo que le hubiese caído muy bien. Él era un poco como usted, prefería pedir perdón antes que permiso. Tenía la fuerza y la energía de un reactor nuclear. Y se ganaba todo lo que conseguía.

Con todos mis respetos, señor, es complicado aceptar una afirmación como ésa sobre alguien que nació para heredar una fortuna de once cifras.

¿Qué va a decir un padre? El propio Altísimo le dijo al profeta David que «sería su hijo para siempre». Ante una muestra de amor semejante mis palabras… Ah, pero ya veo que usted sólo me provocaba.

Discúlpeme.

Al contrario. Isaac tenía grandes defectos, pero entre ellos no se contaba la complacencia. No le importaba contradecir mis deseos. Se marchó a estudiar a Oxford sólo para poder estar en una Universidad a la que yo no hubiese hecho donaciones.

¿Allí conoció al señor Russell, verdad?

Iban juntos a clase de Macroeconomía y me lo recomendó mucho al acabar la carrera. Con el tiempo Jacob se convirtió en mi mano derecha.

El puesto que usted hubiese deseado para Isaac.

El que nunca hubiese aceptado. Cuando era pequeño… (
sollozo ahogado)

Continuamos con la entrevista.

Gracias. Perdone que me haya emocionado al recordarlo. Era sólo un niño, no debería tener más de 11 años. Un día llegó a casa con un perro que había recogido en la calle. Yo me enfadé muchísimo. No me gustan los animales. ¿Le gustan los perros, querida?

Mucho.

Bueno, debería haber visto a aquel. Era un mestizo feo, mugriento y tenía sólo tres patas. Debía de llevar años vagabundeando. Lo más sensato que se podía hacer con aquel animal era llevarlo al veterinario para que acabase con su sufrimiento. Se lo dije. Él me miró muy serio y me dijo: «A ti también te recogieron de la calle, papá. ¿Crees que el rabino debía haber acabado con tu sufrimiento?».

¡Vaya!

Sentí una bofetada interior, de miedo y de orgullo. ¡Aquel niño era mi hijo! Le di permiso para quedarse con el animal si él se hacía responsable, y vaya si lo fue. El perro vivió cuatro años más.

Creo entender ya a qué se refería antes.

Desde muy pequeño fue consciente de que no quería vivir una vida a mi sombra. En… su último día fue a una entrevista de trabajo en Cantor Fitzgerald. Estaba en el piso 104 de la Torre Norte.

¿Quiere que paremos un rato?

Nishtgedeiget
[29]
. Estoy bien, querida. Isaac me llamó aquel martes. Yo estaba viendo lo que ocurría en la CNN. No había hablado con él en todo el fin de semana. No me imaginaba dónde podría estar.

Tenga un poco de agua.

Descolgué el teléfono. El dijo: «Papá, estoy en el World Trade Center. Ha explotado una bomba. Tengo mucho miedo». Yo me puse de pie, estaba muy asustado. Creo que le grité. No recuerdo lo que le dije. Él me dijo: «Llevo intentando llamarte casi diez minutos, la red está saturada. Papá, te quiero». Le dije que se quedase tranquilo, que llamaría a las autoridades. Que lo sacaríamos de allí. «No se puede bajar, papá. El piso se ha hundido y el fuego está subiendo. Hace mucho calor. Quiero que…» Y eso fue todo. Tenía veinticuatro años.

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