Contrato con Dios (40 page)

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Authors: Juan Gómez-Jurado

Tags: #Aventuras, Intriga

BOOK: Contrato con Dios
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Ahuecó la mano derecha, la que nunca bajo ningún concepto permitía que tomase contacto con sus partes íntimas, y tomó un poco de agua. Se enjuagó la boca con el líquido tres veces, fuertemente.

Volvió a recoger agua en el hueco de la mano derecha, se la llevó hasta la nariz y aspiró fuertemente para limpiar las fosas nasales. Repitió tres veces la operación. Con la mano izquierda limpió los pasajes de agua, arena y mucosidad.

Usando de nuevo la mano izquierda, humedeció las puntas de sus dedos y se limpió la punta de la nariz.

Levantó la mano derecha y la sostuvo enfrente de su cara. Volvió a bajarla para sumergirla en la palangana, y lavó su cara desde la oreja derecha a la oreja izquierda, por tres veces.

Luego desde la frente a la garganta, tres veces más.

Se quitó el reloj y se lavó ambos antebrazos, primero el derecho y luego el izquierdo, con movimientos firmes, de la muñeca al codo.

Empapando las palmas de las manos, frotó su cabeza desde la frente a la nuca.

Paso las puntas mojadas de los índices en el pabellón auditivo y dentro de ambos oídos. Luego los pulgares detrás de las orejas y los lóbulos.

Finalmente se lavó ambos pies hasta los tobillos, comenzando con el pie derecho e insistiendo más entre los dedos de los pies.

—Ash hadu an la ilaha illa Allah wahdahu la shariika lahu wa anna Muhammadan 'abduhu wa rasuluh —
recitó con fervor, resaltando el centro de su fe: que no hay más dios que Alá, que no tiene iguales, y que Mahoma es su sirviente y mensajero.

Así terminaba el ritual de la ablución. Así comenzaba su vida como guerrero de la jihad a cara descubierta. Ahora estaba preparado para matar y morir a mayor gloria de Alá.

Aferró la pistola, permitiéndose una breve sonrisa. Ya oía los motores del avión. Era hora de dar la señal.

Luego, con gesto solemne, Russell salió de la tienda.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Sábado, 15 de julio de 2006. 13.24

El piloto del BA-609 se llamaba Howell Duke, y en sus veintitrés años de experiencia había acumulado dieciocho mil horas de vuelo pilotando todo lo que el hombre había construido y en todas las condiciones posibles. Aguantó preocupado en una ventisca de nieve en Alaska. Soportó genuinamente asustado una tormenta eléctrica sobre Madagascar. Pero nunca jamás había sentido el miedo auténtico y puro, esa sensación fría que te encoge las pelotas y la garganta y te rasca el alma con dedo de hielo.

Hasta hoy.

Volaba en mitad de un cielo completamente despejado, visibilidad plena y exprimiendo hasta el último caballo de potencia de los excelentes motores del avión. Aquel aparato no era el más rápido ni el mejor que había pilotado, pero con mucha diferencia era el más divertido. Podía ir a 510 kilómetros por hora y a la vez quedar clavado en mitad del aire como una nube majestuosa. Todo iba perfecto.

Bajó un segundo la vista para comprobar la altitud, el combustible y la distancia al objetivo. Cuando la volvió a alzar se quedó con la boca abierta. En el horizonte había algo que no estaba ahí un segundo antes.

A primera vista parecía una pared de arena de ciento treinta metros de alto y varios kilómetros de ancho. Dada la escasez de puntos de referencia en el desierto, Duke pensó al principio que estaba completamente quieta. Pero luego se dio cuenta de que se movía, y muy deprisa.

Ya veo el cañón ahí delante. Joder, gracias a Dios que esto no ha pasado hace diez minutos. Debe de ser el simún acerca del que me advirtieron.

Hizo un cálculo rápido. Al menos necesitaría tres minutos para aterrizar el avión, y aquella cosa estaba al menos a cuarenta kilómetros. Tardaría unos veinte minutos en alcanzar el cañón. Apretó el botón de conversión a modo helicóptero y notó la inmediata desaceleración del motor.

Menos mal. Tengo tiempo de bajar el pájaro y empotrar mi culo en el agujero más estrecho que pueda encontrar. Si la mitad de las cosas que se cuentan de esa cosa son ciertas…

Tres minutos y medio después el tren de aterrizaje del BA-609 se posaba en la explanada entre el campamento y la zona de la excavación.

Duke cortó el motor y, por primera vez en toda su carrera, no hizo las comprobaciones de seguridad finales. Se quitó el cinturón de seguridad y bajó del avión como si llevara brasas en los pantalones. Miró a izquierda y derecha y no vio a nadie.

Tengo que avisar a todos. Dentro del cañón no tendrán visibilidad de esa cosa hasta medio minuto antes de tenerla encima.

Corrió hacia la zona de tiendas —aunque aún no había decidido si estar en la tienda era suficientemente seguro— y se encontró con una figura vestida de blanco que caminaba hacia él. Tardó un poco en reconocerle.

—Ah, señor Russell. Veo que ha adoptado las costumbres locales —dijo Duke intentando bromear con voz nerviosa—. Verá, no sabe lo que he visto…

Russell estaba ya a tan sólo seis metros de distancia. En ese momento el piloto se dio cuenta de que llevaba una pistola en la mano y se detuvo.

—¿Señor Russell? ¿Qué sucede?

El ejecutivo no le dirigió la palabra ni le dio ninguna opción. Simplemente apuntó a su pecho y disparó tres veces en rápida sucesión. Llegó a su lado y volvió a disparar, esta vez a la cabeza, otras tres veces.

En una cueva cercana, O. escuchó los disparos y alertó al grupo.

—Hermanos, es la señal. Vamos allá.

L
A
EXCAVACIÓN

Desierto de Al Mudawwara, Jordania

Sábado, 15 de julio de 2006. 13.39

—¿Acaso está borracho, Nido 3?

—Comandante, le digo que el señor Russell acaba de volarle el culo al piloto del avión y después se ha ido corriendo en dirección a la excavación. Solicito instrucciones.

—Joder. ¿Alguien tiene una visual de Russell?

—Señor, aquí Nido 2. Está subiendo la plataforma. Va vestido de una forma extraña. ¿Quiere que haga un disparo de advertencia?

—Negativo, Nido 2. No actúe hasta que sepamos más. Nido 1, ¿me recibes?

—…

—Nido 1, ¿me recibes?

—Nido 1. Torres, joder, coge el walkie.

—…

—¿Nido 2, tienes una visual de Nido 1?

—Sí señor. Torres no está, señor.

—Mierda santa. Vosotros dos, no quitéis la vista de la entrada de la excavación. Voy para allá.

E
N
LA
ENTRADA
DEL
CAÑÓN
,
DIEZ
MINUTOS
ANTES

El primer aguijonazo fue en la zona de la pantorrilla, hacía veinte minutos.

Fowler había notado un dolor agudísimo. Por suerte había sido muy breve, dejando detrás un dolor sordo que comparado con el que le había precedido era como una palmada comparada con un trueno.

El sacerdote se las había arreglado para no gritar. Iba a apretar los dientes con furia, pero se forzó a no hacerlo. Usaría ese recurso con el siguiente aguijonazo.

Las hormigas no se habían aventurado más arriba de la rodilla en sus piernas, y Fowler no tenía la menor idea de qué pensaban que era él. Debía intentar no parecer comestible ni peligroso, y para ambas cosas sólo debía hacer una: no moverse.

El segundo aguijonazo dolió mucho más, tal vez porque ya sabía lo que venía después. El entumecimiento en la zona, la inevitabilidad, la sensación de impotencia.

A partir del sexto pinchazo perdió la cuenta. Puede que le hubieran picado doce, puede que veinte. No muchas más, pero se hallaba al límite de sus fuerzas. Había usado todos sus recursos. Apretar los dientes, morderse los labios, hinchar tan fuerte las ventanas de la nariz que podrían haber cabido tres dedos en su interior. En un momento dado, llevado por la desesperación, incluso se atrevió a retorcer las manos sobre las esposas.

Lo peor era la incertidumbre. No saber cuándo llegaría el siguiente pinchazo. Hasta aquel momento había tenido una inmensa suerte, ya que el grueso de las hormigas se había desplazado un par de metros hacia su izquierda, y sólo un par de centenares cubrían el suelo inmediatamente debajo de él. Pero sabía perfectamente que bastaba un movimiento brusco para que todas atacasen.

Necesitaba centrar su atención en algo que no fuera el dolor, o se rebelaría contra él y comenzaría a aplastar insectos con la bota. Tal vez matase a unos cuantos, pero tenía claro que en este caso la superioridad numérica era un factor más relevante que el poderío físico.

Un nuevo aguijonazo fue la gota que colmaba el vaso. El dolor le recorrió la pierna y explotó en sus genitales con una fuerza inusitada. Estaba a punto de perder la razón.

Por extraño que parezca, fue Torres quien le salvó la vida.

—Son tus pecados que te alcanzan, curita. Mordiéndote, uno a uno. Y como los pecados matan el alma poco a poco, así te estás muriendo tú.

Fowler alzó la mirada. El colombiano estaba frente a él, mirándolo con gesto burlón. Seguía manteniéndose alejado, casi a diez metros.

—Me entró la jartera de estar allá arriba, ya sabes. Y he venido a verte en tu infierno. Mira, así no nos molestarán —con la mano izquierda giró la rueda del walkie-talkie hasta apagarlo. Con la derecha le enseñó una piedra del tamaño de una pelota de tenis—. Y ahora, ¿por dónde íbamos?

El sacerdote agradeció enormemente la presencia de Torres. Le daba alguien a quien odiar. Alguien en quien centrar su odio. Y eso podía comprar unos segundos más de inmovilidad, unos segundos más de vida.

—Ah, sí —continuó el mercenario—, íbamos por que o pones tú el espectáculo, o lo pondré yo por ti.

Lanzó la piedra, que impactó en el hombro de Fowler y cayó cerca del grueso de las hormigas, que volvieron a convertirse de nuevo en la masa pulsante y letal en la que las había transformado la agresión contra su hogar.

Fowler cerró los ojos para intentar controlar el dolor. La piedra había impactado en el mismo sitio en el que dieciséis meses antes un asesino psicópata le había metido una bala. La zona aún seguía doliéndole por las noches, y la pedrada fue como revivir aquel balazo. Procuró concentrarse en usar el daño del hombro como canalizador del de las piernas, usando el truco que un instructor le contó hace un millón de años:

El cerebro sólo puede concentrarse en un dolor agudo cada vez.

Al volver a abrir los ojos y ver lo que estaba ocurriendo detrás de Torres tuvo que hacer un enorme esfuerzo porque sus emociones no lo traicionaran. La cabeza de Andrea Otero comenzaba a asomar por detrás de la duna que llevaba a la zona exterior del cañón donde ellos se encontraban ahora. La periodista estaba ya muy cerca, y sin duda en unos instantes los vería, si es que no lo había hecho ya.

Comprendió que tenía que evitar por todos los medios que Torres mirase alrededor para buscar otra piedra. Así que decidió darle lo que el colombiano menos se hubiera imaginado que obtendría.

—Por favor, señor Torres. Por favor, se lo imploro.

La expresión del colombiano cambió por completo. Como a todos los matones, pocas cosas le excitaban y satisfacían más que el control total que suponía la súplica de la víctima. Podía imaginar el éxtasis que se producía en el cerebro profundamente acomplejado de aquel colombiano asesino y ladrón el ver suplicando a un cura blanco y norteamericano.

—¿Qué es lo que me suplicas, curita?

El sacerdote tuvo que hacer un auténtico esfuerzo de concentración para elegir las palabras exactas, porque de que no se diese la vuelta para coger otra piedra dependía absolutamente todo. Andrea ya los había divisado, y Fowler estaba seguro de que se acercaba aunque ahora ya no la viese. El cuerpo de Torres se lo impedía.

—Le suplico por mi vida. Por mi vida miserable. Usted es un guerrero, es un macho. Yo a su lado no valgo nada.

El mercenario sonrió de oreja a oreja, enseñando unos dientes de un marrón amarillento.

—Bien dicho, curita. Y ahora…

Nunca pudo acabar la frase, ni siquiera presintió el golpe.

Andrea, que había tenido tiempo de hacerse una composición de lugar mientras se acercaba, decidió obviar la pistola. Visto el poco éxito —y la mucha suerte— que había tenido con Alryk lo máximo a lo que podía aspirar era a que las balas perdidas no hicieran con la cabeza de Fowler lo mismo que había sucedido con el neumático. Así que sacó los limpiaparabrisas del tubo de acero y, enarbolándolo como si fuera una barra de béisbol, se acercó lentamente a Torres.

La barra no era demasiado pesada, así que debía escoger muy bien el ataque. A tan sólo unos pasos de la espalda del mercenario, Andrea se decidió por una trayectoria curva que le diese en un lado de la cabeza. Sentía las palmas de las manos sudorosas, y rezó una y otra vez por no cagarla. Si el otro se daba la vuelta, estaba jodida.

No lo hizo. Andrea plantó firmemente los pies en el suelo y le atizó de lleno.

—Joder, qué bien sienta.

El colombiano cayó cuán largo era al suelo, agitando la arena alrededor. La masa de hormigas debió sentir la vibración, porque acudió hacia el cuerpo caído de Torres, que, inadvertido, comenzó a incorporarse. Volvió a caer de nuevo, aún mareado por el impacto de la barra en su sien, y entonces las primeras hormigas alcanzaron sus manos. Cuando sintió el primer aguijonazo. Torres alzó la mano con desorbitado terror en los ojos. Intentó ponerse de rodillas y sacudir los brazos para evitar las picaduras, pero sólo consiguió excitar aún más y en mayor número a los insectos, que comenzaron a pasar un único mensaje a través de sus feromonas.

Enemigo.

Matar.

—¡Corra, Andrea! —gritó Fowler—. ¡Aléjese de ellas!

La joven dio varios pasos hacia atrás, pero pocas hormigas hicieron tentativa de seguir la vibración de sus pasos. Ahora estaban todas centradas en el colombiano, que casi completamente cubierto de ellas aullaba sumido en una agonía indescriptible, con casi cada nervio de su cuerpo atacado por las finas mandíbulas y los afilados aguijones. Consiguió ponerse de pie y caminar unos pocos pasos, y las hormigas le cubrían como un gigantesco abrigo de piel extraterrestre.

Luego cayó y no se levantó más.

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