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Authors: Mario Vargas Llosa

Conversación en La Catedral (31 page)

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Alcibíades en persona telefoneó a su oficina pidiendo que esa noticia no fuera enviada a los diarios —suspiró él; sonrió apenas —. No lo habría molestado si no hubiera hecho ya una investigación, señor Tallio.

—Pero, no puede ser —la cara rubicunda devastada por el desconcierto, la lengua súbitamente torpe —. ¿A mi oficina, señor Bermúdez? Pero si la secretaria me da todos los…? ¿El doctor Alcibíades en persona? No comprendo cómo…

—¿No le dieron el recado? —lo ayudó él, sin ironía —. Bueno, me figuraba algo de eso. Alcibíades habló con uno de los redactores, creo.

—¿De los redactores? —ni sombra del aplomo risueño, de la exhuberancia de antes —. Pero no puede ser, señor Bermúdez. Estoy muy confuso, siento muchísimo. ¿Sabe con cuál de los redactores, señor? Sólo tengo dos y, bueno, en fin, le aseguro que esto no se va a repetir.

—Yo estaba sorprendido porque nosotros siempre nos hemos portado bien con ANSA —dijo él —. Radio Nacional y el Servicio de Información le compran los boletines completos. Eso le cuesta dinero al gobierno, como usted sabe.

—Por supuesto, señor Bermúdez —así, ahora enójate y haz tu número, cantante de ópera —. ¿Me permite su teléfono? Voy a averiguar en este momento quién recibió el mensaje del doctor Alcibíades. Esto se va a aclarar ahora mismo, señor Bermúdez.

—Siéntese, no se preocupe —le sonrió, le ofreció un cigarrillo, se lo encendió —. Tenemos enemigos por todas partes, en su oficina debe haber alguien que no nos quiere. Ya investigará después, señor Tallio.

—Pero esos dos redactores son unos muchachos que —apesadumbrado, con una expresión tragicómica —, en fin, esto lo aclaro hoy mismo. Le voy a rogar al doctor Alcibíades que en el futuro se comunique siempre conmigo.

—Sí, será lo mejor —dijo él; reflexionó, observando como de casualidad los recortes que bailoteaban en las manos de Tallio —. Lo lamentable es que me ha creado un pequeño problema a mí. El Presidente, el Ministro me van a preguntar por qué compramos los boletines de una agencia que nos da dolores de cabeza. Y como yo soy el responsable de que se firmara el contrato con ANSA, figúrese usted.

—Por eso mismo estoy tan confundido, señor Bermúdez —y es cierto, quisieras estar lejísimos de aquí —. La persona que habló con el doctor será despedida hoy mismo, señor.

—Porque estas cosas hacen daño al régimen —decía él, como pensando en alta voz y con melancolía —. Los enemigos se aprovechan cuando aparece una noticia así en la prensa. Ellos ya nos dan bastantes problemas. No es justo que los amigos nos los den también ¿no cree?

—No se va a repetir, señor Bermúdez —había sacado un pañuelo celeste, se secaba las manos con furia. De eso sí que puede estar seguro. De eso sí, señor Bermúdez.

—Yo admiro las escorias humanas —Carlitos volvió a doblarse, como si hubiera recibido un puñetazo en el estómago —. La página policial me ha corrompido, ya ves.

—No tomes más —dijo Santiago —. Vámonos, más bien.

Pero Carlitos se había enderezado de nuevo y sonreía:

—A la segunda cerveza las punzadas desaparecen y me siento bestial, todavía no me conoces. Es la primera vez que nos tomamos un trago juntos ¿no? —sí Carlitos, piensa, era la primera vez —. Eres muy serio tú, Zavalita, terminas el trabajo y vuelas. Nunca vienes a tomar una copa con nosotros los náufragos. ¿No quieres que te corrompamos?

—El sueldo me alcanza con las justas —dijo Santiago. Si me fuera a los bulines con ustedes, no tendría ni para pagar la pensión.

—¿Vives solo? —dijo Carlitos —. Creí que eras un hijito de familia. ¿No tienes parientes? ¿Y qué edad tienes? ¿Eres un pichón, no?

—Muchas preguntas a la vez —dijo Santiago —. Tengo familia, sí, pero vivo solo. Oye, ¿cómo hacen ustedes para emborracharse e ir a bulines con lo que ganan? Es algo que no entiendo.

—Secretos de la profesión —dijo Carlitos — El arte de vivir entrampado, de capear las deudas. Y por qué no vas a bulines, ¿tienes una hembra?

—¿Me vas a preguntar si me la corro, también? —dijo Santiago.

—Si no tienes y no vas a bulines, supongo que te la corres —dijo Carlitos —. A menos que seas marica.

Volvió a doblarse y cuando se enderezó tenía la cara descompuesta. Apoyó la cabeza crespa en las carátulas, estuvo un rato con los ojos cerrados, luego hurgó sus bolsillos, sacó algo que se llevó a la nariz y aspiró hondo. Permaneció con la cabeza echada atrás la boca entreabierta, con una expresión de tranquila de embriaguez. Abrió los ojos, miró a Santiago con burla.

—Para adormecer los agujazos de la panza. No pongas cara de susto, no hago proselitismo.

—¿Quieres asombrarme? —dijo Santiago —. Pierdes tu tiempo. Borrachín, pichicatero, ya lo sabía, toda la redacción me lo había dicho. Yo no juzgo a la gente por eso.

Carlitos le sonrió con afecto, y le ofreció un cigarrillo.

—Tenía mal concepto de ti, porque oí que habías entrado recomendado, y por lo que no te juntabas con nosotros. Pero estaba equivocado. Me caes bien, Zavalita.

Hablaba despacio y en su cara había un sosiego creciente y sus gestos eran cada vez más ceremoniosos y lentos.

—Yo jalé una vez, pero me hizo mal —era mentira, Carlitos —. Vomité y se me malogró el estómago.

—Todavía no te has amargado y eso que llevas ya como tres meses en
La Crónica
, ¿no? —decía Carlitos, con recogimiento, como si rezara.

—Tres meses y medio —dijo Santiago —. Acabo de pasar el período de prueba. El lunes me confirmaron el contrato.

—Pobre de ti —dijo Carlitos —. Ahora puedes quedarte toda la vida de periodista. Escucha, acércate, que no oiga nadie. Te voy a confesar un gran secreto. La poesía es lo más grande que hay, Zavalita.

Esa vez la señorita Queta llegó a la casita de San Miguel a mediodía. Entró como un ventarrón, al pasar le pellizcó la mejilla a Amalia que le había abierto la puerta y Amalia pensó mareadísima. La señora Hortensia se asomó a la escalera y la señorita le mandó un besito volado: vengo a descansar un ratito, chola, la vieja Ivonne me anda buscando y yo estoy muerta de sueño. Qué solicitada te has vuelto, se rió la señora, sube chola. Entraron al dormitorio, y rato después un grito de la señora, tráenos una cerveza helada. Amalia subió con la bandeja y desde la puerta vio a la señorita tumbada en la cama sólo con fustán. Su vestido y medias y zapatos estaban en el suelo y ella cantaba, se reía y hablaba sola. Era como si la señora se hubiera contagiado de la señorita, porque aunque no había tomado nada en la mañana, también se reía, cantaba y festejaba a la señorita desde el banquito del tocador. La señorita le pegaba a la almohada, hacía gimnasia, los pelos colorados le tapaban la cara, en los espejos sus largas piernas parecían las de un enorme ciempiés. Vio la bandeja y se sentó, ay qué sed tenía, se tomó la mitad del vaso de un trago, ay qué rica. Y de repente agarró a Amalia de la muñeca, ven ven, mirándola con qué malicia, no te me vayas. Amalia miró a la señora pero ella estaba mirando a la señorita con picardía, como pensando qué vas a hacer, y entonces se rió también. Oye, qué bien te las buscas, chola, y la señorita se hacía la que amenazaba a la señora, ¿no me andarás engañando con ésta, no?, y la señora lanzó una de sus carcajadas: sí, te engaño con ella. Pero tú no sabes con quién te está engañando esta mosquita muerta, se reía la señorita Queta. A Amalia le empezaron a zumbar las orejas, la señorita la sacudía del brazo y comenzó a cantar ojo por ojo, chola, diente por diente, y miró a Amalia y ¿en broma o en serio? dime Amalia, ¿en las mañanitas después que se va el señor vienes a consolar a la chola? Amalia no sabía si enojarse o reírse. A veces sí, pues, tartamudeó y fue como si hubiera hecho un chiste. Ah bandida, estalló la señorita Queta, mirando a la señora, y la señora, muerta de risa, te la presto pero trátamela bien, y la señorita le dio a Amalia un jalón y la hizo caer sentada en la cama. Menos mal que la señora se levantó, vino corriendo, riéndose forcejeó con la señorita hasta que ésta la soltó: anda vete, Amalia, ésta loca te va a corromper. Amalia salió del cuarto, perseguida por las risas de las dos, y bajó las escaleras riéndose, pero le temblaban las rodillas y cuando entró a la cocina estaba seria y furiosa. Símula fregaba en el lavadero, canturreando: qué te pasa. Y Amalia: nada, están borrachas y me han hecho avergonzar.

—La lástima es que esto haya ocurrido ahora que está por expirar el contrato con ANSA —entre las ondas de humo, él buscó los ojos de Tallio —. Imagínese lo que me va a costar convencer al Ministro que debemos renovarlo.

—Yo hablaré con él, le explicaré —ahí estaban: claros, desconsolados, alarmados —. Precisamente iba a hablar con usted sobre la renovación del contrato. Y ahora, con esta absurda confusión. Yo le daré todas las satisfacciones al Ministro, señor Bermúdez.

—Mejor ni trate de verlo hasta que se le pase el colerón —sonrió él, y bruscamente se levantó —. En fin, trataré de arreglar las cosas.

En la cara lechosa reaparecían los colores; la esperanza, la locuacidad, iba junto a él hacia la puerta casi bailando.

—El redactor que habló con el doctor Alcibíades saldrá de la agencia hoy mismo —sonreía, endulzaba la voz, chisporroteaba —. Usted sabe, para ANSA la renovación del contrato es de vida o muerte. No sabe cuánto se lo agradezco, señor Bermúdez.

—¿Se vence la próxima semana, no? Bueno, póngase de acuerdo con Alcibíades. Trataré de sacar pronto la firma del Ministro.

Estiró una mano hacia la manija de la puerta, pero no abrió. Tallio vacilaba, había empezado a ruborizarse otra vez. Esperó, sin quitarle la vista de los ojos, que se animara a hablar:

—Respecto al contrato, señor Bermúdez —parece que estuvieras aguantándote la caca, eunuco —, ¿en las mismas condiciones que el año pasado? Me refiero a, es decir.

—¿A mis servicios? —dijo él, y vio la turbación, la incomodidad, la sonrisa difícil de Tallio; se rascó la barbilla y añadió, modestamente —. Esta vez no le van a costar el diez sino el veinte por ciento, amigo Tallio.

Lo vio abrir un poco la boca, arrugar y desarrugar la frente en un segundo; vio que dejaba de sonreír y asentía, con la mirada bruscamente ida.

—Un giro al portador, con cargo a un banco de Nueva York — tráigamelo personalmente el lunes próximo —estabas haciendo cálculos, Caruso —. Ya sabe que el papeleo ministerial es largo. A ver si lo sacamos en un par de semanas.

Abrió la puerta, pero como Tallio hizo un movimiento de angustia, la cerró. Esperó, sonriendo.

—Muy bien, sería magnífico que saliera en un par de semanas, señor Bermúdez —había enronquecido, estaba triste —. En cuanto a, es decir, ¿no cree que el veinte por ciento es un poco, es decir, exagerado?

—¿Exagerado? —abrió algo los ojos, como si no entendiera, pero al instante se retractó, con un gesto amistoso —. Ni una palabra más, olvídese del asunto. Ahora le voy a rogar que me disculpe, tengo muchas cosas que hacer.

Abrió la puerta, tableteo de máquinas de escribir, la silueta de Alcibíades al fondo, en su escritorio.

—De ningún modo estamos de acuerdo —se precipitó Tallio, accionando con desesperación —. Ningún problema, señor Bermúdez. ¿El lunes a las diez, le parece?

—Cómo no —dijo él, casi empujándolo —. Hasta el lunes, entonces.

Cerró la puerta y al instante dejó de sonreír. Fue hacia el escritorio se sentó sacó el tubito del cajón de la derecha, llenó de saliva la boca antes de ponerse la pastilla en la punta de la lengua. Tragó, permaneció un momento con los ojos cerrados, las manos aplastando el secante. Un momento después entró Alcibíades.

—El italiano está de lo más amargado, don Cayo. Ojalá ese redactor estuviera en la agencia a las once. Le dije que llamé a esa hora.

—Haya estado o no lo despedirá —dijo él —. No conviene que un tipo que firma manifiestos esté en una agencia noticiosa. ¿Le dio mi encargo al Ministro?

—Lo espera a las tres, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades.

—Bien, avísele al mayor Paredes que voy a verlo, doctorcito. Llegaré allá dentro de unos veinte minutos.

—Entré a
La Crónica
, sin ningún entusiasmo, porque necesitaba ganar algo —dijo Santiago —. Pero ahora pienso que entre los trabajos tal vez sea el menos malo.

—¿Tres meses y medio y no te has decepcionado? —dijo Carlitos —. Como para que te exhiban en una jaula de circo, Zavalita.

No, no te habías decepcionado, Zavalita: el nuevo Embajador del Brasil doctor Hernando de Magalhaes presentó esta mañana sus cartas credenciales, soy optimista sobre el futuro turístico del país declaró anoche en conferencia de prensa el Director de Turismo, ante nutrida y selecta concurrencia la Sociedad Entre Nous celebró ayer un nuevo aniversario.

Pero esa mugre te gustaba, Zavalita, te sentabas a la máquina y te ponías contento. Nunca más esa minucia para redactar los sueltos, piensa, esa convicción furiosa con que corregías, rompías y rehacías las carillas antes de llevárselas a Arispe.

—¿Al cuánto tiempo te decepcionaste tú del periodismo? —dijo Santiago.

Esos sueltos y recuadros pigmeos que a la mañana siguiente ansiosamente buscabas en el ejemplar de
La Crónica
comprado en el Quiosco de Barranco que estaba junto a la pensión. Que mostrabas a la señora Lucía, orgulloso: esto de aquí lo escribí yo, señora.

—A la semana de entrar a
La Crónica
—dijo Carlitos —. En la agencia no hacía periodismo, era un mecanógrafo más bien. Tenía horario corrido, a las dos estaba libre y podía pasarme las tardes leyendo y las noches escribiendo. Si no me hubieran botado, qué poeta no hubiera perdido la literatura, Zavalita.

Entrabas a las cinco, pero llegabas a la redacción mucho antes, y desde las tres y media ya estabas en la pensión mirando el reloj, impaciente por ir a tomar el tranvía, ¿le darían una comisión a la calle hoy?, ¿un reportaje, una entrevista?, por llegar y sentarte en el escritorio a esperar que te llamara Arispe: voltéese esta información en diez líneas, Zavalita. Nunca más ese entusiasmo, piensa, ese deseo de hacer cosas, conseguiré una primicia y me felicitarán, nunca más esos proyectos, me ascenderán. Qué falló, piensa. Piensa: cuándo, por qué.

—Nunca supe por qué, una mañana el puta entró a la oficina y me dijo usted anda saboteando el servicio, comunista —y Carlitos se rió en cámara lenta —. ¿Eso es en serio?

—Muy en serio, carajo —dijo Tallio —. ¿Usted sabe cuánta plata me va a costar su sabotaje?

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