Conversación en La Catedral (29 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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Por supuesto, claro que sí, y Ludovico le alcanzó un par de libras: por la molestia de haberte interrumpido la digestión, Calancha. Después se moría dándoles las gracias, don.

La señorita Queta venía casi siempre después del almuerzo, era su más íntima, también guapa pero nunca como la señora Hortensia. Pantalones, blusitas escotadas y pegaditas, turbantes de colores. A veces la señora y la señorita Queta salían en el carrito blanco de la señorita y volvían a la noche. Cuando se quedaban en la casa, se pasaban la tarde hablando por teléfono y eran siempre los mismos chismes y rajes. Toda la casita se contagiaba de los disfuerzos de la señora y de la señorita, sus risas llegaban a la cocina y Amalia y Carlota corrían al repostero a escuchar las pasadas que hacían. Hablaban poniéndose un pañuelo en la boca, se arranchaban el teléfono, cambiaban de voz.

Si les contestaba un hombre: eres muy buen mozo y me gustas, estoy enamorada de ti pero ni siquiera me miras, ¿quieres venir a mi casa a la noche?, soy una amiga de tu mujer. Si mujer: tu marido te engaña con tu hermana, tu. marido está loco por mí pero no te asustes, no te lo voy a quitar porque tiene mucho grano en la espalda, tu marido te va a poner cuernos a las cinco en Los Claveles, ya sabes con quién. Al principio a Amalia le daba un mal gustito en la boca oírlas, después las festejaba a morir. Todas las amigas de la señora son artistas, le dijo Carlota, trabajaban en radios, en cabarets. Todas eran fachosas, la señorita Lucy, frescas, la señorita Carmincha, tacos altísimos, la señorita que le decían la China era una de las Binbanbún. Y otro día, bajando la voz, ¿te cuento un secreto? La señora también había sido artista, Carlota había encontrado en su dormitorio un álbum con fotos donde aparecía elegantísima y mostrando todo.

Amalia rebuscó el velador, el closet, el tocador pero no dio con el álbum. Pero seguramente era cierto, qué le faltaba a la señora para haber sido artista, hasta tenía linda voz. La oían cantar mientras se bañaba, cuando la veían de muy buen humor le pedían, señora, a ver "Caminito" o "Noche de amor" o "Rosas rojas para ti" y ella les daba gusto. En las fiestecitas nunca se hacía de rogar cuando le pedían que cantara. Corría a poner un disco, cogía un vaso o una muñequita de la repisa para que pareciera un micro y se paraba en el centro de la salita y cantaba, los invitados la aplaudían a rabiar. ¿Ves que fue artista?, le susurraba Carlota a Amalia.

—Textiles —dijo él —. Ayer se plantó la discusión del pliego de reclamos. Anoche los empleadores fueron a decirle al Ministro de Trabajo que hay amenaza de huelga, que todo esto tiene un fondo político.

—Perdón, don Cayo, no hay tal cosa —dijo Lozano —. Usted sabe, textiles, foco aprista desde siempre. Así que ahí se ha hecho una limpieza en regla. El sindicato es de plena confianza. Pereira, el secretario general, usted lo conoce, ha cooperado siempre.

—Hable con Pereira hoy mismo —lo interrumpió él —. Dígale que la amenaza de huelga se va a quedar en amenaza, las cosas no están para huelgas ahora. Que acaten la mediación del Ministerio.

—Aquí está todo explicado, don Cayo, permítame —Lozano se inclinó, velozmente sacó una hojita del alto de papeles de la mesa —. Es una amenaza, nada más. Una medida política, no para asustar a los empleadores, sino para que el sindicato recupere prestigio ante la base. Hay mucha resistencia contra la actual directiva, esto va a hacer que los obreros vuelvan a…

—El aumento que propone el Ministerio es justo —dijo él —. Que Pereira convenza a su gente, la discusión de este pliego de reclamos tiene que terminar. Se está creando una situación tensa ahí, y las tensiones favorecen la agitación.

—Pereira piensa que si el Ministerio de Trabajo aceptara siquiera el punto dos del pliego, él podría…

—Explíquele a Pereira que se le paga un sueldo para obedecer, no para pensar —dijo él —. Se le ha puesto ahí para que facilite las cosas, no para que las complique pensando. El Ministerio ha conseguido algunas concesiones de los empleadores, ahora el sindicato debe aceptar la mediación. Dígale a Pereira que este asunto debe terminar en cuarenta y ocho horas.

—Sí, don Cayo —dijo Lozano —. Perfectamente, don Cayo.

Pero dos días después el señor Lozano estaba furia, don: el pendejo de Calancha no había ido a la reunión de la directiva y ahora no da cara, faltaban tres días para el 27 y si no va la barriada en masa la Plaza de Armas no se llenaba. El hombre es Calancha, había que amansarlo a como dé lugar, ofrézcanle hasta quinientos soles. O sea que los había engañado, don, resultó una mosquita muerta hipócrita. Subieron a la camioneta, llegaron a su casa y no tocaron la puerta.

Ludovico había echado la calamina abajo de un manazo: adentro había una vela prendida, Calancha y la achinada estaban comiendo, y alrededor como diez criaturas llorando.

—Salga, don —dijo Ambrosio —, tenemos que conversar.

La achinada había cogido un palo y Ludovico se echó a reír. Calancha la insultó, le arranchó el palo, discúlpenla, perdónenla, un teatrero increíble don, le había llamado la atención que entraran sin tocar. Salió con ellos y esa noche sólo llevaba un pantalón y apestaba a trago. Apenas se alejaron de la casa, Ludovico le aflojó una cachetada de media vuelta, y Ambrosio otra, ninguna muy fuerte, para bajarle la moral. Qué alharaca había hecho, don: se tiró al suelo, no me maten, habría algún malentendido.

—Hijo de siete leches —dijo Ludovico —. Malentendido te voy a dar.

—¿Por qué no hizo lo que prometió, don? —dijo Ambrosio.

—¿Por qué no fuiste a la reunión de la directiva cuando Hipólito vino a arreglar lo de los ómnibus? —dijo Ludovico.

—Míreme la cara, mírenmela ¿no está amarilla? —lloraba Calancha —. De tiempo en tiempo me vienen unos ataques que me tumban, estuve en cama enfermo. Iré a la reunión de mañana, todo se arreglará.

—Si los de aquí no van a la manifestación, será su culpa —dijo Ambrosio.

—Y ahí vas preso —dijo Ludovico —. Y a los presos políticos, uy mamita, él les daba su palabra, juraba por su madre, y Ludovico le aflojó otra y Ambrosio otra, un poquito más fuerte esta vez.

—Tú dirás que son cojudeces, pero estas cachetadas son por tu bien —dijo Ludovico —. ¿No ves que queremos que te metan preso, Calancha?

—Ésta es tu última oportunidad, hombre —había dicho Ambrosio.

Su palabra, por su madre, nos juraba don, ya no me peguen.

—Si todos los serranos van a la Plaza y la cosa sale bien hay trescientos soles para ti, Calancha —dijo Ludovico —. Entre trescientos soles o ir preso, tú dirás qué te conviene más.

—No faltaba más, no quiero plata —qué tipo latero, don —. Yo lo haré por el general Odría, nomás.

Lo dejaron así, jurando y prometiendo. ¿Tendría palabra el pendejo éste, Ambrosio? Tenía don: al día siguiente fue Hipólito a llevarles los banderines y Calancha lo había recibido al frente de la directiva, e Hipólito vio que palabreaba a su gente y cooperaba de lo más bien.

La señora era más alta que Amalia, más baja que la señorita Queta, pelo negro retinto, cutis como si nunca le hubiera dado el sol, ojos verdes, boca roja que andaba siempre mordiendo con sus dientes parejitos de una manera coquetísima. ¿Qué edad tendría? Más de treinta decía Carlota, Amalia pensaba veinticinco. De la cintura para arriba su cuerpo era así así, pero para abajo qué curvas. Hombros echaditos para atrás, senos paraditos, una cintura de niñita. Pero las caderas eran un corazón, anchas anchas y se iban cerrando, cerrando, y las piernas se iban adelgazando despacito, tobillos finos y pies como los de la niña Teté. Manos chiquitas también, uñas larguísimas siempre pintadas del mismo color que los labios. Cuando estaba con pantalón y blusa se le marcaba todo, los escotes de sus vestidos elegantes dejaban al aire hombros, media espalda y la mitad de los senos. Se sentaba, cruzaba las piernas, la falda se corría más arriba de la rodilla, y desde el repostero, agitadas como gallinas, Carlota y Amalia comentaban cómo se les iban los ojos a los invitados tras las piernas y los escotes de la señora. Viejos, canosos, gordos, inventaban mil cosas, levantar el vaso de whisky del suelo, agacharse a botar la ceniza, para acercar los ojos y mirar. Ella no se enojaba, hasta los provocaba sentándose así, alcanzándoles los manicitos así. ¿El señor no es celoso, no?, le dijo Amalia a Carlota, cualquier otro se pondría furioso si se tomaran esas confianzas con su señora. Y Carlota: ¿por qué va a ser celoso con ella?, si era su querida nomás. Era tan raro, el señor sería feo y viejo pero no parecía tener un pelo de tonto, y sin embargo se quedaba tan tranquilo cuando los invitados, ya tomaditos, empezaban — a aprovecharse con la señora haciéndose los que bromeaban. Por ejemplo estaban bailando y le daban su besito en el cuello o le sobaban la espalda y cómo la apretaban. La señora soltaba su risita, jugando le daba un manazo al atrevido, lo empujaba jugando contra un sillón, o seguía bailando como si tal cual, dejándolo que se propasara. Don Cayo no bailaba nunca. Sentado en un sillón, el vaso en la mano, conversaba con los invitados, o miraba con su cara aguada los juegos y coqueterías de la señora. Un señor colorado gritó un día ¿me presta su sirena para un fin de semana en Paracas, don Cayo?, y el señor se la regalo, General, y la señora listo, llévame a Paracas, soy tuya. Carlota y Amalia se morían de risa oyendo estos chistes, viendo estos disfuerzos, pero Símula no las dejaba espiar mucho tiempo, venía al repostero y cerraba la puerta, o se aparecía la señora, ojos brillantes, mejillas arrebatadas, y las mandaba a acostarse. Desde su cama, Amalia oía la música, las risas, grititos, ruido de vasos, y permanecía encogida bajo la frazada, desvelada, desasosegada, riéndose sola. A la mañana siguiente ella y Carlota tenían que trabajar el triple. Montañas de puchos y de botellas, muebles arrimados contra las paredes, copas rotas. Limpiaban, recogían, ordenaban para que la señora al bajar no empezara ay qué suciedad, ay qué porquería. El señor se quedaba a dormir cuando había fiesta. Partía tempranito, Amalia lo veía, amarillo y ojeroso, cruzar rapidito el jardín, despertar a los dos tipos que se habían pasado la noche en el auto esperándolo, ¿cuánto les pagaría para hacerlos trasnochar así? apenas partía el auto se iban también los guardias de la esquina. Esos días la señora se levantaba tardísimo. Símula le tenía lista una fuente de conchitas con salsa de cebolla y mucho ají y un vaso de cerveza helada. Aparecía en bata, los ojos hinchados y enrojecidos, almorzaba y regresaba a la cama, y en la tarde andaba tocando el timbre para que Amalia le subiera agua mineral,
alka-seltzers
.

—Olave —dijo él, arrojando una bocanada de humo —. ¿Volvió la gente que mandó a Chiclayo?

—Esta mañana, don Cayo —asintió Lozano —. Todo resuelto. Aquí tiene el informe del Prefecto, aquí una copia del parte policial. Los tres cabecillas están detenidos en Chiclayo.

—¿Apristas? —echó otra bocanada y vio que Lozano contenía un estornudo.

—Sólo un tal Lanza, dirigente aprista viejo. Los otros dos son jóvenes, sin antecedentes.

—Tráigalos a Lima y que confiesen sus pecados mortales y veniales. Una huelga como la de "Olave" no se organiza así nomás. Ha sido preparada con tiempo y por profesionales. ¿Se reanudó ya el trabajo en la hacienda?

—Esta mañana, don Cayo —dijo Lozano —. Me lo comunicó el Prefecto por teléfono. Hemos dejado una pequeña dotación en "Olave”, por unos días, aunque el Prefecto asegura…

—San Marcos —Lozano cerró la boca y sus manos se precipitaron hacia la mesa, cogieron tres, cuatro hojitas y se las alcanzaron. Las puso en el brazo del sillón, sin mirarlas.

—Nada esta semana, don Cayo. Los grupitos se reúnen, los apristas más desorganizados que nunca, los rabanitos un poquito más activos. Ah sí, hemos identificado un nuevo grupito trotskista. Reuniones, conversaciones, nada. La semana próxima hay elecciones en Medicina. La lista aprista puede ganar.

—Las otras Universidades —arrojó el humo y esta vez Lozano estornudó.

—Lo mismo, don Cayo, reuniones de los grupitos, peleas entre ellos, nada. Ah sí, por fin está funcionando bien la información en la Universidad de Trujillo. Aquí está, memorándum número tres. Tenemos ahí dos elementos que…

—¿Sólo memorándums? —dijo él —. ¿Esta semana no hay volantes, folletos, revistitas a mimeógrafo?

—Claro que sí, don Cayo —Lozano levantó su maletín, corrió el cierre, sacó un grueso sobre con aire de triunfo —. Volantes, folletos, hasta los comunicados a máquina de los Centros Federados. Todo, don Cayo.

—Viaje del Presidente —dijo él —. ¿Habló con Cajamarca?

—Todos los preparativos han comenzado ya —dijo Lozano —. Viajaré el lunes y el miércoles en la mañana le daré un informe detallado, de modo que el jueves pueda ir usted a echar una ojeada al dispositivo de seguridad. Si le parece, don Cayo.

—He decidido que su gente viaje a Cajamarca por tierra. Partirán el jueves, en ómnibus, para que estén allá el viernes. No vaya a ser que se caiga el avión y no haya tiempo para reemplazarlos.

—Con las carreteras de la sierra no sé si es más peligroso el ómnibus que el avión —bromeó Lozano, pero él no sonrió y Lozano se puso serio de inmediato —: Muy bien pensado, don Cayo.

—Déjeme todos esos papeles —se puso de pie y Lozano instantáneamente lo imitó. Se los devolveré mañana.

—No le quito más tiempo entonces, don Cayo —Lozano lo siguió hasta el escritorio, su enorme maletín bajo el brazo.

—Un segundo, Lozano —encendió otro cigarrillo, chupó cerrando un poquito los ojos. Lozano aguardaba frente a él, sonriente —. No le saque más plata a la vieja Ivonne.

—¿Perdón, don Cayo? —lo vio pestañear, confundirse, palidecer.

—A mí no me importa que les saque unos soles a las niñas malas de Lima —dijo él, amablemente, sonriendo —. Pero a Ivonne déjela en paz, y si tiene algún problema alguna vez, facilítele las cosas. Es una buena persona ¿comprende?

La cara gorda se había llenado de sudor, los ojitos de chancho trataban angustiosamente de sonreír.

Le abrió la puerta, le dio una palmadita en el hombro, hasta mañana Lozano, y regresó al escritorio. Levantó el fono: comuníqueme con el senador Landa, doctorcito. Recogió los papeles que había dejado Lozano, los guardó en su maletín. Un momento después sonó él teléfono.

—¿Aló, don Cayo? —la voz jovial de Landa —. Iba a llamarlo en este momento, justamente.

—Ya ve, senador, la transmisión de pensamiento existe —dijo él —. Le tengo una buena noticia.

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