Conversación en La Catedral (51 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Como las cosas se han resuelto tan rápido, y, digamos, tan bien, voy a aconsejar al Presidente que no se los moleste —dijo él —. Fuera de pedirles que abandonen toda actividad política, claro.

—Yo no soy el cerebro de esta conspiración y usted lo sabe —dijo don Fermín —. Desde el principio tuve dudas. Me presentaron todo hecho, no me consultaron.

—Espina asegura que usted y Landa habían reunido mucho dinero para el golpe —dijo él.

—Yo no invierto dinero en malos negocios y eso también lo sabe usted —dijo don Fermín —Di dinero y fui el primero en remover cielo y tierra para convencer a la gente que apoyara a Odría el 48, porque tenía fe en él. Supongo que el Presidente no lo habrá olvidado.

—El Presidente es serrano —dijo él —. Los serranos tienen muy buena memoria.

—Si yo me hubiera puesto a conspirar de veras las cosas no habrían ido tan mal para Espina, si Landa y yo hubiéramos sido los autores de esto las guarniciones comprometidas no hubieran sido cuatro sino diez —don Fermín hablaba sin arrogancia, sin prisa, con una seguridad tranquila y él pensó como si todo lo que dice estuviera de más, como si fuera mi obligación haber sabido eso desde siempre —. Con diez millones de soles no hay golpe de estado que falle en el Perú, don Cayo.

—Yo voy ahora a Palacio a hablar con el Presidente —dijo él —. Haré todo lo posible para que se muestre comprensivo y esto se arregle de la mejor manera, al menos en su caso. Es todo lo que puedo ofrecerle por ahora, don Fermín.

—¿Voy a ser detenido? —dijo don Fermín.

—Desde luego que no; en el peor de los casos, se le pedirá que salga al extranjero por un tiempo —dijo él —. Pero no creo que sea necesario.

—¿Se van a tomar represalias contra mí? —dijo don Fermín —. Económicas, quiero decir. Usted sabe que gran parte de mis negocios dependen del Estado.

—Haré lo posible por evitarlo —dijo él —. El Presidente no es rencoroso, y espero que dentro de un tiempo acepte una reconciliación con usted. Es todo lo que puedo adelantarle, don Fermín.

—Supongo que las cosas que teníamos pendientes usted y yo, habrá que olvidarlas —dijo don Fermín.

—Enterrarlas definitivamente —aclaró él —. Ya ve, soy sincero con usted. Primero que todo, soy hombre del régimen, don Fermín. —Hizo una pausa, bajó un poco la voz, y usó un tono menos impersonal, más íntimo —. Ya sé que está pasando un mal momento. No, no hablo de esto. De su hijo, el que se fue de la casa.

—¿Qué pasa con Santiago? —la cara de don Fermín se había vuelto rápidamente hacia él —. ¿Sigue persiguiendo al muchacho?

—Lo hicimos vigilar unos días, ahora ya no —lo tranquilizó él —. Parece que esa mala experiencia lo decepcionó de la política. No ha vuelto a reunirse con sus antiguos amigos y entiendo que lleva una vida muy formal.

—Sabe usted de Santiago más que yo, hace meses que no lo veo —murmuró don Fermín, poniéndose de pie —. Bueno, estoy muy cansado y lo dejo ahora. Hasta luego, don Cayo.

—A Palacio, Ludovico —dijo él —. El flojo éste de Hipólito se volvió a quedar dormido. Déjalo, no lo despiertes.

—Ya llegamos —dijo Ludovico, riéndose —. Ahora el que se quedó dormido fue usted. Todo el camino vino roncando, don Cayo.

—Buenos días, por fin llega usted —dijo el mayor Tijero —. El Presidente se ha retirado a descansar. Pero ahí lo están esperando el comandante Paredes y el doctor Arbeláez, don Cayo.

—Pidió que no lo despertaran, salvo que haya algo muy urgente —dijo el comandante Paredes.

—No hay nada urgente, volveré a verlo más tarde —dijo él —. Sí, salgo con ustedes. Buenos días, doctor.

—Tengo que felicitarlo, don Cayo —dijo el doctor Arbeláez, con sorna —. Sin ruido, sin derramar una gota de sangre, sin que nadie lo ayudara ni lo aconsejara. Todo un éxito, don Cayo.

—Le iba a proponer que almorzáramos juntos, para explicarle todo con detalles —dijo él —. Hasta el último momento los indicios eran vagos. Las cosas se precipitaron anoche y no tuve tiempo de ponerlo al corriente.

—No estoy libre al mediodía, pero gracias de todos modos —dijo el doctor Arbeláez —. Ya no necesita ponerme al corriente. El Presidente me informó de todo, don Cayo.

—En ciertas circunstancias no hay más remedio que pasar por alto las jerarquías, doctor —murmuró él —. Anoche, más urgente que informarle a usted era actuar.

—Desde luego —dijo el doctor Arbeláez —. Esta vez el Presidente ha aceptado mi renuncia y, créame, estoy muy contento. Ya no tendremos más inconvenientes. El Presidente va a reorganizar el gabinete; no ahora, en Fiestas Patrias. Pero, en fin, ya está acordado.

—Pediré al Presidente que reconsidere su decisión y que no lo deje partir —dijo él —. Aunque no lo crea, me gusta trabajar a sus órdenes, doctor.

—¿A mis órdenes? —soltó una carcajada el doctor Arbeláez —. En fin. Hasta luego, don Cayo. Adiós, Comandante.

—Vamos a tomar algo, Cayo —dijo el comandante Paredes —. Sí, ven en mi auto. Que tu chofer nos siga al Círculo Militar. Camino telefoneó para avisar que el avión de Faucett llegaría a las once y media. ¿Vas a ir a esperar a Landa?

—No me queda más remedio —dijo él —. Si no me muero de sueño antes. Faltan tres horas ¿no?

—¿Qué tal la conversación con el pez gordo? —dijo el comandante Paredes.

—Zavala es un buen jugador, sabe perder —dijo él —. Landa me preocupa más. Tiene más plata y por lo mismo más orgullo. Ya veremos.

—La verdad es que la cosa fue seria —bostezó Paredes —. Si no es por el coronel Quijano, nos hubiéramos llevado un buen susto.

—El régimen le debe la vida, o casi —asintió él —. Hay que hacer que el Congreso lo ascienda, cuanto antes.

—Dos jugos de naranja, dos cafés bien cargados —dijo el comandante Paredes —. Y rápido, porque nos estamos durmiendo.

—¿Qué es lo que te preocupa? —dijo él —. Suelta la piedra de una vez.

—Zavala —dijo el comandante Paredes —. Tus negocios con él. Te tendrá agarrado por ahí, me imagino.

—Todavía no me tiene agarrado nadie —dijo él, desperezándose —. Trató mil veces, por supuesto. Quería hacerme su socio, clavarme acciones, mil cosas. Pero no le resultó.

—No se trata de eso —dijo el comandante Paredes —. El Presidente…

—Sabe todo, con pelos y señales —dijo él —. Hay esto y esto, pero nadie puede probar que esos contratos se consiguieron gracias a mí. Mis comisiones eran tantas, siempre en efectivo. Mi cuenta está en el extranjero y es tanto. ¿Debo renunciar, irme del país? No. ¿Qué hago entonces? Joder a Zavala. Está bien, yo obedezco.

—Joderlo a ése es lo más fácil del mundo —sonrió Paredes —. Por el lado de su vicio.

—Por ese lado no —dijo él, y miró a Paredes, bostezando de nuevo —. Por el único que no.

—Ya sé, ya me lo has dicho —sonrió Paredes —. El vicio es lo único que respetas en la gente.

—Su fortuna es un castillo sobre la arena —dijo él —. Su laboratorio vive de los suministros a los Institutos Armados. Se acabaron los suministros. Su empresa constructora, gracias a las carreteras y a las Unidades Escolares. Se acabó, no volverá a recibir un libramiento. Hacienda le hará expulgar los libros y tendrá que pagar los impuestos burlados, las multas. No se le podrá hundir del todo, pero algún daño se le hará.

—No creo, esos mierdas siempre encuentran la manera de salir adelante —dijo Paredes.

—¿Es cierto lo del cambio de gabinete? —dijo él —. Hay que retener a Arbeláéz en el Ministerio. Es renegón, pero se puede trabajar con él.

—Un cambio ministerial en Fiestas Patrias es normal, no llamará la atención —dijo Paredes —. Por otra parte, el pobre Arbeláez tiene razón. El problema se presentaría con cualquier otro. Nadie aceptará ser un simple figurón.

—No podía arriesgarme a tenerlo al tanto de esto, conociendo sus mil negociados con Landa —dijo él.

—Ya sé, no te estoy criticando —dijo Paredes —. Por eso mismo, para evitar estas cosas, tienes que aceptar el Ministerio. Ahora no podrás negarte. Llerena ha insistido en que tú reemplaces a Arbeláez. También para los otros ministros es incómodo que haya un Ministro de Gobierno ficticio y otro real.

—Ahora soy invisible y nadie puede torpedear mi trabajo —dijo él —. El Ministro está expuesto y es vulnerable. Los enemigos del régimen se frotarían las manos si me ven de ministro.

—Los enemigos ya no cuentan mucho, después de este fracaso —dijo Paredes —. No van a levantar cabeza mucho tiempo.

—Cuando estamos solos, deberíamos ser más francos —dijo él, riendo —. La fuerza del régimen era el apoyo de los grupos que cuentan. Y eso ha cambiado. Ni el Club Nacional, ni el Ejército ni los gringos nos quieren mucho ya. Están divididos entre ellos, pero si se llegan a unir contra nosotros, habrá que hacer las maletas. Si tu tío no actúa rápido, la cosa va a ir de mal en peor.

—¿Qué más quieren que haga? —dijo Paredes —. ¿No ha limpiado el país de apristas y comunistas? ¿No ha dado a los militares lo que no tuvieron nunca? ¿No ha llamado a los señorones del Club Nacional a los Ministerios, a las Embajadas, no les ha dejado decidir todo en Hacienda? ¿No se les da gusto en todo a los gringos? Qué más quieren esos perros.

—No quieren que cambie de política, harán la misma cuando tomen el poder —dijo él —. Quieren que se largue. Lo llamaron para que limpiara la casa de cucarachas. Ya lo hizo y ahora quieren que les devuelva la casa, que, después de todo, es suya ¿no?

—No —dijo Paredes —. El Presidente se ha ganado al pueblo. Les ha construido hospitales, colegios, dio la ley del seguro obrero. Si reforma la Constitución y quiere hacerse reelegir ganará las elecciones limpiamente. Basta ver las manifestaciones cada vez que sale de gira.

—Las organizo yo hace años —bostezó él —. Dame plata y te organizo las mismas manifestaciones a ti. No, lo único popular aquí es el Apra. Si se les ofrecen unas cuantas cosas, los apristas aceptarían entrar en tratos con el régimen.

—¿Te has vuelto loco? —dijo Paredes.

—El Apra ha cambiado, es más anticomunista que tú, y Estados Unidos ya no los veta —dijo él —. Con la masa del Apra, el aparato del Estado y los grupos dirigentes leales, Odría sí podría hacerse reelegir.

—Estás delirando —dijo Paredes —. Odría y el Apra unidos. Por favor, Cayo.

—Los líderes apristas están viejos y se han puesto baratos —dijo él —. Aceptarían, a cambio de la legalidad y unas cuantas migajas.

—Las Fuerzas Armadas no aceptarán jamás ningún acuerdo con el Apra —dijo Paredes.

—Porque la derecha las educó así, haciéndoles creer que era el enemigo —dijo él —. Pero se las puede educar de nuevo, haciéndoles ver que el Apra ya cambió. Los apristas darán a los militares todas las garantías que quieran.

—En lugar de ir a buscar a Landa al aeropuerto, anda a consultar a un psiquiatra —dijo Paredes —. Este par de días sin dormir te han hecho daño, Cayo.

—Entonces, el 56 subirá a la Presidencia algún señorón —dijo él, bostezando —. Y tú y yo nos iremos a descansar de todos estos trajines. Bueno, a mí no me molesta la idea; por lo demás. No sé para qué hablamos de esto. Las cuestiones políticas no nos incumben. Tu tío tiene sus consejeros. Tú y yo a nuestros zapatos. A propósito ¿qué hora es?

—Tienes tiempo —dijo Paredes —. Yo me voy a dormir, estoy rendido con la tensión de estos dos días. Y esta noche, si me da el cuerpo, me voy a desquitar con una farra. Tú no tendrás ánimos ¿no?

—No, no ha despertado; don Cayo, desde Chaclacayo como usted lo ve —dijo Ludovico, señalando a Hipólito —. Perdóneme que vaya tan despacio, pero es que yo también estoy hecho polvo de sueño y no quiero chocar. Llegaremos al aeropuerto antes de las once, no se preocupe.

—El avión llega dentro de diez minutos, don Cayo —dijo Lozano, con voz ronca y extenuada —. Traje dos patrulleros y algunos hombres. Como viene en un avión de pasajeros, no sabía en qué forma…

—Landa no está detenido —dijo él —. Lo recibiré yo solo y lo llevaré a su casa. No quiero que el senador vea este despliegue policial, llévese a la gente. ¿Todo lo demás en orden?

—Todas las detenciones sin problemas —dijo Lozano, sobándose la cara sin afeitar, bostezando —. Lo único, un pequeño incidente en Arequipa. El doctor Velarde, ese apristón. Alguien le pasó la voz y escapó. Estará tratando de llegar a Bolivia. La frontera está advertida.

—Está bien, puede irse, Lozano —dijo él —. Mire a Ludovico y a Hipólito. Ya están roncando de nuevo.

—Ese par han pedido su traslado, don Cayo —dijo Lozano —. Usted dirá.

—No me extraña, ya están hartos de las malas noches —sonrió él —. Está bien, búsqueme otro par, que sean menos dormilones. Hasta luego, Lozano.

—¿Quiere entrar al puesto a sentarse, señor Bermúdez? —dijo un teniente, saludando.

—No, Teniente, gracias, prefiero tomar un poco de aire —dijo él —. Además, ahí está el avión. Despiérteme a ese par, más bien, y que acerquen el auto. Yo voy a adelantarme. Por aquí, senador, aquí está mi coche. Suba, por favor. A San Isidro, Ludovico, a la casa del senador Landa.

—Me alegro que vayamos a mi casa y no a la cárcel —murmuró el senador Landa, sin mirarlo —. Espero que podré cambiarme de ropa y darme un baño, siquiera.

—Sí —dijo él —. Siento mucho todas estas molestias. No tuve más remedio, senador.

—Como si se tratara de asaltar una fortaleza, con ametralladoras y sirenas —susurró Landa, la boca pegada a la ventanilla —. Faltó poco para que a mi mujer le diera un síncope cuando se presentaron en "Olave". ¿También ordenó que me hicieran pasar la noche en una silla, pese a mis sesenta años, Bermúdez?

—Es esta casa grande, la del jardín, ¿no señor? —dijo Ludovico.

—Usted primero, senador —dijo él, señalando el amplio, frondoso jardín, y un instante, alcanzó a verlas: blancas, desnudas, correteándose entre los laureles, riéndose, sus talones blancos y rápidos sobre el césped húmedo —. Siga, siga, senador.

—¡Papá, papacito! —gritó la muchacha, abriendo los brazos, y él vio su cara de porcelana, sus ojos grandes y asombrados, sus cabellos cortos, castaños —. Acabo de hablar por teléfono con la mami y está muerta de susto. ¿Qué pasó, qué pasó, papi?

—Buenos días —murmuró él y rápidamente la desnudó y empujó hacia las sábanas donde dos formas femeninas la recibieron, ávidas.

—Ya te explicaré, corazón —Landa se desprendió de su hija, se volvió hacia él —. Pase, Bermúdez. Llama a Chiclayo y tranquiliza a tu madre, Cristina, dile que estoy bien. Que no nos moleste nadie. Asiento, Bermúdez.

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