Conversación en La Catedral (52 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Le voy a hablar con toda sinceridad, senador —dijo él —. Haga usted lo mismo y así ganaremos tiempo los dos.

—La recomendación está demás —dijo Landa —. Yo no miento nunca.

—El general Espina fue detenido, todos los oficiales que le habían prometido ayuda se han reconciliado con el régimen —dijo él —. No queremos que esto trascienda, senador. Concretamente, vengo a proponerle que reafirme su lealtad al régimen y que mantenga su, posición de líder parlamentario. En dos palabras, que se olvide de lo que ha ocurrido.

—Primero tengo que saber qué ha ocurrido —dijo Landa; tenía las manos en las rodillas, permanecía absolutamente inmóvil.

—Usted está cansado, yo estoy cansado —murmuró él —. ¿No podemos ganar tiempo, senador?

—Saber de qué se me acusa, primero —repitió Landa, secamente.

—De haber servido de enlace entre Espina y los jefes de las guarniciones comprometidas —dijo él con un dejo resignado —. De haber conseguido dinero y haber invertido su propio dinero en este asunto. De haber reunido, en esta casa y en "Olave” a la veintena de conspiradores civiles que ahora están detenidos.

Tenemos declaraciones firmadas, cintas grabadas. Todas las pruebas que usted quiera. Pero ya no se trata de eso. No queremos explicaciones. El Presidente está dispuesto a olvidar todo esto.

—Se trata de no tener en el Senado a un enemigo que conoce al régimen en cuerpo y alma —murmuró Landa. mirándolo fijamente a los ojos.

—Se trata de no quebrar la mayoría parlamentaria —dijo él —. Además, su prestigio, su nombre y sus influencias son necesarias al régimen. Sólo hace falta que usted acepte, senador, y no ha pasado nada.

—¿Y si me niego a seguir colaborando? —murmuró Landa en voz casi inaudible.

—Tendría usted que salir del país —dijo él con un gesto contrariado —. Tampoco necesito recordarle que usted tiene muchos intereses relacionados con el Estado, senador.

—Primero el atropello, después el chantaje —dijo Landa —. Reconozco sus métodos, Bermúdez.

—Usted es un político experimentado y un buen jugador, sabe de sobra lo que le conviene —dijo él, con calma —. No perdamos tiempo, senador.

—¿Cuál va a ser la situación de los detenidos? —murmuró Landa —. No los militares, que, por lo visto, arreglaron bien sus cosas. Los otros.

—El régimen tiene consideración especial con usted, porque le debemos servicios —dijo él —. Ferro y los demás deben al régimen todo lo que son. Se estudiarán los antecedentes de cada uno y según eso se tomarán medidas.

—¿Qué clase de medidas? —dijo el senador —. Esa gente confió en mí como yo confié en esos generales.

—Medidas preventivas, no queremos encarnizarnos contra nadie —dijo él —. Quedarán detenidos por un tiempo, algunos serán desterrados. Ya ve, nada muy serio. Todo dependerá, por supuesto, de la actitud suya.

—Hay algo más —vaciló apenas el senador —. Es decir…

—¿Zavala? —dijo él y vio a Landa pestañear, varias veces —. No está detenido y si usted se aviene a colaborar, él tampoco será molestado. Esta mañana conversé con él y está ansioso por reconciliarse con el régimen. Debe estar en su casa ahora. Hable usted con él, senador.

—No puedo darle una respuesta ahora —dijo Landa, luego de unos segundos —. Deme algunas horas, para reflexionar.

—Todas las que usted quiera —dijo él, levantándose —. Lo llamaré esta noche, o mañana, si prefiere.

—¿Sus soplones me van a dejar en paz hasta entonces? —dijo Landa, abriendo la puerta del jardín.

—No está usted detenido, ni siquiera vigilado; puede ir donde quiera, hablar con quien quiera. Hasta luego, senador. —Salió y cruzó el jardín, sintiéndolas a su alrededor, elásticas y fragantes, yendo y viniendo y volviendo entre las matas de flores, rápidas y húmedas bajo los arbustos —. Ludovico, Hipólito, despierten; a la Prefectura, rápido. Quiero que me controle las llamadas de Landa, Lozano.

—No se preocupe, don Cayo —dijo Lozano, alcanzándole una silla —. Tengo un patrullero y tres agentes ahí. El teléfono está intervenido hace dos semanas.

—Consígame un vaso de agua, por favor —dijo él —. Tengo que tomar una pastilla.

—El Prefecto le preparó este resumen sobre la situación en Lima —dijo Lozano —. No, no hay ninguna noticia de Velarde. Debe haber cruzado la frontera. Uno solo de cuarenta y seis, don Cayo. Todos los otros fueron detenidos, y sin incidentes.

—Hay que mantenerlos incomunicados, aquí y en provincias —dijo él —. En cualquier momento van a comenzar las llamadas de los padrinos. Ministros, diputados.

—Ya comenzaron, don Cayo —dijo Lozano —. Acaba de llamar el senador Arévalo. Quería ver al doctor Ferro. Le dije que nadie podía verlo sin autorización de usted.

—Sí, échemelos a mí —bostezó él —. Ferro tiene amarrada a mucha gente y van a mover cielo y tierra para sacarlo.

—Su mujer se presentó aquí esta mañana —dijo Lozano —. De armas tomar. Amenazando con el Presidente, con los Ministros. Una señora muy guapa, don Cayo.

—Ni sabía que Ferrito era casado —dijo él —. ¿Muy guapa, ah sí? La tendría escondida por eso.

—Se lo nota agotado, don Cayo —dijo Lozano —. Por qué no va a descansar un rato. No creo que haya nada importante hoy.

—¿Se acuerda hace tres años, cuando los rumores sobre el levantamiento en Juliaca? —dijo él —. Nos pasamos cuatro noches sin dormir y como si nada. Estoy envejeciendo, Lozano.

—¿Puedo hacerle una pregunta? —y el rostro expeditivo y servicial de Lozano se endulzó —. Sobre los rumores que corren. Que habrá cambio de gabinete, que usted subirá a Gobierno. No necesito decirle lo bien que ha caído esa noticia en el cuerpo, don Cayo.

—No creo que le convenga al Presidente que yo sea Ministro —dijo él —. Voy a tratar de desanimarlo. Pero si él se empeña, no tendré más remedio que aceptar.

—Sería magnífico —sonrió Lozano —. Usted ha visto qué falta de coordinación ha habido a veces por la poca experiencia de los Ministros. Con el general Espina, con el doctor Arbeláez. Con usted será otra cosa, don Cayo.

—Bueno, voy a descansar un rato a San Miguel —dijo él —. ¿Quiere llamar a Alcibíades y decírselo? Que me despierte sólo si hay algo muy urgente.

—Perdón, me quedé dormido otra vez —balbuceó Ludovico, sacudiendo a Hipólito —. ¿A San Miguel? Sí, don Cayo.

—Váyanse a descansar y recójanme aquí a las siete de la noche —dijo él —. ¿La señora está en el baño?

—Sí, prepárame algo de comer, Símula. Hola, chola. Voy a dormir un rato. Estoy en ayunas hace veinticuatro horas.

—Tienes una cara espantosa —se rió Hortensia —. ¿Te portaste bien anoche?

—Te engañé con el Ministro de Guerra —murmuró él, escuchando en sus oídos un zumbido tenaz y secreto, contando los latidos desiguales de su corazón —. Que me traigan algo de comer de una vez, estoy cayéndome de sueño.

—Deja que te arregle la cama —Hortensia sacudía las sábanas, cerraba la cortina y él sintió como si se deslizara por una pendiente rocosa, y a lo lejos, percibía bultos moviéndose en la oscuridad; siguió resbalando, hundiéndose, y de pronto se sintió agredido, brutalmente extraído de ese refugio ciego y denso —. Hace cinco minutos que te grito, Cayo. De la Prefectura, dicen que es urgente.

—El senador Landa está en la embajada argentina desde hace media hora, don Cayo —sentía agujas en las pupilas, la voz de Lozano martillaba cruelmente en sus oídos —. Entró por una puerta de servicio. Los agentes no sabían que daba a la Embajada. Lo siento mucho, don Cayo.

—Quiere escándalo, quiere vengarse de la humillación —lentamente recuperaba la noción de sus sentidos, de sus miembros, pero su voz le parecía la de otro —. Que su gente siga ahí, Lozano. Si sale, deténgalo y que lo lleven a la Prefectura. Si Zavala sale de su casa, deténgalo también. ¿Aló, Alcibíades? Localíceme cuanto antes al doctor Lora, doctorcito, me precisa verlo ahora mismo. Dígale que llegaré a su oficina dentro de media hora.

—La esposa del doctor Ferro lo está esperando, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades —. Le he indicado que usted no va a venir, pero no quiere irse.

—Sáquesela de encima y ubique al doctor Lora de inmediato —dijo él —. Símula, corre a decir a los guardias de la esquina que necesito el patrullero en el acto.

—¿Qué pasa, qué apuro es ése? —dijo Hortensia, levantando el pijama que él acababa de tirar al suelo.

—Problemas —dijo él, poniéndose las medias —. ¿Cuánto rato he dormido?

—Una hora, más o menos —dijo Hortensia —. Debes estar muerto de hambre. ¿Te hago calentar el almuerzo?

—No tengo tiempo —dijo él —. Sí, al Ministerio de Relaciones Exteriores, sargento, y a toda velocidad. No se pase en el semáforo, hombre, tengo mucha prisa. El Ministro me está esperando, le hice avisar que venía.

—El Ministro está en una reunión, no creo que pueda recibirlo —el joven de anteojos, vestido de gris, lo examinó de pies a cabeza, con desconfianza —. ¿De parte de quién?

—Cayo Bermúdez —dijo él, y vio al joven levantarse de un brinco y desaparecer tras una puerta lustrosa —. Siento invadir así su oficina, doctor Lora. Es muy importante, se trata de Landa.

—¿De Landa? —le estiró la mano el hombrecito calvo, bajito, sonriente —. No me diga que…

—Sí, está en la embajada argentina hace una hora —dijo él —. Pidiendo asilo, probablemente. Quiere hacer ruido y crearnos problemas.

—Bueno, lo mejor será darle el salvoconducto de inmediato —dijo el doctor Lora —. Al enemigo que huye, puente de plata, don Cayo.

—De ninguna manera —dijo él —. Hable usted con el Embajador, doctor. Deje bien claro que no está perseguido, asegúrele que Landa puede salir del país con su pasaporte cuando quiera.

—Sólo puedo comprometer mi palabra si esa promesa se va a cumplir, don Cayo —dijo el doctor Lora, sonriendo con reticencia —. Imagínese en qué situación quedaría el Gobierno si…

—Se va a cumplir —dijo él, rápidamente, y vio que el doctor Lora lo observaba, dudando. Por fin, dejó de sonreír, suspiró, y tocó un timbre.

—Precisamente el Embajador está en el teléfono —el joven de gris cruzó el despacho con una sonrisita lampiña, hizo una especie de genuflexión —. Qué coincidencia, Ministro.

—Bueno, ya sabemos que ha pedido asilo —dijo el doctor Lora —. Sí, mientras yo hablo con el Embajador, puede usted telefonear desde la secretaría, don Cayo.

—¿Puedo usar su teléfono un momento? Quisiera hablar a solas, por favor —dijo él, y vio enrojecer violentamente al joven de gris, lo vio asentir con ojos ofendidos y partir —. Es posible que Landa salga de la embajada de un momento a otro, Lozano. No lo molesten. Téngame informado de sus movimientos. Estaré en mi oficina, sí.

—Entendido, don Cayo —el joven se paseaba por el corredor, esbelto, largo, gris —. ¿Tampoco a Zavala, si sale de su casa? Bien, don Cayo.

—En efecto, había pedido asilo —dijo el doctor Lora —. El Embajador estaba asombrado. Landa, uno de los líderes parlamentarios, no podía creerlo. Se ha quedado conforme con la promesa de que no será detenido y de que podrá viajar cuando quiera..

—Me quita usted un gran peso de encima, doctor —dijo él —. Ahora voy a tratar de remachar este asunto. Muchas gracias, doctor.

—Aunque no sea el momento, quiero ser el primero en felicitarlo —dijo el doctor Lora, sonriendo —. Me dio mucho gusto saber que entrará al gabinete en Fiestas Patrias, don Cayo.

—Son simples rumores —dijo él —. No hay nada decidido aún. El Presidente no me ha hablado todavía, y tampoco sé si aceptaré.

—Todo está decidido y todos nos sentimos muy complacidos —dijo el doctor Lora, tomándolo del brazo —. Usted tiene que sacrificarse y aceptar. El Presidente confía en usted, y con razón. Hasta pronto, don Cayo.

—Hasta luego, señor —dijo el joven de gris, con una venia.

—Hasta luego —dijo él, y tirando un violento jalón con sus mismas manos lo castró y arrojó el bulto gelatinoso a Hortensia: cómetelo —. Al Ministerio de Gobierno, sargento. ¿Las secretarias se fueron ya? Qué pasa, doctorcito, está usted lívido.

—La France Presse, la Associated Press, la United Press, todas dan la noticia, don Cayo, mire los cables —dijo el doctor Alcibíades —. Hablan de decenas de detenidos. ¿De dónde, don Cayo?

—Están fechados en Bolivia, ha sido Velarde, el abogadito ése —dijo él —. Pudiera ser Landa, también. ¿A qué hora comenzaron a recibir esos cables las agencias?

—Hace apenas una media hora —dijo el doctor Alcibíades —. Los corresponsales ya empezaron a llamarnos. Van a caer aquí de un momento a otro. No, todavía no han enviado esos cables a las radios.

—Ya es imposible guardar esto secreto, habrá que dar un comunicado oficial —dijo él —. Llame a las agencias, que no distribuyan esos cables, que esperen el comunicado. Llámeme a Lozano y a Paredes, por favor.

—Sí, don Cayo —dijo Lozano —. El senador Landa acaba de entrar a su casa.

—No lo dejen salir de allá —dijo él —. ¿Seguro que no habló con ningún corresponsal extranjero por teléfono? Sí, estaré en Palacio, llámeme allá.

—El comandante Paredes en el otro teléfono, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades.

—Te adelantaste un poco, la farra de esta noche tendrá que esperar —dijo él —. ¿Viste los cables? Sí, ya sé de dónde. Velarde, un arequipeño que se escapó. No dan nombres, sólo el de Espina.

—Acabamos de leerlos con el general Llerena y estamos yendo a Palacio —dijo el comandante Paredes —. Esto es grave. El Presidente quería evitar a toda costa que se divulgara el asunto.

—Hay que sacar un comunicado desmintiendo todo —dijo él —. Todavía no es tarde, si se llega a un acuerdo con Espina y con Landa. ¿Qué hay del Serrano?

—Está reacio, el general Pinto ha hablado dos veces con él —dijo Paredes —. Si el Presidente está de acuerdo, el general Llerena le hablará también. Bueno, nos vemos en Palacio, entonces.

—¿Ya sale, don Cayo? —dijo el doctor Alcibíades —. Me olvidaba de algo. La señora del doctor Ferro. Estuvo aquí toda la tarde. Dijo que volvería y que se pasaría toda la noche sentada, aunque fuera.

—Si vuelve, hágala botar con los guardias —dijo él —. Y no se mueva de aquí, doctorcito.

—¿Está usted sin auto? —dijo el doctor Alcibíades —. ¿Quiere llevarse el mío?

—No sé manejar, tomaré un taxi —dijo él —. Sí, maestro, a Palacio.

—Pase, don Cayo —dijo el mayor Tijero —. El general Llerena, el doctor Arbeláez y el comandante Paredes lo están esperando.

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