Conversación en La Catedral (53 page)

Read Conversación en La Catedral Online

Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
4.53Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Acabo de hablar con el general Pinto, su conversación con Espina ha sido bastante positiva —dijo el comandante Paredes —. El Presidente está con el Canciller.

—Las radios extranjeras están dando la noticia de una conspiración abortada —dijo el general Llerena —. Ya ve, Bermúdez, tantas contemplaciones con los pícaros para guardar el secreto, y no sirvió de nada.

—Si el general Pinto llega a un acuerdo con Espina, la noticia quedará desmentida automáticamente —dijo el comandante Paredes —. Todo el problema está ahora en Landa.

—Usted es amigo del senador, doctor Arbeláez —dijo él —. Landa tiene confianza en usted.

—He hablado por teléfono con él hace un momento —dijo el doctor Arbeláez —. Es un hombre orgulloso y no quiso escucharme. No hay nada que hacer con él, don Cayo.

—¿Se le está dando una salida que lo favorece y no quiere aceptar? —dijo el general Llerena —. Hay que detenerlo antes que haga escándalo, entonces.

—Yo me he comprometido a conseguir que esto no trascienda y voy a cumplirlo —dijo él —. Ocúpese usted de Espina, General, y déjeme a Landa a mí.

—Lo llaman por teléfono, don Cayo —dijo el mayor Tijero —. Sí, por aquí.

—El sujeto habló hace un momento con el doctor Arbeláez —dijo Lozano —. Algo que le va a sorprender, don Cayo. Sí, aquí le hago escuchar la cinta.

—Por ahora no puedo hacer otra cosa que esperar —dijo el doctor Arbeláez —. Pero si pones como condición para reconciliarte con el Presidente, que despidan al chacal de Bermúdez, estoy seguro que accederá.

—No deje entrar a nadie a casa de Landa, salvo a Zavala, Lozano —dijo él —. ¿Estaba usted durmiendo, don Fermín? Siento despertarlo, pero es urgente. Landa no quiere llegar a un acuerdo con nosotros y nos está creando dificultades. Necesitamos convencer al senador que se calle la boca. ¿Se da cuenta lo que voy a pedirle, don Fermín?

—Claro que me doy cuenta —dijo don Fermín.

—Han comenzado a correr rumores en el extranjero y no queremos que prosperen —dijo él —. Hemos llegado a un entendimiento con Espina, sólo falta hacer entrar en razón al senador. Usted puede ayudarnos, don Fermín.

—Landa puede darse el lujo de hacer desplantes —dijo don Fermín —. Su dinero no depende del Gobierno.

—Pero el suyo sí —dijo él —. Ya ve, la cosa es urgente y tengo que hablarle así. ¿Le basta que me comprometa a que todos sus contratos con el Estado sean respetados?

—¿Qué garantía tengo de que esa promesa se va a cumplir? —dijo don Fermín.

—En este momento, sólo mi palabra —dijo él —. Ahora no puedo darle otra garantía.

—Está bien, acepto su palabra —dijo don Fermín — Voy a hablar con Landa. Si sus soplones me dejan salir de mi casa.

—Acaba de llegar el general Pinto, don Cayo —dijo el mayor Tijero.

—Espina se ha mostrado bastante racional, Cayo —dijo Paredes —. Pero el precio es alto. Dudo que el Presidente acepte.

—La Embajada en España —dijo el general Pinto —. Dice que en su condición de general y de ex ministro, la Agregaduría militar en Londres sería rebajarlo de categoría.

—Nada más que eso —dijo el general Llerena —. La Embajada en España.

—Está vacante y quién mejor que Espina para ocuparla —dijo él —. Hará un excelente papel. Estoy seguro que el doctor Lora estará de acuerdo.

—Lindo premio por haber intentado poner al país a sangre y. fuego —dijo el general Llerena.

—Qué mejor desmentido para las noticias que corren que publicar mañana el nombramiento de Espina como Embajador en España? —dijo él.

—Si usted permite, yo pienso lo mismo, General —dijo el general Pinto —. Espina ha puesto esa condición y no aceptará otra. La alternativa sería enjuiciarlo o desterrarlo. Y cualquier medida disciplinaria contra él tendría un efecto negativo entre muchos oficiales.

—Aunque no siempre coincidimos, don Cayo, esta vez estoy de acuerdo con usted —dijo el doctor Arbeláez —. Yo veo así el problema. Si se ha decidido no tomar sanciones y buscar la reconciliación, lo mejor es dar al general Espina una misión de acuerdo con su rango.

—De todos modos, el asunto Espina está resuelto —dijo Paredes —. ¿Qué hay de Landa? Si no se le tapa la boca a él, todo habrá sido en vano.

—¿Se le va a premiar con una Embajada a él también? —dijo el general Llerena.

—No creo que le interese —dijo el doctor Arbeláez —. Ha sido Embajador varias veces ya.

—No veo cómo podemos publicar un desmentido a los cables, si Landa va a desmentir el desmentido mañana —dijo Paredes.

—Sí, Mayor, quisiera telefonear a solas —dijo él —. ¿Aló, Lozano? Suspenda el control del teléfono del senador. Voy a hablar con él y esta conversación no debe ser grabada.

—El senador Landa no está, habla su hija —dijo la inquieta voz de la muchacha y él apresuradamente la ató, con atolondrados nudos ciegos que hincharon sus muñecas, sus pies —. ¿Quién lo llama?

—Pásemelo inmediatamente, señorita, hablan de Palacio, es muy urgente —Hortensia tenía lista la correa, Queta también, él también —. Quiero informarle que Espina ha sido nombrado Embajador en España, senador. Espero que esto disipe sus dudas y que cambie de actitud. Nosotros seguimos considerándolo un amigo.

—A un amigo no se lo tiene detenido —dijo Landa —. ¿Por qué está rodeada mi casa? ¿Por qué no se me deja salir? ¿Y las promesas de Lora al Embajador? ¿No tiene palabra el Canciller?

—Están corriendo rumores en el extranjero sobre lo ocurrido y queremos desmentirlos —dijo él —. Supongo que Zavala estará con usted y que ya le habrá explicado que todo depende de usted. Dígame cuáles son sus condiciones, senador.

—Libertad incondicional para todos mis amigos —dijo Landa —. Promesa formal de que no serán molestados ni despedidos de los cargos que ocupan.

—Con la condición de que ingresen al Partido Restaurador los que no están inscritos —dijo él —. Ya ve, no queremos una reconciliación aparente, sino real. Usted es uno de los líderes del partido de gobierno, que sus amigos entren a formar parte de él. ¿Está de acuerdo?

—Quién me garantiza que apenas haya dado un paso para restablecer mis relaciones con el régimen, no se utilizará esto para perjudicarme políticamente —dijo Landa —. Que no se me querrá chantajear de nuevo.

—En Fiestas Patrias deben renovarse las directivas de ambas Cámaras —dijo él —. Le ofrezco la Presidencia del Senado. ¿Quiere más pruebas de que no se tomará ninguna represalia?

—No me interesa la Presidencia del Senado —dijo Landa y él respiró: todo rencor se había eclipsado de la voz del senador —. Tengo que pensarlo, en todo caso.

—Me comprometo a que el Presidente apoye su candidatura —dijo él —. Le doy mi palabra que la mayoría lo elegirá.

—Está bien, que desaparezcan los soplones que rodean mi casa —dijo Landa —. ¿Qué debo hacer?

—Venir a Palacio de inmediato, los líderes parlamentarios están reunidos con el Presidente y sólo falta usted —dijo él —. Por supuesto, será recibido con la amistad de siempre, senador.

—Sí, los parlamentarios ya están llegando, don Cayo —dijo el mayor Tijero.

—Llévele este papel al Presidente, Mayor —dijo él —. El senador Landa asistirá a la reunión. Sí, él mismo. Se arregló, felizmente, sí.

—¿Es cierto? —dijo Paredes, pestañeando —. ¿Viene aquí?

—Como hombre del régimen que es, como líder de la mayoría que es —murmuró él —. Sí, debe estar llegando. Para ganar tiempo, habría que ir redactando el comunicado. No ha habido tal conspiración, citar los telegramas de adhesión de los jefes del Ejército. Usted es la persona más indicada para redactar el comunicado, doctor.

—Lo haré, con mucho gusto —dijo el doctor Arbeláez —. Pero como usted ya es prácticamente mi sucesor, debería irse entrenando a redactar comunicados, don Cayo.

—Lo hemos estado correteando de un sitio a otro, don Cayo —dijo Ludovico —. De San Miguel a la plaza Italia, de la plaza Italia aquí.

—Estará usted muerto, don Cayo —dijo Hipólito —. Nosotros dormimos siquiera unas horitas en la tarde.

—Ahora me toca a mí —dijo él —. La verdad, me lo he ganado. Vamos al Ministerio un momento, y después a Chaclacayo.

—Buenas noches, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades —. Aquí la señora Ferro no quiere…

—¿Entregó el comunicado a la prensa y a las radios? —dijo él.

—Lo estoy esperando desde las ocho de la mañana y son las nueve de la noche —dijo la mujer —. Tiene usted que recibirme aunque sea sólo diez minutos, señor Bermúdez.

—Le he explicado a la señora Ferro que usted está muy ocupado —dijo el doctor Alcibíades —. Pero ella no…

—Está bien, diez minutos, señora —dijo él —. ¿Quiere venir un momento a mi oficina, doctorcito?

—Ha estado en el pasillo cerca de cuatro horas —dijo el doctor Alcibíades —. Ni por las buenas ni por las malas, don Cayo, no ha habido forma.

—Le dije que la sacara con los guardias —dijo él.

—Lo iba a hacer, pero como me llegó el comunicado anunciando el nombramiento del general Espina, pensé que la situación había cambiado —dijo el doctor Alcibíades —. Que a lo mejor el doctor Ferro sería puesto en libertad.

—Sí, ha cambiado, y habrá que soltar a Ferrito también —dijo él —. ¿Hizo circular el comunicado?

—A todos los diarios, agencias y radios —dijo el doctor Alcibíades —. Radio Nacional lo ha pasado ya. ¿Le digo a la señora que su esposo va a salir y la despacho?

—Yo le daré la buena noticia —dijo él —. Bueno, esta vez sí está terminado el asunto. Debe estar rendido, doctorcito.

—La verdad que sí, don Cayo —dijo el doctor Alcibíades —. Llevo casi tres días sin dormir.

—Los que nos ocupamos de la seguridad, somos los únicos que trabajan de veras en este Gobierno —dijo él.

—¿De veras que el senador Landa asistió a la reunión de parlamentarios en Palacio? —dijo el doctor Alcibíades.

—Estuvo cinco horas en Palacio y mañana saldrá una foto de él saludando al Presidente —dijo él —. Costó trabajo pero, en fin, lo conseguimos. Haga pasar a esa dama y váyase a descansar, doctorcito.

—Quiero saber qué pasa con mi esposo —dijo resueltamente la mujer y él pensó no viene a pedir ni a lloriquear, viene a pelear —. Por qué lo ha hecho usted detener, señor Bermúdez.

—Si las miradas mataran ya sería yo cadáver —sonrió él —. Calma, señora. Asiento. No sabía que el amigo Ferro era casado. Y menos que tan bien casado.

—Respóndame ¿por qué lo ha hecho detener? —repitió con vehemencia la mujer y él ¿qué es lo que pasa? —. ¿Por qué no me han dejado verlo?

—La va a sorprender, pero, con el mayor respeto, voy a preguntarle algo ¿un revólver en la cartera?, ¿sabe algo que yo no sé?. ¿Cómo puede estar casada con el amigo Ferro una mujer como usted, señora?

—Mucho cuidado, señor Bermúdez, no se equivoque conmigo —alzó la voz la mujer: no estaría acostumbrada, seria la primera vez —. No le permito que me falte, ni que hable mal de mi esposo.

—No hablo mal de él, estoy hablando bien de usted —dijo él y pensó está aquí casi a la fuerza, asqueada de haber venido, la han mandado —. Disculpe, no quería ofenderla.

—Por qué está preso, cuándo lo va a soltar —repitió la mujer —. Dígame qué van a hacer con mi marido.

—A esta oficina sólo vienen policías y funcionarios —dijo él —. Rara vez una mujer, y nunca una cómo usted. Por eso estoy tan impresionado con su visita, señora.

—¿Va a seguir burlándose de mí? —murmuró, trémula, la mujer —. No sea usted prepotente, no abuse, señor Bermúdez.

—Está bien, señora, su esposo le explicará por qué fue detenido —¿qué es lo que quería, en el fondo; a qué no se atrevía? —. No se preocupe por él. Se lo trata con toda consideración, no le falta nada. Bueno, le falta usted, y eso sí que no podemos reemplazárselo, desgraciadamente.

—Basta de groserías, está hablando con una señora —dijo la mujer y él se decidió, ahora lo va a decir, hacer —. Trate de portarse como un caballero.

—No soy un caballero, y usted no ha venido a enseñarme modales sino a otra cosa —murmuró él —. Sabe de sobra por qué está detenido su esposo. Dígame de una vez a qué ha venido.

—He venido a proponerle un negocio —balbuceó la mujer —. Mi esposo tiene que salir del país mañana. Quiero saber sus condiciones.

—Ahora está más claro —asintió él —. ¿Mis condiciones para soltar a Ferrito? ¿Es decir cuánto dinero?

—Le he traído los pasajes para que los vea —dijo ella, con ímpetu —. El avión a Nueva York, mañana a las diez. Tiene que soltarlo esta misma noche. Ya sé que usted no acepta cheques. Es todo lo que he podido reunir.

—No está mal, señora —me estás matando a fuego lento, clavándome alfileres en los ojos, despellejándome con las uñas: la desnudó, amarró, acuclilló y pidió el látigo —. Y, además, en dólares. ¿Cuánto hay aquí? ¿Mil, dos mil?

—No tengo más en efectivo, no tenemos más —dijo la mujer —. Podemos firmarle un documento, lo que usted diga.

—Dígame francamente lo que ocurre y así podremos entendernos —dijo él —. Conozco a Ferrito hace años, señora. Usted no está haciendo esto por el asunto de Espina. Hábleme con franqueza. ¿Cuál es el problema?

—Tiene que salir del Perú, tiene que tomar ese avión mañana y usted sabe por qué —dijo rápidamente la mujer —. Está entre la espada y la pared y usted lo sabe. No es un favor, señor Bermúdez, es un negocio. Cuáles son sus condiciones, qué otra cosa debemos hacer.

—No sacó esos pasajes por si la revolución fallaba, no es un viaje de turismo —dijo él —. Ya veo está metido en algo mucho peor. No es el contrabando tampoco, eso se arregló, yo lo ayudé a tapar la cosa. Ya voy entendiendo, señora.

—Abusaron de su buena fe, prestó su nombre y ahora todo recae sobre él —dijo la mujer —. Me cuesta mucho hacer esto, señor Bermúdez. Tiene que salir del país, usted lo sabe de sobra.

—Las Urbanizaciones del Sur Chico —dijo él —. Claro, señora, ahora sí. Ahora veo por qué se metió Ferrito a conspirar con Espina. ¿Espina le ofreció sacarlo del apuro si lo ayudaba?

—Han sentado ya las denuncias, los miserables que lo metieron en esto se mandaron mudar —dijo la mujer, con la voz rota —. Son millones de soles, señor Bermúdez.

—Sí sabía, señora, pero no que la catástrofe estaba tan cerca —asintió él —. ¿Los argentinos que eran sus socios se largaron? Y Ferrito se iba a ir, también, dejando colgados a los cientos de tipos que compraron esas casas que no existen. Millones de soles, claro. Ya sé por qué se metió a conspirar, ya sé por qué vino usted.

Other books

Ultimate Surrender by Lydia Rowan
Down Under by Bryson, Bill
Shadow Boys by Harry Hunsicker
The Boys of Fire and Ash by Meaghan McIsaac
Here I Am by Jonathan Safran Foer
Finally Satisfied by Tori Scott
With the Father by Jenni Moen
Kye's Heart by Marisa Chenery
Trollhunters by Guillermo Del Toro, Daniel Kraus