Tras eso se alejó y su voz malhumorada reprendió al teniente de guardia:
—¡A ver, señor Dalyell, cómo permite ese desorden! ¡Mande inmediatamente a los gavieros a las vergas, y coloque hombres en las brazas! ¡Esta cubierta parece una lonja de pescado!
Bolitho se agachó y recorrió el oscuro pasadizo que conducía a la cámara de Pears.
Éste, sentado ante su mesa, observaba con sombría concentración el aspecto de una botella de vino.
—Tome asiento —dijo.
Bolitho oía el golpeteo de los pasos sobre su cabeza y se preguntó cómo se las arreglaban los hombres de guardia sin la familiar presencia del comandante junto a la barandilla del alcázar.
Se sentó.
La cámara se veía confortable y espaciosa. De repente, Bolitho se sintió fatigado. Sería que la resistencia había acabado por abandonarle, igual que la arena de la parte superior de una clepsidra.
—Vamos a tomar una copa de vino clarete —anunció lentamente Pears.
Bolitho se humedeció los labios.
—Gracias, señor. —Esperó lo que seguía. Se sentía desconcertado. Primero aquella amabilidad de Cairns. Ahora Pears.
—El comandante Viney, de la fragata
Kittiwake
, traía órdenes procedentes del navío insignia apostado en Antigua. Se destina al señor Frowd al Maid of Norfolk, un transporte militar. Con toda su dotación.
—Pero, señor, ¿y su pierna?
—Estoy enterado. El doctor ha hecho lo que ha podido para recomponerle. —Sus ojos se alzaron y observaron fijamente a Bolitho—. ¿Qué es lo que ese hombre desea más que nada en el mundo?
—Un barco, señor. Y con suerte, algún día, una posición de mando.
Le vino a la memoria la expresión de Frowd a bordo del
dandy
. A lo mejor ya entonces pensaba en ello. Un barco, cualquier barco, incluso el transporte militar descrito por las órdenes de su nombramiento, le habría dado satisfacción.
—Veo que coincide usted conmigo —dijo Pears—. Si le obligan a permanecer aquí, perderá la oportunidad. Si espera a que nosotros regresemos a Antigua… —se encogió de hombros antes de terminar—: para entonces su suerte podría haber cambiado.
Bolitho observaba al comandante, fascinado por la autoridad que emanaba. Tras combatir en numerosas batallas navales, se veía ahora obligado a conducir su barco hacia Jamaica, donde sólo Dios sabía a qué se iban a enfrentar, y pese a ello todavía tenía tiempo para pensar en el futuro y los deseos de Frowd.
—Luego nos queda el señor Quinn. —Pears descorchó de nuevo la botella al tiempo que ladeaba la cabeza al ritmo del casco, que se balanceaba y se inclinaba antes de estabilizarse de nuevo sobre su amura—. No le han olvidado.
Bolitho guardó silencio tratando de descubrir los auténticos sentimientos de Pears.
—Se le ordena regresar a Antigua y tomar pasaje para Inglaterra. No es difícil imaginar el resto. He preparado una carta dirigida a su padre, aunque de poca ayuda servirá. Mi pretensión es hacerle comprender que su hijo no disponía más que de una cierta dosis de valor. En cuanto éste se agotó, el muchacho se volvió tan vulnerable como Frowd con su rodilla herida. —Pears desplazó con la botella un sobre grueso que reposaba sobre la mesa—. Pero hizo todo lo que pudo, lo intentó. Si otros jóvenes como él siguieran su camino, en vez de vivir cómodamente en sus hogares, nos hallaríamos en una situación más boyante.
Bolitho miró de refilón el sobre. En aquellos papeles se hallaba el destino de Quinn.
Pears cambió de tono y habló con más energía:
—Olvidemos de una vez este asunto. Tengo cosas que hacer y órdenes que dictar.
Llenó dos copas de vino hasta casi arriba del todo, y las sostuvo sobre la mesa hasta que Bolitho alcanzó una. La escora del navío era tan pronunciada que, de no haber hecho eso, ambas se habrían desintegrado contra el suelo.
Parecía extraño que nadie más les acompañase. Bolitho se hubiese esperado coincidir con D'Esterre, o acaso con Cairns, una vez éste hubiese finalizado de pasar revista a la guardia de cubierta.
Pears alzó su copa y declaró:
—Creo que la noche que viene será larga para usted. Pero créame usted también: todavía se le avecinan otras más largas.
Volvió a alzar la copa, que en su manaza parecía un cubilete para niños:
—Señor Bolitho, le deseo suerte; y también, como diría nuestro temible piloto, la velocidad de Nuestro Señor.
Bolitho le miró sin comprender. No había probado aún un sorbo del vino.
—He decidido darle el mando del
White Hills
. Mañana por la mañana, en cuanto haya suficiente luz para transferir a los heridos hasta el bergantín, nos separaremos.
Bolitho hizo un esfuerzo por pensar y ver a través del asombro que invadía su mente. Luego dijo:
—Con todos los respetos, señor, el primer teniente…
Pears sostuvo la copa en el aire. Ya estaba vacía. Como en su tiempo lo estuvo la de Probyn.
—A él iba yo a mandar. Aunque le necesito aquí, conmigo, ahora más que nunca, se merece una posición de mando. Una posición de comandante de presa. —Le observó con mirada firme y continuó, su boca marcada por una amarga sonrisa—: Lo mismo que hizo usted ante la oferta del contraalmirante Coutts, el teniente rechazó mi propuesta. Así que le toca a usted.
Bolitho vio que el comandante llenaba de nuevo su copa y dijo confusamente:
—Se lo agradezco mucho, señor.
Pears hizo una mueca:
—Apure el vino, pues, y apresúrese a despedirse. ¡Después de ésta, podrá dedicarse a amargar la vida de otro comandante!
Un instante después Bolitho se hallaba en el exterior junto al inmóvil centinela, pensando que todo aquello había sido un sueño.
Encontró todavía a Cairns en cubierta. El teniente se apoyaba contra las redes de la batayola de barlovento y miraba ensimismado a lo lejos, hacia el brillo de los faroles del bergantín. Antes de que Bolitho abriese la boca, Cairns dijo tajante:
—Mañana por la mañana tomará usted el mando del bergantín como comandante de presa. Está decidido. Aunque tenga que enviarle allí amarrado con grilletes.
Bolitho permaneció a su lado y registró los movimientos que oía a sus espaldas: el crujido de la rueda, el batir de las jarcias contra las vergas y las lonas.
«Creo que la próxima noche será larga para usted» había dicho el comandante.
—¿Qué ha ocurrido, Neil?
En aquel momento se sentía muy próximo a aquel silencioso y educado escocés.
—También el capitán recibió una carta. No sé quién se la mandó. No acostumbra a dar muchas explicaciones. Se trataba de alguien amigo que le transmitía informaciones de entre bastidores, para que usted me entienda. Le explicaba que su nombre fue descartado en las propuestas de ascenso al rango de almirante. Eso significa que, para el resto de su vida, seguirá siendo capitán de navío. —Su mirada escrutó las estrellas que brillaban más allá de las negras vergas—. En cuanto el
Trojan
finalice su misión en América, se habrá terminado el comandante Pears. Por su parte, Coutts ha sido enviado a Inglaterra protegido por una especie de nube. Para él no hay ningún problema, tiene fortuna personal, posición social. —El hombre no podía disimular su furia ni su amargura. Se volvió para señalar hacia la toldilla—: ¡En cambio éste de aquí sólo tiene su navío!
—Gracias por explicarme todo eso.
Los dientes de Cairns relucían, blancos, en las tinieblas.
—No hablemos más, hombre. Vaya a guardar las cosas en su arcón.
Bolitho iniciaba ya el movimiento para marcharse cuando el teniente añadió con voz queda:
—Pero me entiende usted, ¿verdad, amigo? ¿Cómo iba yo a abandonarle ahora?
A lo largo de la mañana siguiente, que amaneció temprana y limpia, los dos barcos fachearon sus velas para quedar al pairo mientras los botes del
Trojan
transportaban al bergantín a los hombres heridos en combate. Los tripulantes cautivos del
White Hills
eran trasladados a bordo del
Trojan
en los trayectos de regreso. La del bergantín debía ser una de las misiones más cortas de la historia, pensó Bolitho.
La realidad parecía escapársele. En varias ocasiones se descubrió habiendo olvidado tareas importantes, mientras revisaba una y otra vez las que ya había completado.
Cada vez que subía a cubierta se obligaba a observar el bergantín, que se balanceaba incómodo en los profundos senos del oleaje. Aquel mismo velero, una vez sus velas correctamente reguladas, era capaz de volar sobre el agua. En su recuerdo se hallaba todavía demasiado fresco lo bien que su antiguo capitán lo manejaba.
Ya Cairns le había informado de que Pears le permitiría seleccionar a los hombres de la dotación de presa. No llevaría a muchos; sólo el número necesario para mover con seguridad el bergantín, capear un temporal o enfrentarse a un enemigo poderoso.
No hizo falta consultar a Stockdale. Ahí estaba, esperando junto a un minúsculo bolsón de equipaje: todas sus posesiones terrenales. También Pears le había ordenado conducir al capitán Jonas Tracy, gravemente herido, hasta Antigua. Su herida impedía trasladarlo con el resto de los prisioneros, y tampoco le permitía crear muchos problemas.
A medida que se acercaba la hora de la partida, Bolitho notaba crecer en su interior emociones desgarradas. Mínimos incidentes pasados se destacaban ahora en su memoria para recordarle los dos años y medio pasados a bordo del
Trojan
. Le costaba creer que iba a abandonar el navío para ponerse a disposición del almirante al mando del sector de Antigua. Era como empezar una nueva vida. Caras nuevas, entorno distinto.
Los nombres de algunos de los hombres que se ofrecieron voluntarios para ir con él le sorprendieron, y en más de un caso le emocionaron.
Carlsson, el sueco que fue azotado ante toda la dotación. Dunwoody el hijo del molinero; Moffit, el norteamericano; Rabbet, el antiguo ladrón, y el veterano gaviero Buller, el hombre que desde el primer momento reconoció el bergantín. Por su valor, se le había ascendido a suboficial, noticia a la que él reaccionó con asombro.
No eran esos los únicos destinados al bergantín; aunque todos estaban tan ligados al
Trojan
como su mascarón de proa o su comandante.
Vio que los marineros usaban una guindola, especie de silla de lona usada por los cordeleros cuando trabajaban colgados de la arboladura, para ayudar a Frowd a bajar hasta la yola. Su pierna, vendada y entablillada, sobresalía como un colmillo de elefante. Le pareció odioso que un hombre tuviese que sufrir la indignidad de abandonar su propio navío de aquella guisa.
Quinn ya estaba en el bergantín. Mediar entre aquellos dos hombres resultaría difícil, reflexionó Bolitho. En varias ocasiones había sorprendido a Frowd mirando con amargura a Quinn. Sin duda se preguntaba dónde estaba la justicia en el mundo. Por qué Quinn, a quien la Armada expulsaba, salía ileso de su cobardía, mientras él quedaría lisiado para siempre.
Ya se habían producido la mayoría de las despedidas. A lo largo de la noche, y también durante la mañana. Los rudos apretones de mano del jefe de artilleros y del contramaestre, las muecas sonrientes de otros a quienes había visto dejar de ser niños para hacerse adultos. Igual que él mismo.
D'Esterre había mandado que enviasen una provisión de su vino personal a bordo del bergantín; el sargento Shears le regaló un diminuto cañón que él mismo había modelado usando trozos de plata recogidos.
Cairns le halló cuando recorría una vez más la lista de tareas que estaba obligado a hacer y le explicó:
—Según el Sabio, se aproxima mal tiempo y viento duro, Dick. Debería usted hacerse a la vela. —Alargó su mano para despedirse—. Aquí mismo le digo adiós. —Luego echó un vistazo alrededor, señalando la sala de oficiales donde tanto habían compartido los dos—. Esto parecerá más vacío cuando usted no esté.
—No le olvidaré —afirmó Bolitho presionando con energía su mano—. ¡Jamás!
Anduvieron juntos hacia la escotilla de bajada y Cairns, de súbito, pareció recordar algo más:
—Hay otra cosa. El comandante Pears piensa que debería usted hacerse acompañar por un segundo oficial, que le asistiera en las guardias. Pero no podemos traspasarle ningún asistente del piloto. Ni mucho menos uno de los tenientes, de los que andamos muy cortos mientras no lleguen los del nuevo reemplazo. Tendrá que conformarse con un guardiamarina.
Bolitho meditó sobre el asunto.
—Weston asciende desde ahora a teniente en funciones —añadió Cairns—, y tanto Lunn como Burslem deberían quedarse con nosotros hasta que su instrucción esté más avanzada. Eso nos deja a Forbes y a Couzens, que son suficientemente jóvenes como para empezar en cualquier lugar.
Bolitho sonrió:
—Se lo plantearé a ellos.
Así fue como el piloto, Erasmus Bunce, abordó a los dos jóvenes guardiamarinas de trece años de edad ante varios tenientes y oficiales de infantería de marina:
—Jóvenes señores, hace falta un voluntario. —Al decir eso Bunce les observó con mirada desdeñosa—. Aunque, ¿qué ayuda puede proporcionar cualquiera de ustedes dos al señor Bolitho? Soy incapaz de adivinarlo.
Ambos dieron un paso al frente. Couzens mostraba en su redondo semblante tal mirada suplicante que Bunce le preguntó directamente:
—¿Ha empacado ya sus cosas?
Couzens asintió con entusiasmo, mientras Forbes parecía a punto de ponerse a llorar y agitaba incómodo su cabeza.
—Señor Couzens —dijo entonces Bunce—, póngase en marcha sin pérdida de tiempo. ¡El señor nos bendice liberando este navío de sus bromas y sus jaranas! —Se volvió hacia Bolitho guiñándole un ojo, que parecía una porta de cañón, y preguntó—: ¿Satisfecho?
—Sí.
Bolitho dio más apretones de manos mientras trataba de contener su emoción.
D'Esterre apareció en último lugar:
—Buena suerte, Dick. Nos volveremos a encontrar. Le echaré de menos.
Bolitho se volvió hacia el
White Hills
y observó las crestas de las olas que bailoteaban junto a su casco y le obligaban a balancearse en un movimiento pendular cada vez más acusado.
En su bolsillo estaba ya el pliego de las órdenes, contenido en un sobre profusamente lacrado. Debía marcharse, pero el navío continuaba tirando de él.
Anduvo hacia el portalón de entrada y vio el pequeño lanchón que se alzaba y descendía contra el costado al ritmo de las olas. Venía mal tiempo, había asegurado Bunce. Casi lo prefería. Eso aceleraría el cambio de las cosas y le mantendría ocupado; así evitaría sentir nostalgia.