—¡Tierra en proa, señor!
Buller ocupaba el puesto de vigía en proa. Era un hombre válido, como ya había demostrado, y parecía haberse olvidado de las astillas que se le clavaron durante el combate. Tenía suerte quien, como él, era capaz de olvidar tan fácilmente, meditó Bolitho.
A ambas bandas de la yola surgieron diversas rocas elevadas, parecidas a monjes cubiertos por oscuras capuchas, mientras por proa, y algo más allá del cañón giratorio cargado, aparecía blanca y limpia una reluciente franja de arena.
—¡Alto todos! ¡Remos adentro!
Ya los marineros habían saltado al agua y, agarrados a las bordas, conducían el casco del bote hacia la playa manteniéndolo equilibrado sobre la ola rompiente.
D'Esterre también había saltado. Le vio sumergido hasta la cintura y gritando órdenes a su sargento, que debía conducir los primeros piquetes de hombres hacia el terreno más elevado.
La isla era realmente minúscula, pues no alcanzaba a tener una milla de largo. Otros islotes cercanos eran aún más pequeños. En todos ellos, sin embargo, había estanques donde se podía recoger agua potable o pescar conchas. Tampoco faltaba madera con que hacer leña para un barco de mediano tamaño que quisiera ser autosuficiente.
Bolitho, mientras vadeaba los últimos metros hasta la orilla, pensó súbitamente en Quinn. Antes de la operación le oyó que suplicaba a Cairns que le permitiera unirse al grupo de desembarque.
La respuesta de Cairns fue de una fría formalidad, casi brutal:
—Queremos hombres experimentados, escogidos por su valor, señor Quinn. —Esa última expresión había tenido el efecto de un bofetón—. Aparte de fiables.
Llegaba ya el guardiamarina Couzens a bordo de la segunda yola. Tras ella venía el lanchón del
Trojan
con su casco encarnado. Bolitho se sonrió con tensión. A bordo del lanchón venían Frowd y el otro capitán de artillería de marina. Se habían retrasado expresamente por si los botes de la primera avanzadilla eran recibidos con una lluvia de balas y metralla.
—¡Tomen posiciones! ¡Dotaciones de los botes, afírmenlos!
Stockdale surgió de las sombras y cruzó la escena con su machete cruzado sobre el pecho, tan grande como un mandoble.
Tras unos momentos de confusión y muchas amenazas, proferidas por sargentos y cabos, los soldados formaron en sus pequeñas y disciplinadas divisiones. Luego, tras una seca orden, empezaron la marcha por la ladera, rodeados primero por el sordo roce de sus botas en la arena, y, más tarde, por el golpeteo contra la tierra reseca por el sol.
Una hora más tarde, ya a oscuras, el aire se espesaba con los aromas de la humedad ambiente, de vegetación en descomposición y de excrementos de aves marinas.
Bolitho y D'Esterre eligieron una colina aislada donde esperar mientras los exploradores de infantería de marina se desplegaban a ambas bandas a la carrera. Ante ellos, el mar; a sus espaldas, también el mar, invisible ya salvo por los ocasionales reflejos de las rompientes.
Parecía una isla desierta. Muerta. Sin duda el velero desconocido había puesto proa hacia otra isla, o navegaba en realidad hacia el noroeste, en dirección a Bahamas. Si no fuera porque también Sambell lo había divisado con el catalejo, Bolitho habría pensado que las velas eran una ilusión del vigía, confundido por una nube o un extraño brillo en el horizonte.
—Esto no es Fort Exeter, Dick. —D'Esterre se apoyaba sobre el mango de su sable mientras inclinaba la cabeza intentando escuchar el silbido del viento a través de los arbustos y las masas de hojas—. Me gustaría que hubiesen venido con nosotros aquellos exploradores canadienses.
Bolitho vio que algunos marineros se habían tumbado sobre la arena y observaban el cielo. Se alegraban de ceder la iniciativa a sus oficiales. Ellos estaban allí únicamente para obedecer. O para morir, si hacía falta.
Oyeron la nerviosa voz de alerta del centinela. Inmediatamente apareció Shears, que, en dirección contraria, remontaba la colina. Cubría su uniforme con una mata de musgo o hierba. Eso, sin duda, era lo que había asustado al centinela. Bolitho recordó entonces la capa de camuflaje que usaba el comandante Pagel.
—¿Y bien? —preguntó D'Esterre dando un paso adelante.
Shears aspiró aire con todas sus fuerzas.
—Ahí está, señor, no hay duda, anclada muy cerca de la orilla. Una embarcación no muy grande. Diría, por lo que he visto de su aparejo, que es un
dandy
.
—¿Alguna señal a bordo? —preguntó D'Esterre?
—Hay una guardia de vigilancia en cubierta, señor; pero no se divisa ni un farol. Si quiere mi opinión, señor, son mala gente. —Vio que ante esa frase el capitán D'Esterre sonreía, y añadió con firmeza—: Uno de los soldados veteranos de la guarnición de Antigua dice que a esta hora un pescador ya habría encendido un farol y soltado varias líneas con anzuelos, señor. Esa gentuza va detrás de otro tipo de mercancía. ¡Ningún pescador auténtico se tumbaría a dormir a esta hora!
D'Esterre asintió.
—Tiene usted razón, sargento Shears. Me ocuparé de que cuando volvamos a bordo ese hombre reciba una guinea de recompensa. Y usted otra, se la merece. ¡Alguien capaz de suscitar las confidencias de un infante de marina desconocido ha de tener alguna cualidad especial!
Inmediatamente el capitán se tornó más formal y rígido:
—Avisen al señor Frowd. Tenemos que discutir el plan de acción. Avise para que nos den novedades si alguien sale de la yola enemiga y desciende a tierra.
—No se ha visto ningún bote en el agua, señor —replicó con alegría el sargento.
—Bien, pues que vigilen de todas formas.
—Entonces, Dick, ¿qué piensa usted? —preguntó el capitán mientras el sargento se marchaba ya a toda prisa—. ¿Lo mismo que yo? ¿Tendríamos éxito en un ataque por sorpresa?
—Sí. —Bolitho intentó imaginar el velero fondeado—. La sola aparición de sus infantes de marina disuadiría de ofrecer resistencia. Pero será más seguro adelantarse con las dos yolas armadas, por si nuestra pequeña escuadra no consigue impresionarles.
—Estoy con usted. Póngase al mando de una de las yolas. Que Frowd vaya en la otra. El guardiamarina se quedará conmigo, listo para correr hacia ustedes y darles el mensaje si las cosas van mal por aquí. Prepárense a rodear la costa. Y recuerde: no se arriesguen. ¡No por un maldito
dandy
de cabotaje!
Mientras esperaba la llegada de Frowd, Bolitho recordó la acertada reflexión de Pears sobre los islotes de la zona. El comandante no se había equivocado. Tanto si el velero era enemigo de la Corona como si tenía propósitos ilegítimos, se escabulliría nada más sospechar su presencia. Su gente acaso iba a huir tierra adentro, donde les esperaban los soldados de infantería. Pero era más probable que el velero usara el viento reinante para hacerse a la mar y esconderse entre los restantes islotes. En cualquier caso, allí encontraría al
Trojan
, con la corriente y el viento a su favor. El gran navío, cual fiera voraz, le esperaba listo para abatirlo en cuestión de minutos.
En medio del océano y en aguas abiertas cualquier velero podía navegar más rápido y maniobrar mejor que el lento y pesado
Trojan
. Pero la cosa cambiaba en aguas plagadas de obstáculos y bajos, donde una falsa maniobra o un error de timón podían acabar en una varada. Allí, la potente artillería del
Trojan
hacía imposible cualquier intento de fuga.
—Así que atacaremos desde los botes —dijo Frowd satisfecho.
Bolitho le observó con curiosidad. Sin duda Frowd no pensaba más que en su próximo ascenso, o en la oportunidad de alejarse del navío en que, tras tanto tiempo de ser como muchos, ahora veía cómo le saludaban marcialmente tocándose la frente con los nudillos.
—Sí. Elija a sus hombres, y no perdamos más tiempo.
Se dio cuenta, también, de que su propia voz surgía áspera y desagradable. ¿Por qué le ocurría eso? ¿Hallaba algún desafío en la actitud de Frowd, como le había sucedido en su momento a Quinn con su subordinado Rowhurst?
Las dos yolas, empujadas por silenciosos tirones de los remos, se apartaron del resto de los botes apoyados en la arena y se dirigieron, proa hacia el este, al extremo más alejado de la isla. El viento contrario aumentaba la dificultad de cada estrepada, y con ella la fatiga de los remeros.
Pero Bolitho ya conocía a sus hombres. En el momento oportuno sacarían toda su energía. Lo habían hecho en ocasiones anteriores. Le parecía extraño avanzar así, sobre aquella agua agitada por las olas, sin abrigar duda alguna sobre la eficacia de aquellos hombres esforzados y silenciosos. Pensaba que ellos, por su parte, también debían de haber depositado alguna confianza en él.
Resultaría cómico si, tras tanto disimulo y estrategia, se encontraban sólo con un grupo de mercaderes aterrorizados, o una partida de pescadores a quienes la inesperada presencia de la infantería arrancaba de sus sueños. Aunque, pensó, cuando tuviesen que hacer el informe para el comandante no sería tan divertido.
—¡Creo que se acerca alguien, señor!
Bolitho se arrastró por encima de los bancos de la yola hasta la posición del vigía de proa. Las siluetas de dos hombres apostados en la elevación de la costa se recortaban perfectamente contra el cielo. Uno de ellos agitaba lentamente un brazo sobre su cabeza.
Todo parecía hacer demasiado ruido. El agua que resbalaba por los cascos de los dos botes, el retumbar distante de las olas sobre el arrecife, el rugido siseante de la resaca cuando el agua retrocedía entre los cantos rodados de alguna playa escondida.
Llevaban ya horas esperando en la minúscula ensenada, donde habían amarrado los botes para intentar descansar lo mejor posible. A la mayoría de marinos eso no parecía resultarles difícil. Podían dormir en cualquier sitio, indiferentes al balanceo de un casco, la espuma voladora o la humedad de sus ropas.
Frowd, que esperaba en el bote vecino, sentenció:
—Algo les ha fallado, me imagino.
Bolitho esperó. Los hombres apostados en tierra resultaban ahora más visibles. Sus cuerpos resaltaban mejor contra el cielo aún oscuro. El alba no podía tardar ya mucho.
—¡Es el señor Couzens, no un enemigo! —avisó con satisfacción Stockdale.
Couzens avanzó resbalando por la pendiente que llevaba a la playa. Tras meterse en el agua, avanzó con cuidado hacia las yolas.
En cuanto vio a Bolitho, anunció sin aliento:
—El capitán D'Esterre dice que se lancen al ataque dentro de media hora.
Su voz parecía tan aliviada que Bolitho sospechó que se había extraviado en su camino.
—Entendido. —«Lanzarse al ataque.» La expresión, cuando menos, sonaba bastante definitiva—. ¿Cuál será la señal? —preguntó.
Stockdale tiró sin ceremonia alguna del guardiamarina y le izó sobre el bote.
—Un disparo de pistola, señor. —Couzens se dejó caer sobre uno de los bancos de remero. Sus piernas goteaban sobre las planchas del fondo de la embarcación.
—Perfecto. Avisen a esos hombres.
Bolitho retornó hacia la bancada de popa y sujetó su reloj contra la tapa de una linterna ciega. No disponían de mucho tiempo.
—Alerten a todos los hombres. Prepárense para soltar amarras.
Los hombres se desperezaron y tosieron, mientras se movían en un intento de recuperar la consciencia.
Por la dirección de la corriente, Bolitho dedujo hacia dónde debía de estar orientado el
dandy
respecto a su cabo de fondeo. De pronto, se acordó de Sparke cuando, como él, planeaba un ataque por sorpresa. No debía permitir que los sentimientos le entorpeciesen, se reprendió a sí mismo, por lo menos hasta el fin del combate sangriento.
—Carguen sus pistolas. Tómense el tiempo que haga falta.
Sabía que, si les daba prisa o les demostraba la ansiedad que el cielo ya iluminado le producía, alguno se confundiría y se escaparía un involuntario disparo. Con eso bastaba para alertar al enemigo y echar al traste los planes.
Stockdale se trasladó de un extremo al otro del bote y, después, informó:
—Todo a punto, señor.
—¿Señor Frowd?
—¡Listo, señor! —avisó a su vez el teniente con un gesto.
Bolitho sintió que la sonrisa asomaba a sus labios a pesar de la tensión del momento. Frowd le llamaba «señor». Jamás sería capaz de dirigirse a él usando su nombre de pila, aunque permaneciera un siglo entero a su lado.
—¡Remos fuera! —Levantó el brazo y explicó—: ¡En silencio, muchachos, como ratas de campo! La voz de Stockdale respondió con aprobación:
—¡Más fuerte en proa! ¡Alto por estribor!
Despacio, empujado por el único juego de remos que le hacía pivotar como un cangrejo, el bote se apartó de su minúsculo escondite.
Tras ellos seguía la yola de Frowd. Bolitho vio cómo su proal barría la noche con su cañón giratorio, como si husmease el camino.
—¡Ahí está la punta de tierra que hace esquina, señor! —siseó Couzens.
Bolitho observó la oscura mole de roca a la que Couzens denominaba esquina. Una vez rodeada su sombra, los botes avanzarían en agua descubierta y serían visibles para cualquier centinela.
La luz aumentaba ahora a tal velocidad que se apreciaban ya las manchas verdes de tierra adentro y el brillo de la espuma resbalando sobre los cantos rodados de la orilla. También se veían las armas y, apostado en proa con una actitud que recordaba un mascarón, al gaviero Buller.
—¡Por Cristo, señor, ahí está!
Bolitho adivinó el mástil que se balanceaba al ritmo de las olas, seguido de otro más pequeño a popa: era el
dandy
fondeado, nítida ya su silueta sobre el cielo, a pesar de que su casco se hallaba todavía en la penumbra.
Dandy
, o
yawl
, era el nombre con que se conocía ese tipo de barco en Inglaterra, a causa de su aparejo provisto de un mástil mayor y un mesana muy reducido y situado cerca del coronamiento de popa. Era, sin duda, el barco ideal para hacer cabotaje o dedicarse a la pesca entre las islas.
Oyó el gorgoteo del agua contra la roda de proa; a continuación, el amortiguado y regular sonido de los remos del grupo de Frowd.
Stockdale dio un golpe de timón para obligar a la yola a separarse de la isla y situar así el
dandy
enemigo entre ellos y el fuego de los infantes de marina de D'Esterre.
Pronto oirían la señal. No podía faltar mucho. Bolitho contuvo la respiración y empuñó con cuidado su sable, pese a saber que un vigía cansado tras una noche en vela era incapaz de oír algo que no fueran los sonidos habituales en su propio barco. Fondeado, un casco estaba vivo y producía toda clase de ruidos.